Podría haber sido Nicanor Parra. O Marta Minujín. O Fito Páez. Podrían haber sido Facundo Cabral, Sara Facio, Ricardo Piglia, Marilú Marini. Los nombres que se acumulan bajo la mirada maquinal y exquisita de la periodista argentina Leila Guerriero bastan para entender que con cualquiera de sus personajes podría haberse embarcado en un libro. Frente a ese panteón de figuras extraordinarias se dispara entonces el primero de los interrogantes que rodean la reciente salida de Opus Gelber. Retrato de un pianista (Anagrama), su desmesurado e hipnótico perfil de 333 páginas del pianista argentino Bruno Gelber. ¿Qué fue lo que cautivó a esta cronista, con una voz propia reconocida en toda Hispanoamérica, para ir más allá del terreno en el que cultivó durante años sus distinguidos perfiles?
“Después de la tercera o cuarta entrevista, empecé a ver que todo el universo de Bruno era irreductible a un artículo. Por ahí suena pretencioso, pero estoy yendo por un camino en el cual necesito utilizar mucho más la sutileza. Cada vez me gustan menos las cosas muy definidas, claras, sin dudas. Nunca me gustaron”, sentencia Guerriero –autora de libros como Los suicidas del fin del mundo, Frutos extraños, Plano Americano y Zona de obras, entre otros– con su voz calma en un café de Chacarita, el barrio porteño en el que vive. “No hay una respuesta única de por qué una persona es así, de por qué Bruno se sobrepuso a la poliomielitis que tuvo de niño, por qué se entregó a la música de esa manera, por qué volvió al país. Necesitás mostrar el entramado. Es como tejer un telar: te lleva tiempo y espacio. Por otro lado, corría el riesgo de hacer una parodia, porque él tiene rasgos muy fuertes que si se reducen pueden terminar en ese lugar. Muy rápidamente empezó a aparecer una personalidad muy compleja de contar”.
A lo largo de Opus Gelber, esa complejidad se va manifestando en una batalla sigilosa entre dos contendientes que buscan desnudar los secretos ajenos. Considerado como uno de los cien mejores pianistas del siglo XX, con más de cinco mil conciertos sobre sus espaldas, la amistad de reyes, príncipes y duquesas, después de pasar más de la mitad de su vida en Francia y en Mónaco, recorriendo y tocando en castillos, entrenándose a la fuerza en el arte de la retórica y portando una extraña fascinación por el mundo de los chimentos, Gelber parece haber encontrado una adversaria a su medida. Una periodista que lo rodea y lo espera como una cazadora paciente, que arremete sin titubeos cuando llega el momento de apretar el gatillo. Una narradora voraz en busca de un misterio.
“La pregunta del por qué es la más compleja de todas. Y la única que no tiene una respuesta lineal. Pero siempre vale la pena buscarla, es lo que te tracciona hacia adelante”, asegura Guerriero sobre ese trasfondo enigmático que alienta Opus Gelber, moldeado a partir de las entrevistas que le hizo al pianista durante 2017 en su casa de Once, las cenas y encuentros que mantuvo con él y las personas que conforman su círculo íntimo –a quienes también entrevistó–, y un notable trabajo de archivo con el que reconstruye su carrera artística. El resultado es un rompecabezas literario sin capítulos cuya profundidad se amplifica a medida que va colocando las fichas. Y lo hace para que luego él lo desarme todo y tenga que volver a empezar. “En un momento, Bruno me preguntó ‘¿qué es lo que no entendiste hasta ahora? Preguntame lo que quieras’. Le dije ‘¿por qué estás acá en Buenos Aires, por qué volviste?’. Era algo que para mí tenía un trasfondo en el que tenía que buscar”, recuerda Guerriero. “Él me miró como diciendo 'qué pregunta estúpida', y empezó a contar por enésima vez la anécdota de la princesa que eructa”.
Durante el año que pasó visitando a Gelber, Leila Guerriero lo puso en primer plano dentro de su vida. Volvía de dar conferencias por América o Europa, y lo primero que hacía era llamarlo. Suspendía reuniones si él la invitaba a tomar el té. Recibía sus llamadas a las dos de la mañana, y se debatía entre atenderlo o no. Se desanimaba cuando por algún motivo él dejaba de llamarla “maravilla”. Se entregó al misterio de ese personaje mefistofélico que la invadía con preguntas inescrupulosas, que quería saber cuál era su posición favorita para tener sexo o si había engañado a su marido. Que no se interesaba por su oficio ni por hablar de arte, y que le recomendaba “comerse un caramelito” en cada viaje.
“El hecho de que sea un perfil produce este efecto de tanta cercanía, que involucra más al narrador, pero de una manera falsa también”, dice Guerriero sobre el vínculo por momentos tormentoso que estableció con Bruno Gelber, para llegar hasta ese universo secreto al que pretendía ingresar. “Nadie que lea el libro se va a enterar cosas de mi vida. No está nada de eso. Fue difícil porque Bruno avanza de forma inquisitiva, te pone contra las cuerdas. Pero el relato está manejado de tal manera que la rienda está muy corta, para que mi historia no tape la suya, que es la que importa”.
A comienzos del año pasado, Guerriero bajó un poco la perilla de sus trabajos –como columnista del diario El País, editora de la revista mexicana Gatopardo, directora de la colección Mirada Crónica de Editorial Tusquets, entre tantos otros–, y se dedicó durante tres meses a escribir sobre Bruno Gelber. Recién cuando terminó su libro, le avisó en la editorial que tenía algo para mostrarles. “Tuve claro desde el principio que era un perfil. No me interesa hacer una biografía exhaustiva de una persona. Y esa búsqueda está desde la frase de arranque: 'Avenida Corrientes derecho, hasta Pueyrredón. Siempre al atardecer. Durante casi un año, ese fue mi camino para ir a ver a Bruno'. Esa frase está poniendo ahí un clima de peregrinación. Y fue un poco la vela en la tormenta. Es una peregrinación de alguien que está dispuesta a dejar todo si Bruno la llama. Hay un espíritu de exponer eso desde el principio”.
-Opus Gelber es un perfil de una extensión que nunca antes habías publicado. ¿Qué cambios produjo eso durante el proceso de escritura?
-El libro lo terminé en marzo y lo dejé reposar hasta junio. Necesito tener una imagen global, visualmente, para trabajarlo. Me sirve empezar a la mañana en las correcciones y terminar a la tarde leyendo todo el libro, y así al otro día, al otro día, al otro día. Pero este libro era larguísimo. Era imposible revisarlo en un día y estar fresca. Entonces partía de un punto particular y de ahí en adelante. Me preocupaba mucho si funcionaba la idea de las reiteraciones, de mostrar esos pequeños detalles que aparecían de a poco cada vez que Bruno cuenta algo. No tiene sentido contar siete veces la misma cosa, pero con Bruno, esas anécdotas donde aparecía una mujer, un amigo, empezaban a tener nombres, relaciones con él, y eso mostraba también su apertura paulatina. Quería que se sienta el peso del tiempo que pasa hasta que una persona como Bruno empieza a contar con más detalle, sin prevención.
-Luego él empieza a deformar esas mismas anécdotas y vos las cruzás con las versiones de otros entrevistados. ¿Por qué lo trabajaste de esa manera?
-A mí me interesaba mostrar esa construcción que hace él en torno a cosas tristes o desagradables, como un robo o alguien que le hizo daño, y las cuenta de una manera distinta cada vez. Ése es el dato en realidad. Acá no interesa tanto saber si había una maleta roja o azul, sino desnudar ese mecanismo de "yo voy contra todo, hasta contra la realidad".
-Bruno Gelber aparece en el libro como un hombre que lleva hasta las últimas consecuencias la búsqueda de la excelencia artística, pero que por momentos parece resignado a la soledad que también le genera. ¿En algún momento sentiste que estabas frente a alguien conflictuado por esa búsqueda?
-Bruno es un entregado a su arte. No hay ninguna duda, queja o arrepentimiento por parte de él. Le da todo. No existe la típica cosa del artista torturado, que ha dejado de hacer cosas. La estética de la convivencia como la conocemos nosotros, por ejemplo, no entra en su cabeza. Levantarse y que una persona lo vea despeinado le parece un horror. Él siempre quiere estar impecable. Cree que las mejores relaciones humanas son de las seis de la tarde a la una de la mañana. En ese sentido, no hay un planteo en él acerca de la soledad. Sí le gustaría tener otras cosas, como lograr una relación con la hermana que no sea tan despareja. Pero, por otra parte, tiene un comportamiento que expulsa esa posibilidad. No lleva bien el hecho de que la hermana haya abandonado su carrera de pianista y sea una ama de casa, y que diga estar contenta con eso.
-Ese contrapunto entre la felicidad doméstica de su hermana y la vida ampulosa de Bruno Gelber es uno de los conflictos subterráneos del libro. ¿Lo pensaste así?
-Para Bruno, la hermana abandonó lo mejor que se podía hacer en esta vida, que para ella era tocar el piano. Cualquier cosa que no coincida con lo que él cree que es lo mejor para la vida de los otros, es algo que él eyecta de su mundo. En ese sentido, no tiene matices. Él tiene una gran certeza, es una especie de catedral dedicada a la música. Vuelve de cenar a las dos de la mañana y se pone a tocar el piano. Es un gran vitalista. Disfruta mucho de lo que hace. Y al mismo tiempo es el hombre más terrenal del universo, desbordado, carnal. Es un animal hecho de música. El conflicto entre ellos es también una manera de mostrar esa famosa carga de la que hablaba Capote, cuando decía que Dios te da un don y al mismo tiempo te da un látigo.
-El vínculo brutal con su maestro, Scaramuzza, que llega hasta la indiferencia y el maltrato, parece uno de los puntos clave que explican la música y la personalidad de Bruno Gelber. ¿Creés que todos pueden aprender desde ese lugar?
-Su propia madre terminó hundida por Scaramuzza y fue quien llevó a Bruno para que aprenda piano con él. Consideraba que ella no había sido capaz pero que su hijo sí iba a poder soportar a ese maestro, cuando lo vio tan precoz, genial, talentoso. Scaramuzza quizás haya sido el espejo perfecto para Bruno, que es una de las personas más fuertes con las que me he topado en mi vida. No creo que todos puedan aprender de esa manera. Bruno jamás se vio a sí mismo como una víctima de nada. Pero existe la debilidad, hay gente que no puede sobreponerse a traumas. ¿Y qué hacés entonces? Él les exigiría que sean fuertes. No se banca la debilidad, pero lo dice con autoridad porque sabe lo difícil que fue construir una voluntad en torno a eso. Parece como si él hubiese dicho: “Soy tan potente que me voy a bancar este maestro. Voy a absorber todo lo que pueda y voy a ser mejor que él”. Hay que tener ese ímpetu para enfrentarse a un maestro como el que tuvo.
-En un pasaje del libro, Bruno Gelber te asegura de que uno debe volverse un “espejo de las emociones” para lograr la excelencia como intérprete: no sentir miedo, sino saber transmitirlo. ¿Esa visión se aplica a la escritura?
-Él tiene una sensibilidad fuera de norma. En su cabeza fantaseó muchas cosas antes de experimentarlas en la vida real, como el amor o la tristeza. Las lecciones que le vi dar a sus alumnos eran maravillosas. Todo lo que decía sobre la música se extrapolaba a la escritura, a la música, al baile. Es muy razonable lo que dice. En la escritura tenés que conectar con ese momento que estás describiendo, lo mismo que al interpretar una obra. Yo escribo una escena triste y no lloro. Me resulta muy clara esa diferencia, tratar de ser un buen vehículo para transmitir esa sensación. El que tiene que emocionarse, conmoverse, es el lector. Esa es la sensibilidad que hay que despertar. Lo que tiene que haber es emoción todo el tiempo. Cuando uno logra una buena escena, en la que se siente la pena o el amor, lo que te llega es una gran satisfacción, una alegría.
-A lo largo de tus años como periodista lograste conseguir esa voz propia que tanto se busca en el arte. Por otro lado muchas veces has hablado de cómo una historia tiene sus propios modos de ser contada. ¿Se contraponen esos dos factores en algún momento?
-Uno tiene que tener un estilo, claramente, pero tiene que ser una voz que pueda manejar distintos tonos. Ante una historia hay que preguntarse cuál es el tono, la atmósfera. No te diría que se trata de adaptar la voz a la historia, pero sí de ser un narrador con los suficientes recursos para dar con el tono y la forma necesarios para esa historia. Si sos un narrador que cree que el estilo consiste en tener una sola forma de hacer las cosas, sos un narrador limitado. Si la única mirada que podés tener sobre la realidad es una mirada paranoica, o de sospecha, o cínica, sarcástica, complaciente, o piadosa, sos un periodista limitado. El estilo se juega en la mirada, no es solamente las palabritas. Los prejuicios de los que tenés que desequiparte en cada historia son distintos. La voz que va a necesitar esa historia, la distancia con lo que vas a contar, dónde vas a poner la cámara: eso va decidiendo la voz propia. Si va a ser una voz parca, distante, enredada con el personaje, con más diálogos. Cuando se acciona tu mirada, empieza a funcionar el estilo.
-¿Cómo se jugó esa cuestión al interior de Opus Gelber?
-Este libro tiene un montón de diálogos, cosa que yo jamás había hecho antes. Nunca dejo tantos tramos, tantas parcelas de diálogo, y acá era ineludible hacerlo hablar a Bruno, su manera de ser chispeante, feroz. No podía glosar todo. Mi estilo se transformó, no es una caja cerrada; si no, hubiese seguido glosando todo. Pero no tenés que estar vos por delante. Hay una adaptación. Podría haber escrito el libro de forma más tradicional, pero están esos quiebres en la narración, los estribillos que se van repitiendo, el dolor y la herida que se van deslizando de a poco. Fondo y forma no los podés separar. Cuando al qué no lo podés separar del cómo, estás frente a un buen texto de periodismo narrativo. En un momento del libro empecé a trabajar sobre la idea del Kintusgi, que es el arte de convertir una pieza rota en una pieza única, y la metáfora de reparar las heridas. Y él responde con un “Kintsugi, mi abuela”. Todo lo que estuve pensando durante páginas, él lo hizo un bollo y lo tiró a la basura. Entonces, la voz autoral se vuelve permeable y tiene que lograr transmitir esos cambios bruscos. Así como ese espejo del que habla Bruno, aprendés a convertirte en el vehículo de una emoción ajena.