Hay en el cuarto libro de Julia Enriquez un desencanto sincero. Su insistencia en la performance de cada poema como espectáculo del yo y sus estudios de Filosofía en la Universidad Nacional de Rosario parecen haberla convertido en una Eterna estudiante, título del libro. Publicado por la editorial Iván Rosado con un expresivo dibujo de tapa por la artista contemporánea Clara Esborraz, se presentará el jueves 25 de julio a las 20 horas en Bon Scott (Pichincha 131).

Traductora free lance y editora independiente, Julia Enriquez nació en Rosario en 1991, lo que la sitúa en una edad superadora del temido club de los 27. Publicó además Futuro brutal (2011), Nuevas pesadillas (Colección Brillo de Poesía Joven, Iván Rosado, 2012) y Ambulancia improvisada (Editorial Municipal de Rosario, 2014).

Ese libro anterior fue seleccionado para su publicación a partir de una mención del jurado integrado por Mirta Rosenberg, Mario Ortiz y Laura Wittner en el Concurso Municipal de Poesía Felipe Aldana 2013. El prestigio así adquirido por la joven poeta es cuidadosa y concienzudamente dilapidado en una nueva obra que se encuentra al filo del abismo entre lo que es y lo que no es artístico. Si no se parara ahí, justo ahí en ese borde casi suicida, es decir: sin ese riesgo, no se podría situar como contemporánea. La paradoja de saltar al margen para pertenecer es lo que tensa estas páginas rotas y como desprolijas, crispadas en una cresta punk de autodesprecio genuino.

"El único desenlace posible/ es que esta o cualquier otra ciudad/ les pasa por encima a vos y tus amigxs", vaticina Enriquez casi desde el principio, no sin antes advertir en un cauto epigrama que su gramática es la de "la mudez" y explicar en una suerte de prefacio en prosa en qué consiste aquella "gramática terrible": "Ya conseguí una autoestima saludable, mejor ánimo, algunos segundos más de paciencia, ¿dónde queda la poesía para vos? ¿En el hecho de que hayas naturalizado tanto esta escisión? ¿Qué pases de primera a segunda persona en medio de una oración, sin darte cuenta, tomando por sentado, que algo está partido desde siempre y sale a relucir cualquier madrugada en alguna caminata compasiva?"

"Desde que me enamoré no escribo", se reprocha, y también se anticipa a la reseña: "Alguien halaga mi transición de estilo fallida". El yo poético en este libro es tan self-conscious (en el doble sentido de "consciente de sí mismo" y dolorosamente tímido y a la vez exhibicionista) que queda atrapado como el mítico Narciso en la fascinación de su espejo líquido, ajeno a la voz que va "perdiéndose". ¿A quién culpar de esta pérdida? "Confiás en la academia hasta que quedás muda", se reprocha la eterna estudiante. ¿O se ha quedado sin nada que decir? "Antes creía poder decir todo con muy pocas palabras, / ahora siento que ni con todas a mi disposición/ podría hacer algo", dice, aún.

Una voluntad de control que termina por no controlar nada, una furia contenida que organiza el caos nada más que para perfeccionarlo en su desastre (Julia habla por ahí de "construir" el dolor), se expresan entre líneas secas como mandobles al vacío en una nueva versión, a tono con los tiempos, del escribir sobre el no poder ya escribir; es una vez más la paradoja del canto al fracaso pero sin lírica, sin lo sublime: "Entre aprender a estar/ y aprender que no se puede estar/ en todas, ahí atascada/ quedé". Vale la pena fracasar así.