Muchacha, muchacho: has recorrido un largo camino desde que se conociera Semilla de maldad en 1955, aquel largometraje seminal de la experiencia cinematográfica adolescente, la franja etaria que comenzó a adquirir mayor presencia y relevancia a partir de la segunda mitad del siglo XX, atravesada por la inexperiencia, las dudas, las ansias irrefrenables, los últimos vestigios de candor y la incomprensión de los adultos. Y que, fiel a los mandatos de lo que muchos especialistas llamarían luego teensploitation, salía al mercado aderezado con sabrosas pinceladas de sexo, drogas y rocanrol para mantener entretenida y subyugada a la audiencia.
La distancia que separa a esa “jungla de pizarrones” y otras películas sobre adolescentes que le siguieron de inmediato de las amigas que protagonizan Booksmart, el debut como realizadora de la actriz Olivia Wilde –que en diez días llegará a las salas de cine locales– es grande, gigantesca, sideral. Y no exclusivamente por los cambios sociales ocurridos durante las últimas seis décadas. Sólo es posible comprender la alocada delicadeza de La noche de las nerds (título local genérico, poco atractivo, pianta votos) si se tienen en cuenta los giros y evoluciones de un subgénero típicamente “americano” que viene recorriendo las pantallas desde hace más de cinco generaciones. Un planetoide extenso y complejo, lleno de satélites y anillos circundantes, integrado por relatos firmemente asentados en la frontera que separa el final de los estudios secundarios de la cercanía del ingreso a la universidad, etapa de cambios bruscos y dramáticos, de fines y comienzos inesperados, de pérdida de virginidades literales y simbólicas, de amistades afianzadas que, paradójicamente, comienzan a verse en peligro de extinción. Y de mucho humor, físico y verbal, sutil y chabacano.
Fuera de ese universo fácilmente reconocible quedan los horrores físicos y mentales de una Carrie tomando represalias por el bullying cotidiano a ka que era sometida, o los relatos más serios y agridulces de tanto coming-of-age alejado de las aulas. Amy y Molly, las chicas “traga” del film de Wilde, son descendientes más o menos directas, más o menos mediatas, del trío de amigos de Supercool, la extraordinaria teen movie de Greg Mottola, pero también de los seminales Ferris Bueller y Andrew Clark y Samantha y Andie, entre otros habitantes del cosmos creado por el realizador John Hughes en los años 80, de los miembros de las varias Porky’s y las diversas American Pie, de los freaks y los geeks de Apatow y Feig e, incluso, de los nerds originales de 1984, que a pesar de haber ingresado a la universidad, aún mantenían los usos y costumbres de la junior high. Amén de un extenso etcétera de chicos y chicas que, en decenas y decenas de largometrajes, lograron atravesar los últimos días de la secundaria y la inexorable fiesta de graduación: la oficial, en el salón de la escuela, con bandas en vivo y vestidos y trajes de ocasión, bajo la mirada severa de los chaperones adultos; las más caseras, lejos de la vigilancia de padres y madres, pletóricas de mejunjes alcohólicos ilegales, alguna que otra sustancia ídem y la posibilidad del contacto físico de cualquier tipo –pero siempre cercano– en alguna habitación de la planta alta. Bienvenidos al mundo de la comedia adolescente escolarizada.
MÁS TRAGAS QUE NERDS
Comienza un nuevo día, la última jornada de clases del año escolar. Molly escucha, como todas las mañanas, un audiolibro de autoayuda enfocado en el éxito personal. “Tu entiendes que la grandeza trae aparejados sacrificios. Visualiza lo que todavía deseas lograr”, pronuncia la voz femenina con total seriedad, antes de cambiar súbitamente de tono, anticipando el humor (disparatado, por momentos surrealista, en otros muy cercano a lo cotidiano) de lo que vendrá: “Súbete a la cima de la montaña de tu éxito y mira hacia abajo, al resto de los que te rodean, a todos lo que alguna vez dudaron de ti. A la mierda con esos perdedores”.
Más allá del título local, ni Molly ni Amy –encarnadas con irresistible y ultrasensible carisma por Kaitlyn Dever y Beanie Feldstein– son nerds en un sentido estricto. Ninguna de ellas es particularmente tímida ni extravagante o de aspecto rotundamente aparatoso. Eso sí, a las dos les encanta estudiar. Mucho. Aunque, al menos en apariencia, esa afición no depende de una necesidad interior o del gusto o el placer. La decisión fue tomada hace tiempo y es transparente como el agua pura: acceder a la mejor universidad posible y dar así el primer paso hacia la adultez con el pie derecho. No es casual que el cuarto de Molly esté decorado con imágenes de mujeres líderes, de Michelle Obama a Ruth Bader Ginsburg, imágenes que descansan al lado de un trofeo obtenido gracias a sus logros académicos, como si se tratara de un extraño e improvisado santuario personal. Tampoco es que el exceso de estudio o el activo rol como consejeras escolares y responsables de la delegación estudiantil les quite tiempo para esquivar por completo, entre otras cosas, el despertar del deseo. A Molly le gusta un compañero de clase, un chico popular con el que siempre se pelea delante de todo el mundo sin ceder ni un milímetro. Amy –que ha salido del clóset hace al menos un par de años, aunque sólo en los papeles– está cada vez más interesada en una compañera, tan abierta y alegre y divertida que podría complementar su carácter de manera perfecta. Los opuestos, como dice la frase, suelen atraerse inexorablemente. “Chicas, es el último día de clases. Relájense”, les implora el director y eventual conductor de autos de alquiler, personaje interpretado con oculta gracia por el guionista y comediante Jason Sudeikis, emergente de las últimas dos camadas de talentos de Saturday Night Live (y pareja de Olivia Wilde en la vida real). Ni siquiera durante el último día en la escuela las chicas son capaces de soltarse un poco.
AMARGA CONCLUSIÓN
Los primeros minutos de La noche de las nerds –producida entre otros por los popes de la Nueva Comedia Americana Will Ferrell y Adam McKay y coescrita en diversas etapas por el cuarteto de guionistas integrado por Emily Halpern, Sarah Haskins, Susanna Fogel y Katie Silberman– están dedicados no sólo al retrato de ambientes y hábitos sino, fundamentalmente, a la descripción de las criaturas que llevarán adelante la aventura: las dos protagonistas y un puñado extendido de personajes secundarios que terminarán siendo piezas clave del zigzagueante camino de las heroínas. Como consecuencia de una conversación oída de manera casual en el baño, aparecerá el gatillo central del dispositivo narrativo, la excusa que pondrá en funcionamiento el resto del relato –contenido esencialmente en un lapso de veinticuatro horas–, la excusa para la comicidad, la mutación personal y, por qué no, una pizca del viejo y querido pathos.
¿Cómo es posible que todos esos compañeros de escuela que se dedicaron durante años a aprobar los exámenes con las notas más mediocres, que apostaron a las fiestas y a la diversión continua, a salir en citas románticas de manera sistemática, que nunca conocieron las responsabilidades del estudio serio y el compromiso con las actividades académicas, hayan conseguido ingresar a instituciones educativas universitarias prestigiosas? ¿Cuántas cosas se perdieron Molly y Amy durante todo ese tiempo, apostando a un rigor estudiantil sin fisuras? “Toda esa gente irresponsable que se la pasó de joda en joda también logró entrar. Hicieron las dos cosas. La cagamos”, explota Molly con lógica irrebatible, antes de decidir que a lo largo de esa noche harán todas esas cosas que esquivaron olímpicamente durante los últimos ocho semestres. Que es, casi, otra manera de decir durante toda una vida.
A pesar de lo que vendrá a continuación como consecuencia de ese conjuro, de la seguidilla de fiestas y la posibilidad del primer beso (o algo más), del consumo de alcohol y algún otro elemento psicoactivo, de la confianza ciega de una en la otra quebrada por primera vez en la historia de la humanidad, no es sencillo describir las formas de Booksmart como las de una mera versión femenina de Supercool. Sí, es cierto: Jonah Hill fue uno de los protagonistas de aquella película y la actriz Beanie Feldstein no es otra que su hermana menor (el parecido físico es, por momentos, notable). Es evidente, además, que el mentado arco narrativo es bastante similar, incluidas algunas vueltas de tuerca. Pero el componente cómico es, en esencia, diferente; la sensibilidad, otra.
En una entrevista particularmente incisiva con la revista Harper’s Bazaar, Olivia Wilde explicó en detalle ese aspecto puntual de La noche de las nerds. “Hemos visto muchas películas donde el truco consiste en apostar a que las mujeres se comporten y hablen como hombres. Este es un ejemplo de todo lo contrario. No hablamos como los hombres. La escena en la cual las chicas miran porno muestra específicamente a dos mujeres hablando sobre eso, con miradas muy distintas al respecto. Esa escena en particular encapsula y representa todo lo que queríamos decir sobre la positividad sexual, la inteligencia y la mujer moderna”. El hilarante gag sonoro que remata esa escena, a bordo del auto del director, merece destacarse pero no detallarse: no vale la pena arruinar aquí las delicias del efecto sorpresa.
REBELDES Y NO TAN CONFUNDIDAS
A lo largo de su historia, la teen movie, la comedia adolescente, en particular aquella que transcurre dentro del continente de las aulas y pasillos de la escuela secundaria e islas aledañas, ha configurado una zona cinematográfica donde la mirada masculina es, si no hegemónica, al menos preponderante. Lo cual no es sinónimo de “machista” o “patriarcal”: en muchos casos, la puesta en escena hiperbólica de las tendencias y usos y costumbres masculinos en gestación post pubescente no es otra cosa que el primer paso para ponerlos en ridículo y dinamitarlos por vía de la comicidad.
Lejos del pasado idealizado de Grease (1978) o las bondades del primer George Lucas y su American Graffiti (1973), la obsesión por la pérdida de la virginidad, ese lugar común retratado una y otra vez en pantalla, en particular cuando los protagonistas son varones, –aunque de manera no excluyente, en particular durante los últimos tiempos–, formaba parte de las vísceras de Porky’s (1981), película que ayudó (y mucho) a darle forma definitiva a los cimientos del género tal y como se lo conoce hoy en día. Película de voyeuristas y agujeros en la pared, de penes maltratados y prostitutas como único medio para acceder a “eso”, el hitazo canadiense (filmado en el estado de Florida) del realizador Bob Clark iniciaba la década del ochenta y señalaba una posible dirección a seguir, un cartel a la vera de la ruta que otros productores y realizadores tomarían para comenzar a dibujar un mapa de rectas, curvas, desvíos, callejones sin salida, caminos polvorientos y autopistas relucientes. Manteniendo algunas de las estructuras y estereotipos ya asentados, pero torciendo muchas de sus condiciones de base, humanizando otras, el guionista y director John Hughes apostaría por otro juego de reglas en esa saga no oficial integrada por Se busca novio (1984), Nosotros cinco (1985), La chica de rosa (1986, aquí solamente como guionista) y Un experto en diversión (1986). En esta última, el personaje interpretado por Matthew Broderick se transformaba en el ejemplo más extremo y disparatado del “chico popular”, acompañado lógicamente por su sidekick, el muchacho nerdie encarnado por Alan Ruck. La lista de bromas pesada, borracheras, virginidades perdidas y conservadas, besos furtivos, encuentros con la ley (la oficial o la familiar, lo mismo da), rebeldías transitorias y revelaciones perdurables es poco menos que infinita. La extraordinaria Rebeldes y confundidos (1993), de Richard Linklater, con su relato coral concentrado en una noche de graduación como cualquier otra –es decir, absolutamente fuera de lo común–, introdujo un elemento de angustia existencial en medio de la diversión que sería, de allí en más, muy difícil de eliminar de la ecuación. Pero bastaría la aparición de una serie de televisión menos popular que influyente, Freaks and Geeks (conocida tardíamente en nuestro país bajo el título Jóvenes y rebeldes), para que la topografía y la ecología de la comedia teen cambiara para siempre. Si hasta en producciones televisivas recientes, aparentemente muy diversas, como el drama teen Euphoria, es posible encontrar los rastros de la creación de Paul Feig y Judd Apatow. En tiempos más recientes, la Nueva Comedia Americana puso su pie en el territorio con la ya mencionada Supercool, entre otras, y la aparición de títulos como la inédita en Argentina Eight Grade (dirigida por Bo Burnham) y otra ópera prima ineludible como Lady Bird, de Greta Gerwig –suerte de hermana gemela emocional de Booksmart, aunque en un universo paralelo, en la cual Beanie Feldstein tenía un papel secundario sustancial– parecen indicar que las chicas como centro de atracción de las comedias estudiantiles han llegado para quedarse. Y no. No es una moda, sino el corolario de algunos cambios irrenunciables de los tiempos que corren.
ACEPTAR A LOS OTROS
Olivia Wilde, la actriz de Tron, de las series Vinyl y Dr. House y de una de las comedias románticas indies más entrañables de la última década, Drinking Buddies, la misma que acaba de debutar como realizadora a los treinta y cinco años, explicó en varios encuentros con la prensa el largo proceso que llevó a Booksmart desde su génesis hasta el estreno mundial. El primer tratamiento, distinto al guion definitivo, fue escrito en 2009 por Emily Halpern y Sarah Haskins, pero en aquel momento ningún productor parecía demasiado interesado en una historia sobre dos amigas inseparables y brillantes en lo suyo. Cinco años más tarde, la trama esencial sería reescrita por Susanna Fogel y fue en ese momento que Wilde recibió de sus manos el manuscrito, que comenzó a interesarle como una plataforma para realizar su ópera prima. A pesar del tiempo transcurrido, nadie en la industria estaba deseoso de darle luz verde al proyecto. “La industria siempre es lo que la industria cree, en determinado momento, que el público quiere”, declaró Wilde. “En 2014 la cosa todavía no había hecho click, así que el proyecto volvió a archivarse. La situación cambió en 2016, cuando propuse nuevamente la idea, en un momento en el cual recién habían pasado las elecciones y estaba furiosa por el estado del mundo, por la imposibilidad de mucha gente de permitir que las mujeres sean inteligentes y atractivas al mismo tiempo. Nos chocábamos con esa pregunta con la cual, desde luego, seguimos peleando: ¿acaso las mujeres no pueden ser más de una cosa?”.
La propia Wilde se apuró a aclarar una confusión que puede surgir de una lectura rápida de la sinopsis, aunque nunca luego de la proyección de la película. “Esta no es una historia sobre dos chicas algo nerds que tratan de asimilarse. Es, en esencia, la historia de cómo ellas aceptan a los demás”. La aclaración no es menor, desde luego, y está relacionada con los estereotipos, tanto los de la vida real como los de aquellos que la pantalla de cine ha forjado a lo largo de todos estos años. “Me hubiera cambiado la vida la posibilidad de haber visto, mientras crecía, una película sobre dos chicas autoconscientes, que no se avergonzaran de ser inteligentes y amarse tanto que no necesitaran sacarse los anteojos para impresionar a alguien, o de arreglarse el cabello para parecer una princesa, o de sentir la necesidad de cambiar algo de ellas mismas. Si hay algo que me conmueve mucho como directora es el hecho de que, a pesar de tratarse de un film sobre la amistad femenina, muchos hombres me han dicho que amaron la película, que realmente se habían conectado con la historia y los personajes”.
Amy y Molly parten raudamente a la fiesta de fin de curso del chico más popular, el mismo que le gusta a Molly. Pero no tienen la dirección del lugar y es así como la noche de las nerds se transforma en una pequeña gran aventura, quizás no tan peligrosa pero definitivamente tan sorprendente y transformadora como la de After Hours, de Martin Scorsese. Porque habrá, finalmente, no una ni dos sino ¡tres! fiestas. Y porque en todas ellas estará Gigi, una chica tan fiestera que parece teletransportarse de un evento a otro como por arte de magia. Y porque el viaje incluirá momentos y desafíos tan complejos como verse transformadas súbitamente en símiles de muñecas Barbie o atreverse a cantar en un karaoke improvisado. Y porque, más difícil todavía, deberán darse cuenta de que sus aires de superioridad no tenían demasiada razón de ser, a pesar de las apariencias. Según trascendió en estos días, la realizadora tuvo que pelear algunos rounds para defender un par de escenas que, en los términos de las normativas narrativas al uso, no “hacían avanzar la trama”. Como la secuencia de animación lisérgica que cierra la segunda fiesta, la escena de baile que marca el ingreso al destino final o la magnífica escena subacuática que enfrenta a Amy con la que, sin dudas, será recordada como la primera decepción sentimental de su vida.
La noche de las nerds es una comedia adolescente con un ritmo endiablado y un sentido del timing cómico ideal y su historia está llena de momentos inesperados e inteligentemente divertidos, pero es en instancias como esa, cuando la visión de dos cuerpos entrelazados bajo el agua deviene en golpe y porrazo, cuando la película demuestra tener, además de mucho ingenio, un corazón grande como una casa.