Prodigio de la naturaleza
Fiebre, el film de Armando Bo con Isabel Coca Sarli como protagonista, redunda en cada uno de los lugares comunes que constituyeron la marca registrada de un kitch local, machista y cuasi censor. No se trata sólo de la censura de la que fueron objeto estos films a manos del Señor Tijeras de la Argentina eterna de Dios, Patria, Familia y Propiedad, en las sucesiones nunca desmanteladas de los represores y sus variantes sociales y culturales, sino de la propia censura tácita que trasunta esta filmografía respecto de la mirada masculina como obscenidad incipiente en la posición de apoderamiento del cuerpo/objeto de la mujer. Lo femenino se reduce así a la ceniza de una exhibición de la forma exaltada, a medida de la desmesurada excitación homoerótica --una forma paradojal de la degradación amorosa-- y sus variantes de la pulsión de apoderamiento, aunque de esa ceniza renazca una y otra vez el fetiche imposible y voluptuoso del cuerpo de la Coca Sarli. Como decía su propio mentor y pareja, Armando Bo: “Un prodigio de la naturaleza”.
Esta reducción a la mismidad de la naturaleza enarbolada por la mirada de los “patrones” culturales sobre lo que se entiende por sexualidad --siempre reprimida y al borde de la psicopatía--, y sobre lo que se entiende por sensualidad, hacen de la estética de este kitch local una sucesión de identidades a la cosa: la carne, la fiebre, la cualquiera, la ninfómana.
¿Por qué le habrán puesto caballos?
Y es precisamente este el tema del film Fiebre: una ninfómana que está aquejada de una fascinación brutal con la sexualidad de los caballos, y de cómo una y otra vez se encuentra en ese ámbito rural, repleto de signos de apoderamiento social y económico, plagado de guiños de poder como sentido de la sensualidad: estancia, hombre de campo, refinamiento ultraburgués con olor a bosta, senos parlantes saliendo siempre del escote atiborrado, reducción de la sexualidad a la cosa y de la vida a la obediencia, autos lujosos y orfebrería de la homosexualidad cautiva para servir al amo y a la dama, una homosexualidad arquetípica reducida a pantomima servil, posición renegatoria de cualquier atisbo de lo que Lacan nombró para el hacer del arte como “bohemia de la posición bisexuada”. Y es precisamente esto lo que torna tan indigerible la propuesta estética de Armando Bo --falazmente bucólico, reproduciendo en su fantasía y en su propia sexualidad esa “montura” pulsional entre “padrillo”/ patrón y caballo /macho destinado a la procreación--, hembra/ mujer para preñar, hembra como “yegua”, y una serie de signos, explotados en el uso del fundido encadenado y en la proliferación simultánea de la imagen al modo de la estética cinematográfica surrealista de los primeros films de Buñuel, donde el orgasmo queda proliferado en las imágenes de penetraciones de caballos y burbujeantes champañas saltando espumosas del cuello de las botellas y que Coca Sarli se dispone frenética a tomar mientras mira y seduce.
Fiebre es además un significante. Fiebre es el nombre de uno de los caballos de carrera de Turf, invencible y representante de la alcurnia terrateniente a partir de la cual se organiza el resto de la humanidad y del discurso. Fiebre es entonces el significante con el que las relaciones de poder tallan y organizan las posiciones jerárquicas en la Argentina represiva. La protagonista está aquejada de esa totalizante Fiebre, en una asociación inevitable entre su ninfomanía creciente, curiosa, devoradora, y la fiebre uterina con la que se solía asociar a las mujeres de “vida sexual disipada”, apelativos históricos destinados a insinuar la prostitución o la sexualidad femenina no monogámica, y a las locuras histéricas.
Una Venus Épica
Sin dudas la filmografía de Coca Sarli se organiza por su lógica patriarcal y represiva. Detrás de la pátina del melodrama amoroso, una y otra vez se enmascara la sexualidad como práctica aleccionada, determinada por las condiciones del patriarca. Ese desborde, entonces, no es tal. Aun si estas películas no hubieran recibido la persecución, los cortes y la estigmatización del Ente de Regulación Cinematográfica de Argentina presidido por Tato, serían de todos modos films represivos dentro de la lógica de un discurso de la dominación. No es casual que hayan atribulado a las generaciones de hombres oscuros y avergonzados que iban a los cines a buscar contentación autoerótica entre las butacas de los cines que daban películas de reposición.
Allí, ellos también ingresaban en la dinámica de esos “fundidos” con la imagen de los plexos desmesurados y vibrantes de la Coca, su desnudez de tornasol, su belleza épica.
Nuestra Coca vernácula, bebida energizante del imaginario popular.
Y es precisamente esa Venus inmarcesible, curvada y voluptuosa, la que quedará por siempre en el imaginario de la cultura popular, pero en este caso como signo emancipado, por su propia naciente belleza, por una curiosa paradoja que la desdobla de lo que la imagen pretende, casi respondiendo a la grosera línea del guion imposible --ese que quedó en la reconstrucción popular, que condensa un film en otro film, atribuido a “Carne”: “¿qué pretende usted de mí?”--, allí algo del fetiche que encarna “La” Coca Sarli se “rebela” al patrón patriarcal que la pretende reducida a carne, y se “revela” también más allá de la cosificación. Algo en ella emerge una y otra vez, entre la “Venus de las Pieles” de Sacher Von Masoch y la Venus de Rubens, un aura pulsional, una intuición escénica.
Y tal vez sea esa intuición la que la ubica, poderosa, única, inmortal, sensual, entre las grandes invenciones nacionales, donde no se trata ya sólo de la cuestión de cómo el “oscuro objeto del deseo” se produce y reproduce --parafraseando una vez más a Buñuel--, sino que abre una pregunta por el goce, la libido como pasión social, nuestra cultura contrahecha y sideral, nuestro precioso delirio de grandeza argentino.
Cristian Rodríguez es miembros del Espacio Psicoanalítico Contemporáneo (EPC) y de Le Institute Gérard Haddad de París (L’IGH).