Uno
Los tipos están sentados alrededor de una mesa larga, de madera; las cabezas inclinadas sobre unos cuencos que todavía escarban con una cuchara en busca de los últimos restos. Parecen viajeros o peregrinos y en el cuerpo y las ropas se notan las huellas de una larga marcha. Aunque afuera bulle el siglo XXI el interior de esta taberna parece arrancada de algún pasado remoto o de un lugar fuera del tiempo: la luz es difusa y vacilante y alrededor del hogar donde crepitan las llamas, una mujer se mece con la mirada perdida en el fuego y un hombre serio y oscuro fuma una pipa aromática y dulzona. La puerta, de pronto, se abre sin aviso y la figura de un hombre encapotado se recorta contra la noche fría. Se oye, quizás, el clamor del viento; una ráfaga de aguanieve se disuelve en el aire templado de la taberna y cae al suelo, donde se ha formado un pequeño charco que pisan las botas del recién llegado. El hombre se sacude una leve capa de nevisca de los hombros y se frota las manos. El posadero le dice que cuelgue el abrigo y se siente. Después rodea el mostrador con un cuenco humeante en las manos y lo deposita en la mesa, frente al recién llegado. Hay cama y comida, dice. Pero a cambio nos tiene que contar una historia. Una historia, repite el hombre. No es una pregunta sino una mera repetición de las palabras, como si con esa especie de eco buscara generar algún efecto. Una historia.
Y entre cucharada y cucharada empieza a contar. El resto de la mesa, la mujer junto al fuego y el hombre de la pipa escuchan con atención. Escuchamos. Porque yo también estoy ahí, asistiendo con asombro a eso que, oscuramente sé, conforma una especie de logia extemporánea donde las historias se han vuelto moneda de cambio. La forma de ganarse, al menos por esta noche, el pan y el abrigo.
Dos
Esto lo soñé tres o cuatro noches atrás, curiosamente -o no- después de haber asistido a una reunión donde me habían invitado a formar parte de un proyecto en el que teníamos que escribir una historia sobre algo que prefiero no precisar demasiado. El proyecto me gusta mucho y es por una causa que abrazo. Pero teniendo en cuenta que tiene su origen en una institución estatal, por un momento tuve la absurda esperanza de que podían llegar a pagarnos como asumo que le pagan a los demás involucrados -los que diseñan, los que editan, los que imprimen-. O, por lo menos, argumentar que aunque sentían que correspondía pagar honorarios por las horas que habrán de ser invertidas en el proyecto -reuniones periódicas, investigación, escritura, correcciones-, no estaban en condiciones pero apelaban a nuestro compromiso social o lo que fuera. Después de todo de cualquier modo iba a decir que sí. Pero supongo que lo que no me esperaba era que directamente no se hiciera ninguna alusión al tema, como si escribir, contar la historia, no tuviera valor real ni tampoco simbólico.
Por eso, a lo mejor, mi absurda respuesta fue soñar con una posada donde uno se pudiera pagar techo y comida contando un buen cuento.
Tres
Al fin y al cabo por qué no. Entre tanto antivacuna y terraplanista negando los siglos y la evolución de la humanidad, por qué diablos no podríamos fundar algún movimiento de trasnochados que se cuenten historias unos a otros como recién salidos del Decamerón; que se ganen el pan con una historia que mantenga a los otros al borde del asiento, como arrancados de Los cuentos de Canterbury; que subsistan a fuerza de sus historias como modernos Sherezades. Un movimiento internacional que reúna peregrinos que deambulen por el mundo contando historias a quien los pueda alojar. La Logia de Contadores de Historias Propias y Ajenas. Historias inventadas al calor del hogar, historias leídas en páginas ajadas tiempo atrás, historias recogidas de la sabiduría popular. Una especie de couchsurfing de contadores y escuchadores de historias que se expanda por el mundo y reserve un lugar tranquilo y bien iluminado en cualquier ciudad por si una noche de invierno un viajero se sienta a contar su historia interminable.
Ahora, mientras lo escribo, recuerdo que hay un cuento de Briante que, como casi todas las cosas que importan, alguna vez contó Juan Forn. El cuento, dice Forn -el movimiento internacional de contadores de historias siempre tendrá un lugar reservado en la pared para un cuadro de Juan- tiene lugar en una mezcla de boliche de pueblo y sala de espera existencial que Briante denomina lo de Arispe. El boliche está, por supuesto, casi cayéndose del pueblo, ahí donde se agotan las últimas luces antes de que la noche se trague el mundo hasta el horizonte. Los parroquianos que se agrupan en lo de Arispe están mirando el fuego como si a las historias se las dictaran los dibujos de las llamas cuando llega un forastero. "Me dijeron que acá uno viene y cuenta su historia", dice al cabo de un rato. "Y que se la escucha, me dijeron". Aunque al principio parece encontrar cierta resistencia, con los últimos rescoldos del fuego Arispe lo invita -o lo desafía- a hablar. "Que de noche sueño que acá adentro me está creciendo una víbora, y que cada noche se hace más grande y más grande y a mí no me importa y lo único que quiero saber es si cuando de tan grande que sea la víbora yo me muera, lo único que quiero saber es si la víbora vivirá".
Eso, escribe Forn, es lo de Arispe para Briante: "En ese boliche, como en la literatura, no pasa convencionalmente el tiempo (o pasa lejos, que viene a ser lo mismo). En ese boliche puede adivinarse todo lo que representa el ejercicio de la palabra, el rito de contar (y escuchar) historias: el fuego, que es uno solo, dictando a cada uno una historia diferente, o sirviendo para que cada uno le imprima al movimiento de las llamas la obsesión que lo carcome. Y la víbora, haciéndose cada noche más grande dentro de uno, hasta que uno se decide a ir y contar su historia, en ese lugar donde se la escucha. Uno va a contar su historia para saber cómo termina. Uno va a contar su historia para saber si su historia vivirá. De eso se trata, en el fondo, todo este asunto: de lograr que cuando uno muera la historia que haya contado siga viviendo."
Cuatro
De modo que tal vez es por ahí por donde van los sueños de tabernas y contadores de historias al calor del fuego. Tal vez, sin darme cuenta, me soñé en lo de Arispe, que después de todo está en un lugar sin nombre porque puede estar en cualquier parte, y está fuera del tiempo porque puede ocurrir en cualquier momento. Un lugar donde la gente llegue a contar sus historias como si en ellas se cifrara un oscuro sentido de sus vidas o ese mismo acto les reservara un último instante de revelación. Como trovadores de la palabra, vagando por el mundo y por el tiempo, en busca de ese lugar donde uno va y cuenta su historia para saber cómo termina.