Las universidades, que desde sus orígenes se pensaron como espacios democráticos, todavía hoy se configuran como territorios del patriarcado, explica Graciela Morgade, decana de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. En este diálogo con PáginaI12, la investigadora en género y educación analiza por qué el espacio universitario reproduce una lógica de desigualdad de género que fomenta la persistencia de la segregación femenina en los cargos de poder. Además, señala el carácter androcéntrico de las ciencias modernas, lo que genera la poca oferta de instancias curriculares con perspectiva de género.
-¿La universidad está lejos aún de conformar un territorio de igualdad y justicia social para las mujeres?
-Hay un espejismo. El espejismo es la enorme mayoría de mujeres en las aulas. Eso es estadísticamente cierto, pero el espejismo sería pensar que porque hay más mujeres cambian las prácticas cotidianas, cambian las relaciones de poder o cambia automáticamente lo que se enseña. También sabemos que el patriarcado homolesbotransfóbico se defiende de muchas formas. Y algunas de las formas en las que el patriarcado se defiende y reproduce es transformando la subjetividad de las sujetas oprimidas en artífices de su propia opresión. Muchas veces encontrás mujeres que han llegado a ser académicas o investigadoras que dicen "yo jamás padecí una discriminación por ser mujer". Y cuando las invitás a mirar alrededor, cuando les decís pero vos llegaste y cuántas otras no... Sólo a través de un proceso de reflexión sobre la propia práctica, esas mujeres, aun las que llegaron a esos lugares, construyen la mirada de género, que es la mirada crítica de las relaciones de poder. Muchas veces quienes llegan piensan que llegaron por sus propios méritos, que la que quiere puede. Tal vez haya excepciones, pero las mujeres excepcionales no son el patrón de la historia. El patrón de la historia son las mujeres como grupo. Y cuando mirás a las mujeres como grupo, todavía en las universidades y en la actividad científico tecnológico hay procesos de sexismo.
-¿Cuáles son los motivos por los cuales hay una baja presencia femenina en los cargos jerárquicos en la universidad?
-Es un proceso multicausal. Una de las características del patriarcado justamente es que la concentración del poder está básicamente del lado de lo masculino. Lo masculino heterosexual, lo masculino blanco, lo masculino vinculado con una manera capitalista y colonial de construcción del poder en nuestros países de América Latina. Entonces, hay una simbólica del poder que está rodeando los cargos del poder que hace que haya por un lado una mayor aceptación o incluso un estímulo a que esos lugares sean ocupados por varones. Y por otro lado, un desestímulo, una crítica micropolítica o a veces no tan micro sino abierta a que las mujeres ocupen esos lugares. Es una cuestión cultural que tiene una subjetividad masculina heterosexual y también una subjetividad femenina, porque muchas mujeres o se autoexcluyen de los lugares o simplemente no lo ponen como su proyecto. Cuando lo ponen como su proyecto, operan esos mecanismos micropolíticos de desestímulo. Creo que hay una cuestión histórica que, poco a poco, va haciendo que esto cambie. Pero también creo que en las universidades tenemos que recurrir y de manera sistemática a las herramientas normativas, que también en el Poder Legislativo por ejemplo llevaron a la ley de paridad o en lo sindical a la ley de cupo femenino. Es decir, herramientas, leyes que podamos consensuar con compañeros y compañeras. A veces a los cambios culturales hay que empujarlos con algunas leyes.
-¿Por qué sostiene que la incorporación a los estudios superiores tuvo, para las mujeres como colectivo, un sentido igual o mayor que el acceso al voto?
-De alguna manera, acceder a los estudios superiores es por un lado romper el techo de cristal de los estudios. Por otro lado, es acceder a las profesiones y a una mejora sustantiva en sus condiciones materiales de vida. Pero además, la educación superior es el lugar en donde se produce conocimiento y también se forma a otras y otros docentes. Entonces, tanto en el campo de la producción del conocimiento como en el campo de la formación docente, también es la incorporación de una perspectiva que estuvo durante siglos ausente. Sabemos que no es suficiente con que haya muchas mujeres, pero sabemos que muchas mujeres con una mirada feminista también tensan a la investigación y tensan al trabajo en la universidad, por eso es importante que haya mujeres. El potencial no es solo para las mujeres en términos individuales o como grupo, sino también en el conjunto social por el papel que las universidades tienen en el marco del desarrollo de los países.
-¿Las universidades conservan contenidos propios del sistema sexogenérico patriarcal?
-Sí, uno de los grandes desafíos que tenemos es la crítica del androcentrismo eurocéntrico y también las expresiones sexistas homolesbotransfóbicas, que el es concepto más amplio del odio a la disidencia sexual. Estos contenidos patriarcales no son solo patriarcales, sino que son contenidos que plantean la invisibilización o bien la patologización de todas las formas de las disidencias sexuales. Y tanto la invisibilización como la patologización son formas de violencia de género, simbólica pero violencia al fin.
-A pesar de la visibilización y los avances logrados, las situaciones consideradas científicamente como “violencia de género” no son identificadas como tales por parte de la comunidad educativa. ¿Persisten aún estereotipos sexistas que tienden a culpabilizar a las víctimas?
-Bueno esa es otra cuestión que también está en construcción y es muy interesante. Históricamente, las universidades se pensaron a sí mismas como espacios democráticos, mucho más democráticos que el resto de la sociedad. Se pensaron como espacios del cogobierno, espacios de un conocimiento científico que desde una mirada positivista es pensado también como “objetivo”, “neutral”, fuera de las tensiones, fuera de las “desgracias extramundo”. Lo que los feminismos y los movimientos de la disidencia sexual han estado mostrando es que estos procesos de violencia, de discriminación, o de segregación también se producen adentro de las universidades. Las universidades como espacios educativos no solamente no pueden dejarlo pasar, sino que además tienen que tomar decisiones, porque en las aulas universitarias se están formando profesionales en todos los campos que también tienen que compartir un sentido ético en su campo profesional. Y la ética de los derechos humanos y la ética del respeto por las identidades sexo genéricas y la ética antiviolencia, son parte de una ética central en la formación de profesionales en las universidades. Entonces, los feminismos y los movimientos de la disidencia sexual están contribuyendo en las universidades a visibilizar procesos que permanecían ocultos, porque a las personas que los sufrían les daba vergüenza decirlo, les parecía que se la estaban buscando o que estaban provocando. Las universidades son espacios donde hay violencia y las universidades tienen la responsabilidad ética de hacerse cargo y de luchar contra la violencia, de formar profesionales contra la violencia y, por supuesto, por la igualdad y la justicia social.