En 1990, reunido con un grupo de universitarios en New York, Martin Luther King III, hijo mayor del líder de los derechos civiles de la comunidad afro en Estados Unidos, declaró que “algo debe estar mal” con gays y lesbianas porque “cualquier hombre que tenga un deseo de estar con otro hombre tiene un problema, en mi opinión. Y eso aplica a cualquier mujer que tenga un deseo de estar con otra mujer”. En aquel momento, activistas LGTB mostraron su enojo, pidieron una entrevista con quien quería seguir la carrera política de su padre, para dialogar sobre sus opiniones homofóbicas. Tras el encuentro, Martin Luther King III se retractó públicamente y aclaró que era una opinión “desinformada e insensible.” Lo más sintomático de aquel incidente es el lugar negativo que ocupaba la diversidad sexual incluso para una persona dedicada a los derechos humanos. Y al revés sucedía lo mismo: la comunidad LGTB en Estados Unidos había desarrollado un activismo blanco y clasemedia, como estrategia equivocada de asimilacionismo para construir una imagen “positiva”, que terminaba siendo más excluyente que inclusiva. El movimiento queer, que en ese momento adquirió mayor presencia social, puso en crisis algunas de las ideas y formas de representación de la diversidad sexual por la cultura oficial LGTB para demoler las distancias que había entre, hasta ese momento, prácticas políticas, sociales y estéticas. Todo esto sucedía en la era pre-internet, en centros urbanos como Nueva York y, por lo tanto, tenía más bien poca o nula llegada y predicamento en los millones de rincones donde ese conflicto asfixiaba la vida cotidiana de muchas personas. En 1990, Barry Jenkins y Tarell Alvin McCraney, director y guionista respectivamente de Luz de luna, vivían en un barrio negro y pobre de Miami llamado Liberty City, donde estaban rodeados por quienes pensaban como Martin Luther King III pero, no solo nunca pidieron disculpas, sino que impusieron sus ideas a fuerza de una violencia expansiva.
Vida & obra
Tarell Alvin McCraney se convirtió en la última década en un dramaturgo prestigioso y premiado, llegó a realizar una residencia en Inglaterra en la Royal Shakespeare Company, y sus obras se estrenaron simultáneamente en New York y Londres. Cuando escribió In Moonlight Black Boys Look Blue, una obra autobiográfica como proyecto estudiantil, fue la primera vez que usó su infancia queer en Liberty City como base para la creación del drama. Hasta ese momento, la ficción fue refugio en sus obras y modelo para cimentar su carrera; ahora la violencia de las memorias del niño que creció a golpe de bullying por puto en un barrio marginal se imponía en la escritura. Pero la obra quedó inédita, encajonada, como un desvío, como un testimonio archivado. Es que no existía ni siquiera tradición de representar de esa forma una ciudad de Miami. Además, la obra era bastante amorfa, parecía ubicarse en un lugar intermedio entre ser un guión de cine y un texto teatral, así que siguió por en total orfandad durante años. Hasta que el joven cineasta Barry Jenkins se cruzó con la obra mientras investigaba para su ópera prima, Medicina para la melancolía, y así se generó la semilla de su segunda película, que tardó ocho años en poder realizarse, porque la obra ya tenía signado su camino difícil. El problema era la imposibilidad de conseguir financiación para una película que retrata la violencia y la marginación de ser pobre, negro y puto desde una narrativa que fusiona la distancia y la estilización, con una progresión dramática poco convencional. Pero del centro mismo del cine comercial surgió una posibilidad inesperada: a la productora de Brad Pitt le interesaba financiar la película. Mientras buscaba fondos, Barry Jenkins nunca había pensado en esa posibilidad, pero tal vez fue el actor quien vislumbró lo que iba a pasar: tras el estreno del año pasado la película fue un éxito inmediato de crítica y luego comenzaron a llover premios en festivales, incluyendo el premio a Mejor Actor en el Festival de Cine de Mar del Plata, con la culminación de las ocho nominaciones al Oscar. De los más marginales suburbios de Miami a trepar a la cima de la colina de Hollywood; de ser una obra muerta, literalmente metida en un cajón, a estar en el centro de las apuestas por las estatuillas más preciadas del glam del cine industrial. Un recorrido que tiene la marca de una épica cinematográfica, como algunas películas que protagoniza Brad Pitt, pero acá no hay ni una estrella mainstream delante de la cámara. Lo que hay, sí, es una luna que ilumina otras realidades.
Visibilidades
Aunque no se conocieron durante su niñez y adolescencia, el director Jenkins y el guionista McCraney vivieron en el mismo barrio y fueron a las mismas escuelas. Y una idea primaria del proyecto fue volver a ese territorio, a las calles de la infancia, filmar en locaciones marginales que no tenían representación en el cine. Una Miami inédita, que está lejos de la Florida soleada de playas blancas. Volver a las calles de Liberty City no solo implicaba usar un barrio pobre como decorado, sino incorporar las voces que estuvieron marginadas, que nunca fueron amplificadas por un parlante. “La comunidad realmente tomó posesión de la película. La primera voz que escuchás en la película no es uno de nuestros actores, no es Mahershala Ali, es la voz de un chico que fue a un centro comunitario al casting abierto que realizamos. Creo que eso pone un sello en la película”, dijo el director Jenkins. Primero la voz de la calle, la que abre y guía la narración, la palabra de un niño que luego se conjugará en otras, para hacer un retrato comunitario, nunca centrado en una voz, sino en un diálogo grupal. Visibilizar lo plural es un desafío de la película pensando en aquello que Truman Capote llamó “otras voces, otros ámbitos”. Según Jenkins, como los habitantes del barrio “nunca pensaron que entrarían en un cine y se verían en la pantalla. Cuando tenés tal falta de representación, tanta falta de imágenes, dos cosas pueden suceder. O empezás a sentir que no tenés voz, o las personas que no viven cerca tuyo pueden comenzar a pensar que no existís, que sos invisible. Cuando surgen imágenes para llenar esa carencia, cobran una importancia fundamental.”
“Una comunidad es tan fuerte como las historias que cuente de sí misma”, dijo el guionista, que si bien nunca antes había retratado su pasado en Miami, ahora tiene dos o tres proyectos en curso que transcurren en un perímetro de pocas cuadras del barrio donde se crió. “La gente dice: ‘He estado en Miami, y eso no es Miami’. Algunos incluso me dijeron literalmente “pero no hay muchos negros en Miami”. Florida es el tercer estado con mayor población negra en Estados Unidos, aunque por supuesto nadie se daría cuenta viendo solamente fotos de Orlando.”, dijo el guionista en una entrevista, para agregar: “Es importante que seamos representativos como personas de comunidades y no obtengamos esta idea xenófoba de vivir en un mundo homogeneizado”.
La palabra xenofobia, como muchas de las conflictos que retrata la película, tomaron un valor aún mayor tras la llegada de Donald Trump a la Casablanca. “Llevó ocho años hacer esta película, y en otra vida podrían haber sido nueve. Pero la película está aquí ahora, y parece significar cosas que no antes del 8 de noviembre. Porque ahora hay una idea de que una América aceptable, y otra que será ahogada. Y la gente está respondiendo que ‘No, otras Américas son válidas’”, dice Jenkins. La resignificación de una película era un recuerdo del pasado, una denuncia sobre marginación social del neoliberalismo más cruento de los 90, ahora se potencia como un problema de la vigente era Trump. Y en eso el guionista fue bien claro: “Algunas personas me dicen que Luz de luna es tan grande, que va a cambiar las cosas, y creo que quizás ayuda a algunas personas a encontrar respuestas. Pero las actitudes y los problemas que retrata no son históricos, están aquí y ahora”.
Narracción sin closet
Para visibilizar una comunidad desde otra perspectiva, también había que encontrar una narrativa distinta. Y McCraney la encontró en su biografía. Y por eso Luz de luna esquiva el relato clásico de la salida del clóset del niño gay, para focalizar en alguien que vivió siempre fuera del closet, porque la sociedad le destruyó esa posibilidad, lo obligó a estar a la intemperie. Desde que de muy niño le gritaron puto, desde cada golpe de bullying que lo etiquetaba como a un paria, como el Chiron protagonista de Luz de luna, fue consciente de que su identidad impuesta es estar al desnudo, incluso antes de que ese sentimiento pueda ser comprendido en toda su dimensión sexual y sentimental. “Nunca tuve un momento de salida del clóset. Especialmente porque, como pasa en la película, la gente a mi alrededor me decía que era gay. Nunca hubo un momento en que tuve que sentar a todos y tener una conversación sobre esto. Había estos pequeños momentos en que yo estaba con mi novio y tuve que explicarle a mi hermano que ese era mi novio, que no era ni un amigo ni un compañero, era mi novio. Mi hermano me dijo “ah, cool” y listo. Hubo un momento en que estaba teniendo intimidad con mujeres y con hombres al mismo tiempo, y sucedió que me di cuenta de que quería tener más que intimidad, y que quería una relación y que esa relación que quería tener era con hombres. Eso es lo que es ser gay para mí. Así que me dije OK, esto es genial y ahora entiendo por qué me llaman gay”.
Toda originalidad de la película, tanto las situaciones eróticas como el relato de un niño que busca amistad y familia mientras escapa el bullying, no son caprichos ni especulaciones para competir en el mercado del cine, son testimonios de una forma de supervivencia. “No me senté para dibujar la película de manera original, no como oposición a nada. Estaba tratando de hacer justicia a la obra de Tarell y a la vida de Tarell. No es que personajes como Chiron no existieran antes. Es sólo que en general las historias no se centran en ellos. Hubo un momento en el que me di cuenta de que había cosas pasando delante de la cámara que no había visto muy seguido, o nunca. Ver a un hombre negro acunar a un niño en el Océano Atlántico, no lo había visto antes. Esa es una imagen muy simple. No es algo que dibujas para contrarrestar un estereotipo”, declaró Jenkins, con sabiduría, dando vuelta otro paradigma. Mientras se habla de un cine gay que combate el estereotipo (que generalmente es un gay amanerado, o sea, con esa postura se negativiza a las formas de comportamiento femeninas), acá hay un cine que busca nuevos momentos, nuevos erotismos, como esos cuerpos en el mar, enfrentando a las olas, con la piel perlada de gotas, perlas negras que acarician una intimidad única, en playas que no tienen nada del Miami del sol y la piel doradas, porque los personajes habitan el contraturno, van a la playa en otros tiempos, más nocturnos, fuera del horizonte postal crepuscular. La película es queer en varios niveles, todos ellos muy íntimos, pero sin imponerse la búsqueda de dejar otra marca, sino seguir el camino de una libertad vital de su guionista, que fue respetada por el director. “Hasta Luz de luna nunca había visto en una pantalla a un hombre negro cocinar para otro. Pero yo quería que los personajes fueran libres incluso de ser ‘innovadores’ o del ‘nunca antes’. Nos atribuyeron esas cosas. No eran el punto”, dijo Jenkins. No ser original, sino respetar el origen del sentimiento.
La piel que habito
Tradicionalmente, la historia del cine discriminó a la comunidad afro desde un principio elemental: la sensibilidad que se usa para fotografiar está formateada para la piel blanca. Jenkins, aunque tiene solamente 37 años y su obra pertenece a la era del cine digital, sabe que encontrar a un buen fotógrafo para una película de pieles negras no es fácil. Siempre trabajó con James Laxton, quien crea imágenes que se alejan del realismo para adentrar en una zona donde la estilización nunca satura. En Luz de luna, Jerkins tomó una decisión visual evocativa: “El cine es un poco más de 100 años de edad, y mucho de lo que hacemos se basa en emulsión de película. Esas cosas fueron calibradas para la piel blanca. Siempre hemos colocado el polvo en la piel para embotar la luz. Pero mi recuerdo de crecer en Miami tiene una piel negra húmeda y hermosa. Y esta película está destinada a reflejar la conciencia del personaje, tanto como la de Tarell y la mía, para ser honesto. Así que usamos aceite sobre las pieles. Quería que la piel de todos tuviera un brillo que reflejara mis recuerdos.” Esa sensualidad del cuerpo negro húmedo, con un brillo suave no opacado por el polvo del maquillaje, parece remitir a Madame Satá, la película del cineasta brasilero Karim Aïnouz, que retrata la vida de la figura casi mítica de la cultura queer carioca. No sería extraño que el cineasta tuviese una inspiración en esa obra, porque los principales referentes de su cine son extranjeros. Así la estructura en tres actos de distintas etapas de un personaje está tomada de Three Times del taiwanés Hou Hsaio-hsien y el retrato de la infancia solitaria y perpleja deriva de Ratcatcher, de la cineasta escocesa Lynne Ramsay. Esas influencias asumidas se cruzan con una cámara lenta que sensualiza momentos triviales y remite al cine de Wong Kar-wai, y una versión de Cucurrucucú Paloma por Caetano Veloso que parece apuntar a Pedro Almodóvar. Es que Luz de luna mira más afuera que adentro del cine estadounidense, y parece atraer como un imán al cine queer de autor para proyectarlo en la intimidad de una historia y una comunidad nueva, dando una nueva perspectiva al pasado. Esto hace más extraño que la Academia de Hollywood haya reconocido el talento en esta película, nominándola a ocho estatuillas, siendo Jenkins el cuarto director afroamericano en ser nominado al Oscar y el primero en acuñar las tres nominaciones principales como guionista, como película y director. ¿Será que la culpa por las pocas o nulas nominaciones a personas afroamericanas en las ediciones anteriores del Oscar terminaron capitalizadas por Luz de luna? Tal vez, aunque es difícil de comprobar. Lo cierto es que la película tiene valores notables que la Academia reconoce en las nominaciones y no tanto después, a la hora de premiar. Posiblemente, la historia cambie esta vez. Y tal vez eso sea gracias a la gran oposición a Trump en el mundo del cine. Pero Jerkins, cuando le preguntan por ser un cineasta negro que accedió a una nueva marca dentro de los Oscars, tiene un pensamiento crítico: “Tengo una sensación agridulce. Yo no sería la primera persona que merece esta distinción. Estaré feliz cuando ya no haya espacio para los primeros porque significará que esas cosas ya pasaron. No entiendo cómo alguien como Spike Lee nunca ha sido nominado para estos tres premios. Pero es importante señalar que la barrera no la tengo que romper yo. Yo solo hice una película. La barrera la pone la Academia.”
Tres veces queer
Retrato triangular, Luz de luna es un prisma identitario cuyos lados están interpretados por tres actores que encarnan la infancia, la adolescencia y la juventud de una misma persona. Pero lejos de buscar que los actores se parecieran, cada intérprete aporta una corporalidad diversa: un agil niño casi miscroscópico llaman Little; un adolescente esmirriado, desarticulado y torcido larguirucho que apodan Black; un musculoso, redondeado y adornado joven que se llama Chiron. Las tres caras de una geometría del zigzag que, en su mutación, en la imposibilidad de reconocer un recorrido recto en esos tres cuerpos, ya hay una forma de ser queer, de no tener una idea monolítica de la personalidad. Esta manera de ruptura del conductivismo y psicologismo propio de la ficción del manual del personaje del cine mainstream fue deliberada desde el momento en que ninguno de los tres actores vio el trabajo interpretativo de los otros, y cada uno desarrolló su impronta gestual y dramática frente a la mirada liberadora del cineasta. Si Judith Butler, como pensadora queer, propuso una salida de la identidad, convocando a dejar la idea de lo idéntico y de la noción totalizadora del yo, tal vez esta película de McCraney & Jerkins sea el salvoconducto para sacudirse aquella cristalización petrea del yo. Representar la propia sexualidad y la piel desde lo múltiple, lo cambiante, dejar en orsai al estigma. El sueño sexual del personaje adolescente Black es con su amigo Kevin cogiendo con una mujer: no se trata del típico sueño homoerótico, donde la femenino está excluido. Es un deseo de erotismo queer, entre lo bisexual y lo gay, sin estar encapsulado en las imágenes tradicionales. Por eso el personaje lo vive como un sueño agitado, no con la sensación de placer convencional: el sexo al mismo tiempo que seduce también desestabiliza, está en ese lugar onírico entre la pesadilla y la ensoñación. La inquietud del erotismo monstruoso como celebración del sexo queer. El propio sentimiento actual del guionista interpela desde un lugar fuera de la identidad dada y adentro de la polivalencia erotómana: “De niño, al igual que en la película, me habían llamado puto y me habían dado los atributos de un gay en un momento en el que ciertamente no tenía sentimientos sexuales hacia hombres o mujeres. Y entonces empecé a confundirme. Porque cuando empecé a tener atracción sexual me atraía todo el mundo, ¡encontré a todo el mundo atractivo! Y todavía me pasa.” La única escena de sexo de Luz de luna es en la oscuridad lunar de una playa, de cara al mar, con la espuma de las olas y el semen fundiéndose en la arena. El horizonte de esa contrapostal es una línea inestable, tiene el fluir de un mar que se funde con el cielo que nunca es un límite.