Este sábado se cumplen 50 años de una de las hazañas humanas más importantes de todos los tiempos. Aquel 20 de julio de 1969, la misión Apolo 11, bajo el mando del ingeniero aeroespacial y piloto de guerra Neil Armstrong (fallecido en 2012 a los 82 años) y la compañía de su equipo, compuesto por Edwin “Buzz” Aldrin (89 años) y Michael Collins (88 años), hacía historia. Los astronautas de la NASA conseguían descender y recorrer la Luna, esa joya que hasta el momento solo había sido contemplada a distancia y por intermedio de artefactos tecnológicos.
“Es un pequeño paso para el hombre pero un gigantesco salto para la Humanidad”, soltaba Armstrong y su frase quedaba inmortalizada para siempre como parte de una transmisión que, según se cree, fue observada por más de mil millones de personas en el mundo. De hecho, para tener en cuenta la magnitud del acontecimiento, si se midiera en proporción a la cantidad de receptores disponibles, la de aquellos instantes constituiría la mayor audiencia de todos los tiempos. Personas de todos los continentes pegaban sus narices a los televisores disponibles para observar cómo la especie, por fin, lograba conquistar otro mundo en una travesía que, aunque tenía sabor a trofeo internacional, sus protagonistas --como siempre-- servían a la bandera de las barras y las estrellas.
Bajo esta premisa, la historia enseña que a los grandes acontecimientos se los debe observar con lentes de aumento. Y, en este caso, el axioma se vuelve particularmente imprescindible, pues el retrato de la llegada a la Luna no podría comprenderse sin su marco correspondiente. Durante la inmediata posguerra, a partir de 1945, las naciones siguieron el combate pero sin la necesidad de preparar ejércitos ni masacrarse en campos de batalla. Salvo algunos episodios puntuales (Corea, Vietnam), con la Guerra Fría el mundo se dividió en dos polos: el capitalista representando por Estados Unidos y el comunista encarnado por la Unión Soviética. Mediante maniobras tácitas, ambos bloques insuflaban muchísimo dinero y esfuerzos a sus proyectos económicos y políticos y se disputaban cuotas de poder y prestigio en un campo de batalla material pero también simbólico.
Para fines de los '60, la URSS había tomado la delantera en la carrera espacial que ambas superpotencias corrían. Solo por enumerar algunos de los hechos más resonantes, había enviado el primer satélite artificial --el popular Sputnik 1 en 1957--; un mes más tarde había ubicado al primer ser vivo en el espacio --la entrañable perra Laika--; también había logrado colocar al primer cosmonauta en órbita --Yuri Gagarin en 1961--; y la primera mujer en viajar al espacio (Valentina Tereshkova en 1963). Por su parte, Estados Unidos, tras crear la NASA en 1958, había desplegado proyectos de gran envergadura --prueba de ello son el Mercury y el Gemini-- y había enviado robots para explorar y conocer en detalle la geografía lunar. Sin embargo, se acercaba una nueva década y, contra las aspiraciones de su flamante presidente Richard Nixon, Estados Unidos estaba en desventaja y su gobierno ansiaba la concreción de resultados inmediatos.
El Programa Apolo comenzó en 1960, pero sus líneas de acción se modificaron sustancialmente un año después, cuando el mandatario de ese entonces, John F. Kennedy, expresó su firme intención de “conquistar la Luna lo antes posible”. Con el infortunio del Apolo 1 en 1967 (prueba orbital fallida y la muerte de sus tres tripulantes) y la experiencia acumulada con los Apolo 8, 9 y 10 (que dieron la vuelta a la Luna y retornaron) todas las esperanzas se depositaban en el 11, que partió con gran algarabía desde el cabo Kennedy, Florida, durante la mañana (9.32 hora de Estados Unidos, 10.32 de Argentina) del 16 de julio de 1969.
El cohete Saturno V era gigantesco; alcanzaba los 100 metros de altura y estaba conformado de tres fases distintas y desechables. Las primeras (que se desprendieron a los pocos metros del despegue) constituían los motores que ayudaban a esa máquina bestial a vencer la gravedad de la Tierra; mientras la tercera sería empleada en el viaje lunar para penetrar en la órbita del satélite. El plan era preciso: una vez que la Luna estuviese lo suficientemente cerca, uno de los astronautas permanecería en la nave, mientras que los restantes (luego de separarse en un módulo específico) tendrían la suerte de descender a la superficie, recorrer el nuevo escenario y cumplir con el hito. Y así fue. Cuando finalmente llegó el momento, a las 22.56 del 20 de julio (una hora más tarde en nuestro país), mientras que Collins aguardaba en su puesto --como un remisero lunar que espera con paciencia de acero el regreso de sus pasajeros-- Armstrong y Aldrin ponían sus pies sobre la luna por primera vez en la historia y detenían el tiempo por unos instantes. Estados Unidos tomaba la delantera frente al bloque soviético y ya no habría vuelta atrás.
Los pasos que siguieron son bien conocidos: los astronautas colocaron la bandera de su país en la superficie lunar, dialogaron con Nixon y pronto iniciaron el proyecto científico que la NASA tenía previsto. Sacaron fotos, tomaron muestras de rocas y polvo (unos 20 kilos que trajeron al planeta para su posterior examen) y dejaron en funcionamiento un sismógrafo, un dispositivo para calcular el viento solar y un retrorreflector que medía la distancia entre la Luna y la Tierra y aún hoy funciona con normalidad. Luego de una corta estadía emprendieron el regreso y el 24 de julio, tras ocho días de viaje, descendieron en el Océano Pacífico, donde fueron rescatados.
Entonces, la pregunta que resta es la siguiente: si todo salió de película, ¿por qué la NASA no lo intentó de nuevo con misiones tripuladas? En verdad, los seres humanos viajaron a la Luna en cinco ocasiones más. Al éxito del Apolo 11 le siguieron el 12, el 14, el 15, el 16 y el 17 (este último realizado en 1972 como corolario del Programa). Y, aunque Armstrong, Aldrin y Collins quedaron grabados en la retina y la memoria popular, en verdad fueron 12 los astronautas que tuvieron la fortuna de recorrer la Luna.
El triunfo estadounidense en la carrera espacial y otros eventos extraordinarios de gran cobertura mediática --como el accidente nuclear en Chernóbil-- precipitaron la Caída del Muro de Berlín en 1989 y la posterior disolución de la URSS. ¿Y en la actualidad? La NASA planifica el regreso para 2024 en un proyecto que, según se prevé, costará 30 mil millones de dólares. El plan se denominó “Artemisa”, en homenaje a la diosa de la caza y los bosques y hermana melliza de Apolo para la mitología griega. El propósito será diseñar una estación espacial y explorar a fondo el terreno para que, en un futuro cercano, pueda utilizarse como base para expediciones a Marte. Ese será otro capítulo. Esperemos vivir para contarlo.