Lxs que fuimos niñxs en los ochenta los recordamos así: siempre sonrientes, siempre amables, con ese vestuario de un color para cada unx que invitaba a pensarlos como figuritas en un álbum, personajes para elegir. Y estábamos lxs que elegíamos a Tino, el carilindo casi demasiado bello que empezaba a entornar la mirada como James Dean, o a Yolanda, la chica hermosa y de pelo largo y abundante que soñábamos ser, o a Gemma, que con su femineidad acotada en el pelo corto y un toque maternal, parecía una buena amiga en potencia. O también, por qué no, la tercera en discordia en el triángulo de nuestros sueños. Después estaban los más chicxs, claro, Franc y David, con sus porras de nenes traviesos, pero a nadie le llamaban mucho. Representaban, paradójicamente, a lxs niñxs dentro de ese grupo donde niñxs eran todos. Pero había mucho más: Parchís éramos nosotrxs cuando jugábamos a ser adultxs, a la familia, y estaba quien era la madre, quien el padre, quienes lxs hijxs (siempre personajes secundarios). La música importaba, claro, pero el grupo hacía pie en algo mucho más efectivo; eran nosotrxs, pero mejores. Más bellxs. La ropa les quedaba increíble. Y aunque la mayoría estaba en el umbral de la adolescencia, todavía podían jugar.

Quizás es imposible explicar el éxito de Parchís a alguien que no haya vivido los ochenta, y el documental de Netflix que intenta hacerlo hace agua precisamente ahí donde lo que quiere mostrar como un fenómeno lleno de interés se revela pobre, falto de brillo. Demasiado normal. En las largas dos horas de documental hay aciertos y errores: error es, siguiendo el libreto de los documentales sobre músicxs, querer reconstruir la historia de Parchís, la banda, como biografía de artistas. Está claro que el grupo era un producto bien armado, un casting de chicxs bellxs que supieran cantar y brincar, como decía el anuncio del diario que los convocó a una audición, pero ni siquiera tanto. Los cinco integrantes de Parchís —que a lo largo de los cinco o seis años de éxito tuvieron pequeños cambios en su formación— no bailaban bien, se equivocaban en las coreografías, cantaban pasablemente pero a veces era necesario agregar voces que sonaran como ellos en los discos. Nadie se daba cuenta, a nadie le importaba; lo mejor del documental es el abundante material de archivo que muestra en toda su precariedad a un grupo que era tan amado como, muchas veces, mediocre (más allá de algunas joyas indestructibles como "La batalla de los planetas").

 

El documental combina fotos, videos de los ochenta, presentaciones en vivo y fragmentos de las películas que los Parchís hicieron en Argentina con testimonios de sus miembros en la actualidad, irreconocibles. Nada, absolutamente nada, ha quedado de esos niñxs que adoramos: ni los rostros, ni las voces, ni el futuro musical o artístico que alguna vez habrán soñado con tener, ni la plata. Y aquí es donde se arma el verdadero drama que hace de la película un testigo melancólico de la adultez de todxs, cuando lxs Parchís adultxs empiezan a contar el trabajo a destajo, la explotación, la falta de supervisión adulta que los llevó a tener infancias y preadolescencias por lo menos extrañas. Como si no percibieran el alcance de sus testimonios, Yolanda reconoce que su primer beso fue con Tino “pero no duró nada”, alguien confiesa que Tino tuvo relaciones sexuales prematuramente y que las madres se le escondían en la habitación del hotel y lo esperaban dispuestas a lo que fuera. O las ex-estrellas infantiles recuerdan, sin emoción y hasta un poco divertidos, que pasaban largos períodos en los que apenas llamaban por teléfono a sus familias una vez por mes. Entregadxs por padres y madres a representantes y empresarios que les sacaron el jugo al máximo, lxs Parchís conocieron la miel del éxito y luego tuvieron que agarrar los clasificados para buscar trabajo. No fueron como Drew Barrymore o Macaulay Culkin, incluso en eso es más modesta la historia, más melancólica; fueron, y no es poco, personas con un momento efímero y dorado que terminó demasiado pronto. Escuchar esa historia de sus protagonistas es lo que hace que Parchís, el documental, surfee por encima del objeto de nostalgia retro que podría haber sido y se convierta en un cuento de belleza amarga.