La evidencia está en los noticieros en blanco y negro, en las obras maestras del reportaje de guerra, en las toneladas lineales de imágenes de lugares como Kursk, Anzio, Iwo Jima o Berlín. Ahí se ve, jóvenes para siempre, a soldados ingleses, alemanes, rusos, americanos, franceses, japoneses y varios, varios etcéteras, peleando la mayor guerra jamás vista. Van con un uniforme de brin, un casco de metal, un cinturón y botas de cuero, un arma en la mano. A lo sumo, se molestan en colgar de la cintura una cantimplora, alguna granada, cargadores, un puñal. Si se los ve con una mochila, es chiquita como las que usan hoy los chicos, o una bolsa con tres piolines, a la rusa. Esa era gente que ganaba sus guerras sin accesorios, durmiendo en el suelo, comiendo lo que hubiera.
Los países por los que peleaban no habían inventado lo que Estados Unidos inventó a partir de los años sesenta y sobre todo al profesionalizar sus fuerzas armadas, eliminando todo servicio militar. Para la Francia de 1940, para la Gran Bretaña de Churchill, para el Japón de Hirohito, para la URSS amenazada de exterminio, para los Estados Unidos después de Pearl Harbor y para la Alemania después de Stalingrado, la guerra era un peligro existencial, una carga atroz. Pagar una guerra era fundirse, empeñarse por años. Pero arrancando en Corea, acelerando en Vietnam, afirmándose en la guerra fría y la colección de guerra imperiales que no se podían perder, Estados Unidos transformó la guerra en un negocio espectacular. Fue el triunfo de lo que el presidente Eisenhower, que era general y había comandado Europa en la segunda guerra mundial, llamó el complejo industrial militar.
La carga de todo esto la llevan, literalmente, los soldados americanos de hoy, que van como burros llevando encima hasta 70 kilos de equipo obligatorio. Que necesiten todo es debatible, porque últimamente si un americano muere en combate es porque lo mató un insurgente en chancletas y de civil, armado con un Kalashnikov usado, una bolsa de pan y una botella de agua envuelta en un trapo. Pero lo que no queda duda es que equipar al marine o al infante moderno puede costar hasta 17.500 dólares, un negocio soñado para más de uno.
Esto se gasta en darle una armadura, rodilleras, coderas, antiparras, máscara antigás, radio, visión nocturna, guantes con tejido antiflama, un casco de kevlar y una carabina modular M4 con más accesorios que una Ferrari. Para darse una idea, el casquito de plástico laminado le cuesta al ejército, que los compra de a centenares de miles, 322 dólares, la radio 580 y el chaleco antibalas 1620. La mochila llena de cachivaches cierra a 1031 dólares y los borceguíes a 105. El fusil básico bajó de los 1200 que cobraba cada uno la Colt, su creador, a 700 y ahora a 642 en la última licitación, que compró 120.000 unidades por 77 millones. Esta baja subraya el sobreprecio que se paga por la munición, que se calcula en 787 dólares por hombre para que salga en descubierta, nomás. Y por supuesto, falta considerar la cantidad de cosas que se le pueden adosar a un M4: dos tipos de lanzagranadas, dos tipos de agarres frontales, tres tipos de mira laser, dos tipos de mira telescópica, de cerca y de lejos.
A todo esto, lo más barato es el soldado raso, que gana cincuenta dólares por día –una miseria en Estados Unidos- más un extra de cinco si está en una zona de combate. Que el negocio no es para el que lleva la mochila queda claro cuando se calcula el costo total de tener un hombre bajo bandera en una unidad de combate. La OTAN calcula un promedio de 180.000 dólares por año por persona, cifra en la que los 26.000 anuales de salario básico es lo de menos. Cada soldado en operaciones en Afganistán le cuesta a Washington 2.100.000 por año.
Roosevelt se debe estar revolviendo en su tumba viendo estos gastos. Cuando el presidente mandó tropas a medio mundo, cada soldado llevaba 170 dólares encima, a moneda corregida y actualizada. Los GI iban con un casco metálico, pesado e incómodo, un rifle M1 que pateaba como una mula, borcegos de cuero, ropa de algodón, un cinturón con bolsitas para cargadores y un Zippo. Para Vietnam, el costo de cada hombre equipado ya había subido a 1112 dólares, en buena parte porque los fusiles M16 costaban casi 600 cada uno. Vale la pena anotar que Estados Unidos movilizó 11.300.000 hombres y mujeres en la segunda guerra mundial, y 2.300.000 en Vietnam, pero hoy apenas araña los 800.000 en unidades de combate.
Quien tenga vocación de estudiar estas cosas puede encontrar en internet –cuando no- un vívido debate sobre la cantidad de cachivaches que lleva encima un infante. Según un estudio encargado por el mismo Pentágono, un soldado no debería llevar encima más que el 33 por ciento del peso corporal. En promedio, esto significa que en todo concepto un soldado no debería cargar más de 27 kilos y una mujer bajo bandera hasta 20. El estudio se encargó porque los soldados llevan hasta el 60 por ciento de su peso encima, con picos absurdos como el final del examen de oficiales de los Marines, en que los candidatos tienen que marchar quince kilómetros en menos de tres horas, cargando setenta kilos de equipo encima. Alguien se debe haber acordado de los soldaditos de la gran guerra, tan livianos ellos, y hasta haber recordado que los legionarios romanos caminaron medio mundo conocido llevando hasta la mitad de su peso, contando las armaduras de metal martillado.
El informe fue prolijamente ignorado porque sacarle equipo de encima a los soldados significa cancelar contratos, algo que de ninguna manera es una opción. No asombra que los militares estén invirtiendo en soluciones más caras y lucrativas, como robots de carga que le lleven el bolso al pelotón, o exoesqueletos como los de la película Elysium para que cada uno sea un superhombre cargado de accesorios.
Mientras, en el resto del mundo en el que se acuerdan que la guerra es un sacrificio más que una industria, los costos son otros. Los chinos ponen un soldado en el campo con 1523 dólares, y la principal crítica que les hacen –y aceptan- es que hay muy pocas radios como para coordinar movimientos. El precio es relativamente alto porque el arma de combate, el Modelo 95 –nieto o bisnieto de un Kalashnikov- cuesta 4300 yuan, unos 700 dólares.
Pero si se quiere una comparación precio-calidad que desgaste la excusa americana de “lo nuestro es más avanzado”, hay que ir a Rusia. Moscú acaba de presentar la super-armadura integrada Ratnik-2, un sistema que consta de casco, chaleco antibalas, radio, antiparra inteligente con visor infrarrojo y de visión nocturna, tanquecito de agua con filtros, un botiquín y hasta una bolsa de dormir. Esta pieza pesa apenas 20 kilos y cuesta 3500 dólares, mayorista, pero le resulta tan cara al Kremlin que la van a usar únicamente los comandos de las fuerzas especiales. Al final, son los rusos los que saben de economía y los especialistas en defensa ya se acostumbraron a ver equipos de rendimiento comparable al occidental, a un tercio del costo. Por ejemplo, el nuevo supertanque Armata, que no llega a los cuatro millones de dólares y es el par de cualquier cosa que produce la OTAN a doce millones.