Miguel Landhe vive en París desde que salió de la cárcel. Es hincha de River y su ídolo de toda la vida fue un nueve de la década del setenta, que sólo los muy fanáticos  pueden recordar. De apellido Montemarani,  flaco, alto, torpe y desgarbado, fue goleador de la reserva y jugó muy pocos partidos en primera. Luego, quedó convertido en una anécdota que Miguel revivía como crack cada vez que relataba, desde su celda en la prisión de Magdalena, partidos imaginarios de su querida banda roja.

Pero no es por Montemarani que sus compañeros recuerdan a Miguel cada vez que se juntan para matear y lamerse las heridas que aquellos años les dejaron.

Miguel ocupó durante buena parte de ese tiempo de cautiverio la última celda en el pabellón nueve de esa prisión militar, y desde ahí contagiaba a todos su alegría.

Junto a Miguel Ortiz, eran los dos ciudadanos franceses a los que el Cónsul de ese país visitaba para interesarse por su estado, pero en esos años ese tipo de contacto, lejos de ser un privilegio, era una causa para sufrir represalias extras.

El director de la cárcel, coronel Romero, recibía al Cónsul en sus oficinas, compartían el té y la charla sobre polo y caballos de carrera, a los que ambos eran adictos. Luego el Cónsul hablaba con los dos migueles y ellos les denunciaban las torturas y privaciones a los que eran sometidos. El Cónsul desconfiaba de los prisioneros y no de los militares, que tan bien lo recibían y agasajaban.

Cada noche de cada día en que eran visitados por el Cónsul, los dos franceses eran sacados de sus celdas y sometidos a golpes y humillaciones. Al grito “de acá no hay Cónsul que valga”, los gendarmes se ensañaban con ellos al punto de obligarlos a pedir al diplomático que suspendiera sus visitas.

Pero tampoco es esto lo que perdura en la memoria de los compañeros de Miguel Landhe.

Una tarde de domingo, en la mitad del hastío, el grupo de presos políticos del pabellón nueve entabla una conversación a los gritos, de celda a celda, sobre un tema que no puede comprometerlos frente a sus carceleros. Los presos discuten cuál es el mejor método para enseñarle a hablar a un loro.

Cada uno tiene su receta y los compañeros del interior se lucen más que los porteños en esas sabidurías.

El tucumano Maza dice que hay que encerrarlo en un cuarto oscuro y repetirle muchas veces lo que uno quiere que el loro diga.

Osvaldo López, que es cordobés, no está de acuerdo, y dice que hay que acariciarle el pico con sal mientras se le enseña la frase. No, no, tercia el Tano Giusti, que afirma haber tenido un loro que se hablaba todo y que aprendía tomando sorbitos de ron cubano. Hay que emborracharlo, grita queriendo convencer al resto.

Así va pasando esa tarde de domingo en el pabellón nueve, que es húmedo y muy frío, donde una guardia tolerante permite a los presos transcurrir las horas con una discusión que no definirá el curso de la lucha de clases pero sí la posibilidad de que un loro hable más y mejor que otro.

Miguel nunca tuvo loros, pero grita desde el fondo que cuando salga en libertad se comprará uno para que lo acompañe por la vida. Aunque no sabe si el loro preferirá hablar en francés o en castellano, no es ésa la duda que lo inquieta. Cuando se acababa la discusión y cada uno había dado su método, Miguel dispara desde su celda del fondo: “Compañeros, una pregunta. ¿Una vez que el loro aprendió a hablar, se limita a repetir siempre la misma frase que uno le enseñó, o se puede mantener con él una conversación?” Ya está dicho, tarde se da cuenta Miguel que no tiene retorno.

Hoy, desde París, manda fotos y grabaciones charlando con su loro para que sus compañeros, cuarenta años después, sigan explotando de risa. Su loro es bilingüe, dice Miguel y consta en las grabaciones, habla francés y castellano con la misma soltura. Lo que nunca revela Miguel es el tenor de las conversaciones que sostienen. Ni por cual método se decidió de todos los que se discutieron aquella fría tarde de otoño en la prisión de Magdalena.