Rafael Gumucio escritor, periodista cultural, humorista y –sintéticamente– celebridad del mundo cultural chileno, se embarcó hace más de una década en escribir una biografía de Nicanor Parra. La empresa era inmensa, pero a la vez atrayente y necesaria: hacer un libro con la vida de tamaña leyenda, uno de los más grandes poetas de habla hispana, personalidad entre personalidades, el inventor de la antipoesía, poeta centenario y a la vez eternamente joven, último adalid de una familia que es casi el folclore chileno mismo, reservorio de identidad, vida y contracultura de los últimos ochenta años.
La biografía comienza con la primera vez que Gumucio visitó a Parra. Por ese entonces él tenía 37 y Parra 87, vivía en la que fue su última casa, la de Las Cruces (o, como la denominaba el antipoeta, Las +++). La primera imagen que recibe el futuro biógrafo es un Parra totalmente despeinado, la piel de bronce por el sol, las cejas levantadas, desafiantes. El encuentro transcurre durante varias horas en la tensión típica que propician estos personajes, íntimo y distante, cómplice y vigilante, todo a la vez. Entre anécdotas graciosas, reflexiones sobre palabras (“¿culear? ¿tu dices culear? nooo, yo llegué hasta planchar y ahí me quedo”) y respuestas brillantes, Gumucio escribe: “Una frase bastaba para justificar tu entrada en su reino. Como otros coleccionan pedazos de asteroides o conchas marinas, él coleccionaba respuestas, insolencias”. Al parecer se dijeron las palabras correctas y a partir de ahí comienza el relato.
Un encuentro, dos, tres, cien, mil. Durante quince años, Rafael Gumucio desarrolló una amistad profunda con Nicanor Parra que lo llevó a anotar –ya con el libro en la cabeza– todo lo que Parra tuviera para decirle. Ese vínculo es el que hace particular este libro: la información de primera mano, hace de ésta una biografía íntima, escrita en primera persona por el observador. Al mismo tiempo, la cuidadosa edición de Leila Guerriero parece ser la clave de la distancia justa y necesaria de este relato y la universalidad que consigue. Hay también entrevistas a otros que lo conocieron de cerca o que en alguna oportunidad lo entrevistaron. Amigos, familia, novias, otros poetas. La estructura va entrelazando capítulos cortos, en un orden que si bien avanza cronológicamente, se permite saltar, ir y venir, del pasado al presente. Una situación lleva a la otra con la liviandad con que un verso lleva al siguiente.
Desde su nacimiento, el 5 de septiembre de 1914 – fecha de la que aún se duda–, su dura infancia en el sur de Chile, donde Nicanor era el mayor de ocho hermanos. Su esfuerzo por ser buen estudiante, pese a las mudanzas constantes y las penurias económicas. Mientras sus hermanos cantaban en la calle, bares e incluso algunos en circos, Nicanor se quemaba las pestañas para sacar buenas notas. Su secundario en el Internado Barros Arana en Santiago (un maestro de aquellos años anotó sobre él “este niño manifiesta un ansia morbosa por sobresalir”) donde hizo buenos amigos y contrincantes intelectuales. Y donde escribió Gato en el camino, su primer y desconcertante texto –era un cuento– que marcó la senda de la incorrección, la humorada, el desafío, o salto mortal que era para él la escritura. La decisión de licenciarse en Matemática y Física. Y luego los viajes, múltiples viajes de estudios a Inglaterra y Estados Unidos donde terminó de cultivar su perfil hosco, algo melancólico y muy serio, un poeta atípico. Tiempo más tarde – para tomar distancia con el “único” poeta de su país, el celebrado oficialmente, Pablo Neruda– se convertiría en un antipoeta.
Al leer su biografía, uno de los primeros interrogantes que surgen es ¿Por qué se dedicó Parra a las ciencias exactas durante décadas si lo que quería era escribir? Escribe Gumucio: “Creía de verdad que los poemas eran ecuaciones. Para él los escritores son como físicos que buscan fórmulas que anulan las fórmulas de físicos anteriores. La idea de que la tradición va, como las hojas muertas, integrándose a la tierra fértil, le resultaba incomprensible. Quería como cuando tenía veinte años, la fórmula a la que ninguno de los otros inmortales podía acceder.”
Al mismo tiempo que se cuenta la vida, se toma nota de la salida de cada uno de sus libros y lo que ellos implicaban en su obra: desde Cancionero sin nombre (1937) hasta Antiprosa (2015), una bibliografía prolífica que incluye su célebre Poemas y antipoemas (1954), Versos de salón (1962), Obra gruesa (1969), Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1977), Chistes para desorientar a la policía (1983), Poesía política (1983), Hojas de Parra (1985), entre otras obras; pasando por cada uno de sus proyectos más experimentales como los delirantes montajes Quebrantahuesos (1952, junto a Enrique Lihn y Jodorowski,) las geniales postales con un dibujo y una frase publicadas en un libro llamado Artefactos (1972).
Gumucio va atravesando esa vida a través de escenas: Parra docente universitario; Parra y sus desencuentros con la izquierda; Parra en Rusia; Parra haciendo teatro político en una carpa en plena Dictadura; Parra tomando el té con la esposa de Nixon; Parra hippie; Parra y sus múltiples esposas; Parra leyendo a Mayakovski, a Whitman y a John Donne; Parra premiado, celebrado, reconocido; Parra coqueteando con hacer titulares para el ácido The Clinic; Parra disertando sobre el Nobel a Bob Dylan; Parra traduciendo Rey Lear; Parra sordo, malhumorado y centenario, cantando a los gritos canciones de su hermana Violeta. Sus múltiples amores, viajes, hijos, las peleas con ellos, las peleas con sus hermanos, las peleas por el patrimonio de Violeta e incluso del suyo propio, que ya se veía venir. Encuentros con Roberto Bolaño, quien con su cariño y admiración lo elevó de la poesía regional y propulsó a la órbita de la literatura mundial.
Una pregunta crucial que se hace el biógrafo en algún momento de las 493 páginas magistralmente escritas de esta biografía emocionante, aguda, demencial: ¿Cómo resumir todo lo que sé de Parra y todo lo que no sé, lo que nadie sabe, lo que él mismo ya se olvidó?” La vida de un poeta que logró ser siempre nuevo, siempre otro, siempre él mismo. Sobrevivir y esquivar hasta su propio centenario, su propia canonización, viviendo hasta los 103 años. Lúcido. Escribiendo casi hasta la muerte. “Era la longevidad lo que yo buscaba en la literatura. –cierra Gumucio esta nota, no el libro, que tiene 200 páginas más y termina con el propio y rocambolesco funeral del poeta– Ese sometimiento del cuerpo, del tiempo, de las propias cualidades o defectos congénitos, lo que me hizo ser escritor. Ser inmortal es lo que quería Neruda, es lo que quiere Parra, es lo que quiere Edwards, es lo que quiero yo. ¿Qué cuesta intentarlo? Todo. Todo y un poco más también”.
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