Abro la heladera para buscar el agua tónica, la cierro y ahí está, impreso en la puerta, el título de esta canción. Todavía no sé que es un nombre ni una canción. En este momento me llama la atención la adherencia del adhesivo de color sobre el metal laminado y el contraste brillante entre el vinílico y la pintura. Tengo dieciocho años y estoy en la casa de mi amiga Celeste, es casi medianoche y están por llegar nuestros amigos, infaltables en la tarea de sumergirse en la escena nocturna de la Buenos Aires del 2002 o 2003. 

Fiestas en garajes, clubes de barrio, edificios en construcción, casas a ser demolidas, iglesias de marineros finlandeses, salones de baile de los años 50, PHs con muebles corridos contra la pared, oficinas de alquiler en microcentro, fábricas recuperadas. La cresta de la autogestión en la cultura alternativa se potencia con la avidez de esos años en los que estás convencida de que estás entrando al mundo por la puerta grande. Un portón enorme y dorado, que está hecho para vos. Aunque es pesado y brillante como el oro que se esconde adentro de una piedra, se abre cuando te acercas y siempre que se abre suena esta canción. Del otro lado, una alhaja de luz. 

Justo antes de salir, cumpliendo un rito impostergable, suena “Tiger Stripes” y los cuatro bailamos agarrados de la mano en un living con parquet de un dos ambientes. ¿Qué era esto? Para ser electrónica era rockera, para rockera demasiado disco, para disco bastante desarmada... Desgranada entre distintos instrumentos que se iban presentando uno por uno: congas, gritos de jungla, voces que cantan o que hablan, guitarra eléctrica, bajo, claps, trompetas y al final, un sintetizador. Si tenemos suerte, en el medio de la noche y en el centro de la pista, volveremos a encontrar al tema del gran Arthur. Así lo llamamos, solo por el nombre, como si fuera uno más y, en secreto, siempre lo esperamos. Arthur Russell, con el seudónimo Killer Whale, compuso y grabó este tema el mismo año en que nací. 

A pesar de que ya a comienzos de los 2000 teníamos internet en nuestras casas, Arthur siempre implicaba una búsqueda difícil, infructuosa. Murió joven en 1992 habiendo editado un único disco solista y dejando muchísimas grabaciones dispersas en estudios de Nueva York o en la casa de sus padres en Minnesota. Esa casa daba a un lago hasta el que Arthur, a los veinte o veintiún años, arrastraba una silla del comedor y se sentaba a tocar el cello, en la orilla, de frente al agua. Esa foto sí la vi en internet: está sacada al mediodía, quemada por el sol, al fondo descansa sobre la arena una canoa roja. No es raro, entonces, que cada tanto salga algún nuevo disco suyo con cintas que encontraron en el fondo de un cajón. Tesoros escondidos, joyas hechas polvo, cofres debajo de la cama. El que solo pudiésemos tener retazos erráticos de su producción nos lo volvía, por el contrario, cercano, lejos de lo monumental y la “grandiosa obra” de los “grandes artistas”. Podíamos llevar, en el bolsillo, un retacito de Arthur a todos lados. Él, nosotras, esos dos amigos que años después dejaríamos de ver, ya habitábamos un misma dimensión de trabajo infinito en la que grabaciones se sumaban a grabaciones, papeles a papeles, recortes a pinturas, y que había comenzado en ese living cuando sonaba ese tema que a cada play parecía componerse de nuevo, incansable, pieza por pieza. Un collage musical, pero bailable.

Ahora estoy caminando por un barrio periférico de la ciudad de Chicago. Son cuadras y cuadras de casas de no más de dos plantas y un jardincito por delante. Estamos a mediados de octubre y el vecindario, de un modo implícito y evidente, compite por la mejor instalación para Halloween. Entre calavera y calabaza, busco “disquerías” en el mapa, sin expectativas de encontrar este tipo de locales en un barrio tan de casas. Pero hay dos, cuatro y una más, si camino media hora. Apenas entro, ya siento algún tipo de pertenencia o código en común. No sé qué busco, pero me acerco a las varias filas de bateas de madera y empiezo a pasar los discos rápido, empujándolos desde arriba, uno por cada dedo. De pronto, ahí está: Arthur. Es el compilado The Sleeping Bag Sessions, cuyo título retoma el del sello fundado por el propio Arthur en 1982. Son cuatro discos y “Tiger Stripes” es el segundo tema del lado A. Lo agarro y en seguida le pido al chico de la caja que lo ponga porque quiero ver si está en buen estado para llevarlo. Arthur retorna y retorna amplificado.  

Quizás este no sea el mejor tema de Arthur. Cuando investigué más en profundidad su obra, descubrí las composiciones en las que incorpora lecturas de Ezra Pound y Gertrude Stein, los trabajos de cruce poesía y música en performances junto a Allen Ginsberg, las grabaciones experimentales con cello y voces de World of Echo, el delicado y original “This Is How We Walk On The Moon” (la versión del 94) o el gran “That’s Us”, que elegimos con Matías para abrir nuestra ceremonia de enlace. Pero “Tiger Stripes” tiene toda la intensidad del descubrimiento, el brillo del deslumbramiento, la fantasía de la amistad y lo extraordinario de estar entrando al mundo por la puerta grande.

Tiempo después leí en una revista que a Arthur no le gustaba esta canción, nunca quiso figurar como su compositor, de ahí que use el seudónimo Killer Whale y que, si una la busca, “Tiger Stripes” aparece como creada por Félix, una dupla conformada por Russell y Nicky Siano. Me sentí contrariada, a Arthur no le gustaba el tema con el que a mí me había conquistado. Pero hay cosas que no hay que entender. Hay que escuchar.


Victoria Cóccaro Publicó los libros de poemas El plan (Colección Chapita, 2009), Hotel (Colección Chapita, 2012; Gigante, 2013), Eléctricos de sombra (Fadel & Fadel, 2016) y El mar (Lomo, 2018). Es docente de Teoría y análisis en la carrera de Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes (UNA) y coordina el área de literatura del espacio cultural La Sede, donde es curadora del ciclo Procesadores de Textos, en el que investiga la relación entre poesía y sonoridades. Codirigió la revista y editorial El Niño Stanton. Como bajista, integró la Orquesta Atípica Catalinas Sur y los grupos musicales El Pony Infinito, Laboratoriosdelfín y Agua Viva, entre otros. Hoy se la podrá escuchar en la última función de Capítulos editoriales, obras por encargo que cruzan música y poesía: “Decir” de Victoria Cóccaro y Francisco del Pino, junto a “Blíster”, de Martín Dubini y Luis Naón. En la sala del Tacec de La Plata, 9 y 53. A las 19.