Una cárcel y un cuartel son los modos más extremos y crudos de la disciplina. Un notorio filósofo francés mostró que las disciplinas atravesaban también fábricas y hospitales, escuelas y universidades. Pero en todos esos ámbitos coexisten con otras lógicas, deben aceptar astillas y roturas, observaciones y desvíos, desobediencias y escapes. Que incluso los hay en presidios y en cuarteles, porque en ambos -salvo que se den en regímenes totalitarios- se puede apelar a ciertos derechos. Sin ingenuidad, a sabiendas que son zonas de excepción y que “derechos” es nombre de una batalla muy desigual. Pero además de ser realidades cárcel y cuartel, por su extrema vinculación con el disciplinamiento de los cuerpos, son ensoñaciones de parte de la sociedad. Nombran un orden a restituir, una norma a reinstaurar, un ejército a respetar, una violencia a defender. Mientras la vida social es un tembladeral, cuando hay escuelas que estallan y la asfixia económica cunde, mientras una corrida cambiaria es el huracán siempre amenazante para esta zona y en el páramo del desempleo solo florecen las economías ilegales, mientras la crueldad neoliberal se cobra en libras de carne de pibes y pibas en los barrios, cuando las personas temen por sus vidas y las instituciones públicas son devastadas, aparecen los atajos, los caminos fáciles: rápido, a las armas, rápido, más fuerzas de seguridad, más penas, más cárceles, más gendarmes, más pibes enrolados para ser disciplinados.
Ante la violencia social imaginan como solución expandir la violencia, la educación en la crueldad y en la aceptación de órdenes injustas (qué otra cosa es la educación militar que ese doble aprendizaje que implica sufrir para tener capacidad de hacer sufrir). Pero si antes del martirio del soldado Carrasco era un castigo pluriclasista, ahora se revela ejercicio del poder de clase en su forma de acceso voluntario. Es enseñar a aceptar la violencia sobre sí y ejercerla sobre otres, pero ya no liberado al puro albedrío y las rencillas barriales o las economías clandestinas, sino sometida a una dirección vertical. Lo cual tranquiliza a los sectores dominantes. Pero cabe preguntarse por qué sería aceptada por el resto de la sociedad. ¿No está fresca la memoria de las múltiples argucias que se desplegaron históricamente para que los hijos se salvaran del servicio militar? Siempre es para hijos de otros y ahí está el carácter despiadado de la cuestión, o para hijos propios que no se puede contener. El cuartel no atenúa la violencia, la organiza. No preserva las vidas, las sacrifica en otro altar. Es simulacro de resolución, argucia electoral, demagogia punitivista.
La preocupación por los lazos sociales lleva a pensar en otras instituciones, capaces de diseñar estrategias de amparo, cuidado, hospitalidad. De pensar convivencia en el conflicto y no imaginar masas sumisas, ejércitos de obedientes o comunidades puras. No es la reposición de una normalización enloquecida la que sustenta un modo de vida en común, sino la capacidad de tejer pactos entre vidas heterogéneas. No está, quizás, la pregunta por cómo salir del tembladeral. Más bien conjugan el oprobioso intento de aprovecharlo para acentuar un giro reaccionario y devastador. Se trata de generar obligaciones: la deuda contraída con el Fondo monetario internacional no es solo flujo de dólares sino también constitución de un feroz disciplinamiento sobre la soberanía política. Del mismo modo piensan los convenios internacionales, entre el Mercosur y la Unión Europea: la generación de coacciones que obliguen -para que tramos enteros de la economía no desaparezcan- a reformas laborales que den por terminada la época de los derechos.
Están en juego el redisciplinamiento social y la reposición de las jerarquías de clase, género, raza. Pulen las estrategias. Apelan a la economía y el aparato judicial, la destrucción de políticas públicas y el ataque a las instituciones menos sacrificiales. Se asientan en las preocupaciones del común para responderles con el sonsonete del orden represivo. Cárcel para las y los díscolos, cuarteles para les peligroses. La gobernadora que vive en un cuartel es ejemplar, tanto que reproduce -al lado de un periodista venal- escenas ya filmadas y presentes en el imaginario gracias a la fábrica de sueños hollywoodense, a la vez que emite un ideologema abrumador: hay más desempleo porque hay creció la población. O sea, el camino para resolver los problemas es decreciendo la población, reponiendo un tipo de sacrificio masivo, acelerando la producción de vidas desechables. La frase es falaz: más población también es más producción, más consumo, más mercado, más circulación de bienes, más riquezas. Que no lo sea no es problema de la cantidad de población sino de la acentuación de una economía que sólo verdea en sus lógicas financieras. Porque sobramos, porque sobran vidas, es que la cárcel y el cuartel son los sueños que proponen.
El mercado produce modos de vivir, pero coexiste con fervores de otro origen, con experiencias de insubordinación, con tramas cooperativas, con aspiraciones que no se restringen a la transacción mercantil, con luchas y antagonismos sociales, con creencias políticas y apuestas culturales y artísticas. A veces el orden se astilla y florecen rebeldías. Desde el gobierno apuestan a colocar cemento rápido. Uno que cuaja fácil: el de la disciplina, el encierro y las balas. La Gendarmería que mató militantes en el sur, la fuerza que ghetifica los barrios populares, pero que también es reclamada como último resguardo de las vidas amenazadas, se pone como núcleo de la redención. A existencias declaradas como Ni-Ni (desplegadas por fuera del trabajo y de la educación formal) se les ofrece cuartel o cárcel, sumisión voluntaria u obligada. Esteban Rodríguez Alzueta investigó los muchos modos en que se dan los corredores entre economías ilegales, delitos juveniles y fuerzas de seguridad. Ahora el gobierno le da una vuelta y pone al lado de ese reclutamiento informal y destinado a la ganancia indeclarada, un reclutamiento formal pagado con el símbolo de la inclusión y del orden redimido.
Quizás sea aceptado y festejado por miedo, por desazón, por creer que los cuerpos dañados siempre serán de otres. Pero habría que saber que educar para la crueldad solo genera más crueldad, que la violencia sistemática y organizada solo redunda en más vidas arrojadas al vacío, que hay otras estrategias y tácticas, más morosas, minuciosas, pacientes y realistas a desplegar. Realistas, quiero decir, capaces de pensar el conflicto, los obstáculos, los vaivenes. Realistas, como las que traman las organizaciones barriales y los colectivos feministas, las que surgen de los acompañamientos a mujeres en situación de violencia o con decisión de abortar, las que se tejen en comedores populares o en defensa de los pibes encarcelados, las que organizan el cotidiano de cada escuela y de cada universidad, las que se comentan en la vereda o se discuten en la asamblea. Realistas: que parten del saber de la complejidad que no puede dirimirse con atajos autoritarios ni demagogias electoralistas.