Desde Río de Janeiro
"Habla inglés y español, es amigo de la familia Trump, viajó por el mundo". Así justificó el presidente brasileño Jair Bolsonaro la intención de nombrar a su hijo, el diputado Eduardo, para ocupar el puesto de embajador en Washington. A la mañana siguiente, el elegido agregó otra credencial a las mencionadas por el papá presidente: "Conozco bien el país, ya preparé hamburguesas en el estado de Maine, bajo mucho frío". Y Bolsonaro padre agregó otro argumento para justificar su idea: “Es como si el presidente Mauricio Macri indicara un hijo para ser embajador de Argentina en Brasil. Tendría, claro, un trato especial’.
La de Washington es la embajada más importante para Brasil, y ha sido reservada siempre a diplomáticos con larga experiencia. De confirmarse lo anunciado, por primera vez alguien será nombrado por saber inglés y español y haber viajado mucho. Antes que alguien le preguntara si una azafata que hable varios idiomas y ha viajado mucho más no sería mejor para el puesto, Bolsonaro aclaró que no estaba nombrando al hijo por ser hijo, sino por tener las condiciones requeridas.
No pasó inadvertida una coincidencia nada casual: desde abril la representación en Washington está sin titular. Y un día antes del anuncio divulgado por el papá presidente, Eduardo cumplió 35 años, edad mínima exigida por ley para que alguien sea nombrado embajador. A la mañana siguiente, el matutino conservador O Globo dijo que anónimas "fuentes del gobierno" afirmaron que Trump había decidido nombrar a su hijo embajador en Brasil. Nadie logró confirmar la información.
No ha sido la única perla de la semana: otras dos llamaron la atención. En un país que tiene legislación durísima contra el trabajo infantil, y vive bajo la lupa de organismos internacionales que tratan del tema, Bolsonaro dijo que empezó a trabajar a los diez años y que "el trabajo dignifica al hombre". Y al otro día, en un culto de autonombrados pastores evangélicos, dijo que cuando le toque nombrar a alguien para el Supremo Tribunal Federal elegirá a uno que sea "terriblemente evangélico". Dicha declaración refleja el profundo malestar presidencial a raíz de la decisión de la corte suprema que declaraciones e iniciativas homofóbicas sean consideradas actos criminales. Bolsonaro concluyó la frase con una afirmación tajante: "El Estado es laico, pero nosotros somos cristianos".
Los criterios en los dos casos – nombrar a un hijo para el puesto diplomático de mayor relevancia porque viajó mucho y elegir a un nuevo integrante de la corte suprema tomando como base la religión practicada – indican la pérdida de rumbo de un gobierno cuya capacidad de extravagancia supera a cualquier otro en la historia de la República. Si Bolsonaro efectivamente designa a su hijo en la embajada, surgirán obstáculos para que el nombramiento sea efectivo: se trata no solo de nepotismo descarado, como de la elección de alguien que irremediablemente no tiene ninguna condición para el puesto. La designación tendrá de ser refrendada por el Senado. ¿Habrá resistencia?
Mientras la opinión pública se distrae con las extravagancias del ultraderechista, el país retrocede aceleradamente en varios aspectos determinantes. La cuestión ambiental, por ejemplo, que se agrava a cada semana, quizá el punto más sin retorno de semejante saga. La destrucción de inmensas áreas bajo protección aumentó de manera escandalosa, y seguramente tendrá consecuencias en el comercio exterior, especialmente con países europeos.
También la política externa, bajo el comando de un diplomático mediocre y fundamentalista, adopta iniciativas alarmantes. La actuación de Brasil en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU provocó sorpresa e indignación en antiguos aliados, al alinearse a países islámicos en temas de derechos sexuales y reproductivos, principalmente los relacionados al matrimonio infantil forzado. El vuelco en la posición brasileña tradicional le costó al país ser ampliamente derrotado al lado de Egipto, Arabia Saudí y Paquistán. También la sumisión extrema a los dictámenes de Washington destroza parte esencial de la tradición diplomática brasileña.
Retroceso en política externa, política ambiental, política educacional. Retroceso en la economía, en la política jubilatoria, aniquilación de la política cultural.
Mientras, siguen goteando revelaciones bombásticas sobre la actuación del entonces juez y actual ministro Sergio Moro. A esta altura, no hay espacio para dudar que Moro, el verdugo del ex presidente Lula da Silva, actuó como coordinador de la fiscalía. Su complicidad se extendió a los magistrados de segunda instancia, revelando una de las más escandalosas farsas jurídicas de la historia brasileña. Nadie sabe qué rumbo tomará el caso en agosto, cuando la corte suprema vuelva a reunirse.
Mientras tanto Bolsonaro sigue destrozando lo que se construyó a lo largo de décadas.
¿Hasta cuándo aguantaremos semejante aberración?