Dije que sí. No tenía la ropa necesaria pero dije que sí. Me prestaron los botines y manoteé unas calzas que había usado alguna vez cuando pagué un mes de spinning y salí corriendo más rápido de lo que funcionaban esas bicis del mal. También me puse la remera más deportiva que encontré: una negra larga con la cara de Ramón Ayala que decía El cosechero. Dije que sí, porque me había invitado N. que me llevaba a lugares donde la pasaba bien y siempre con ella los mundos se abrían. Dije que sí, también, porque era cosa de lesbianas. Claro. Fútbol femenino, en una cancha de Palermo, lejos de la marea feminista. Hace como nueve años más o menos. Dije que sí, aunque nunca había tocado una pelota. Pero dije que sí, dale. Me preparé con mi vestuario improvisado, haciéndole un lugar a los botines prestados entre mis plataformas de cuero y mis camisas leñadoras que en esa época era mi look predilecto. N. me pasó a buscar a eso de las siete y media porque el partido empezaba a las ocho puntual. Me pidió veinte mangos, sí, por allá cuando con veinte mangos alcanzaba para el pago de la cancha y la cerveza de después (si la cerveza estaba incluida de antemano, era cosa de lesbianas). Ojo, me había invitado N. que no era ninguna lesbiana, mire usted, porque siempre está bien andar aclarando quién es lesbiana y quién no en el asunto del fútbol, algo así como ponerse las medias de uno u otro color. La cancha lindaba con una avenida y las luces de los reflectores me hicieron poner la mano sobre los ojos toda la caminata desde la entrada a la puerta de cancha. En el camino N. me iba contando sobre quiénes jugaban y me preguntaba de qué me gustaría jugar. Ni idea, pero por favor no me pongan de arquera. La verdad es que no recuerdo ahora el porqué de la negativa a tan noble función, más ahora, después de descubrir a la diosa palasatenea de los arcos mayores: Vanina Correa. Este mundial de fútbol me conecta a ese recuerdo futbolero, a esa noche, en la que ninguna de nosotras imaginábamos ver un mundial. En ese entonces, el fútbol era cosa de lesbianas o de machonas o anda a saber de qué. Tanto era así que me llamaban a mí a jugar un partido. Así y todo, no lo olvidaré porque fue mi único partido, la única vez que toqué la pelota, la única vez que me iluminaron esos reflectores, un miércoles a la noche de un septiembre porteño. No sabía si saludar a todas, una por una (eran un montón) o hacer un saludo general mientras N. se encontraba con sus amigas y hacían la cuenta de quién no venía y por qué y nos señalaban: a Ramón Ayala y a mí para ingresar a la cancha. Entonces se acercó ella. La capitana. Monotono de remera, pantalones, botines y medias. Un violáceo que por momentos se hacía lila. Hola. Hola, le respondí yo o Ramón, no recuerdo bien, porque quedé paralizada observando la firmeza de sus muslos y los tubos que se escapaban llenos de fibra de la remera. Vas a jugar de defensora con ellas, y me señaló un grupo de chicas que me sonrieron. Bien, como Mascherano, le tiré, haciéndome la graciosa. Como buena diosa, como capitana contenedora, dentro y fuera de la cancha, ella me sonrío como se le sonríe a un chico mientras se hacía una cola altísima de una catarata de rulos marrones que tenía. No diré más del desarrollo del partido ni de mi performance mascherenesca, pero qué cosa larga que son dos tiempos ¿no? Sin embargo, dentro del juego, me hice un espacio para observar a un chabón que miraba atentamente el partido, primero solo y luego con otro que lo acompañaba. Algunas cosas se ven a doscientos metros. La mirada pajera y condescendiente, por ejemplo. Este flaco no la tenía, miraba las jugadas y atendía al juego. Lo notaba hasta yo que era la primera vez que pisaba una cancha. Cuando terminó el partido, nuestra capitana, después de felicitarnos (aun a mí que había dejado pasar más pelotas que agua en un colador) se acercó al muchacho, le dio un beso en la boca, le comentó algo al oído y se fue al vestuario. Tan cosa de lesbianas al final no era, pero igual dije que sí. Y ya que estamos, vaya mi recuerdo para ese gloriosa capitana, que espero haya vivido los partidos de “Las inmortales” con la misma pasión y el mismo amor que entregaba en esas canchitas de Palermo cuando le encajaban para jugar a cualquier lesbiana que anduviera suelta por ahí.
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