Nueve, al parecer, es la cantidad justa para un libro de cuentos. Desde el inigualable Nueve cuentos de J. D. Salinger, la fórmula vuelve en autores y autoras de distintas geografías del mundo. En su último libro en español, la escritora canadiense Margaret Atwood repite el modelo, como si fuese un homenaje paródico al guardián que murió oculto entre el centeno. Sin embargo, como sabemos, Atwood no es una escritora más. No necesita utilizar estructuras canonizadas para brillar con el reflejo del éxito ajeno. El contenido de Nueve cuentos malvados, publicado originalmente en el 2014 con el nombre Colchón de piedras, no se arrima al universo salingeriano. Por el contrario, lleva nueve dosis puras de lo mejor de Margaret Atwood, donde se mezclan géneros, preguntas contemporáneas y una prosa corrosiva que deja al lector con una sonrisa idiota, como si estuviera viendo en la calle a una vieja dándole bastonazos a un policía.
Antes de ser la eterna candidata al Premio Nobel y la autora detrás de la serie Handmaid’s Tale, Margaret Atwood fue poeta. A los veintipocos años escribía versos sobre la historia canadiense del siglo 19, alternados con poemas sobre el amor, la familia y el paso del tiempo. En el tríptico de cuentos que abre Nueve cuentos malvados, Atwood recupera ese ambiente de juventud, que trajinó junto a poetas y bohemios de diferentes linajes. En su gran mayoría son hombres que bebían de prestado, sobreactuaban existencialismo y explotaban sentimentalmente a mujeres que se ocupaban de pagar las cuentas y de cuidar su deseo, el de ellos, claro. Como dice Constanza, una de las protagonistas de la saga: “Las chicas de entonces hacían esas cosas: se desvivían por salvaguardar la genial concepción que tuviera de sí mismo el chico de turno”.
En el tríptico de la Cafetería Riverboat, como llama Atwood al sitio donde se amontonaban poetas en Toronto en los sesenta, los personajes, que saltan de un cuento al otro, miran el pasado desde un presente con arrugas, próstatas hinchadas y alucinaciones generadas por el ácido lisérgico de la vejez. Al igual que en su libro de ensayos Under the thumb, Atwood se ríe de la solemnidad de los poetas de su época, capaces de burlarse de su novia porque escribía fantasy –como ocurre en el maravilloso “Alphilandia”–, pero ineptos para hacer un té sin azúcar o para lidiar con su ego sin lastimar a la persona que dicen amar en sus textos.
La mirada de Atwood sobre el pasado, mejor dicho, la mirada de sus personajes, no es nostálgica. No lo cristalizan en formas ideales ni lo dejan guardado en un cajón, como un álbum de fotos para repasar en los aniversarios. En los cuentos, hermosamente malvados, el pasado es reelaborado desde el presente; el recuerdo moviliza a los personajes, los pone en acción. Sucede en “La Dama Oscura”, donde el funeral de un antiguo amor deviene en la liberación de un rencor avinagrado entres mujeres que compartían amante. O, con mayor intensidad, en “Colchón de piedra”: el encuentro casual en un crucero de jubilados entre Verna y Bob –“el Partidazo, el Bob de los barrios altos”, que camino al baile de graduación violó a la joven Verna, y abandonó en un descampado–, se convierte en un acto de justicia poética que reconcilia al lector con su dimensión más mórbida.
Lo único que los personajes de Atwood añoran del pasado son los cuerpos sanos, que no deben depender de pastillas para respirar ni de enfermeros que los acunen para ir a dormir. “Creías que con la edad serías capaz de trascender el cuerpo. Pero eso sólo se consigue a través del éxtasis, y el éxtasis se alcanza a través del cuerpo precisamente. Sin el esqueleto y la nervadura de las alas, no hay vuelo”, se dice Wilma, la protagonista de “A la hoguera con los carcamales”, quizás el mejor cuento de un libro de cuentos muy buenos. Wilma, que padece el síndrome de Charles Bonner que le hace ver enanitos imaginarios, debe escapar junto a Tobías, su romance de geriátrico, de una grupo de jóvenes con caretas de bebés que asedian a viejos y viejas hasta la muerte, como si fuese una adaptación libre del clásico Diario de la guerra del cerdo.
Otra de las virtudes de Nueve cuentos malvados es la versatilidad de géneros que trabaja Atwood en un mismo volumen. Pasa del thriller duro y puro en el ingenioso “El novio liofilizado”, al gótico en “Lusus naturae” o al realismo intelectual –por llamarlo de algún modo– en “La mano muerta te ama”, donde un contrato firmado por necesidad y urgencia en los años universitarios, condena a un escritor de best sellers a actualizar mes a mes las presencias de sus antiguos compañeros de cuartos. Nueve cuentos malvados es un libro ecléctico, compuesto por ficciones escritas en diferentes contextos, a pedido de revistas y antologías, que son enhebradas por la prosa pícara, elegante y reflexiva de Atwood.
Durante el principio del siglo 20, la maldad como elemento estético estuvo vinculada al Expresionismo, que ponía el foco en la percepción de la catástrofe moderna que estaba a la vuelta de la esquina. A lo largo de su obra, Atwood toma dimensiones del expresionismo y de la ficción especulativa para decirnos que la maldad llegó hace rato, que ya no es necesario anunciarla, que en el nuevo siglo está aquí, entre nosotros. “La belleza tiene su lado oscuro”, dice en la primera página del libro, “igual que las mariposas venenosas”.
En sus Nueve cuentos malvados los personajes encuentran el veneno en la persona que aman, en la mano amiga, en el perro que les mueve la cola, como sucede en el cuento “Sueño con Zenia, la de los colmillos rojo brillantes”. Y, sobre todo, sienten recorrer el veneno en sus propios cuerpos, gastados, vencidos, pero que aún tienen la fuerza necesaria para hacer una última maldad. O, al menos, para imaginarla.