“En las seis misiones, el Programa Apolo trajo casi 400 kilos de rocas que fueron tomadas en distintas regiones de la Luna. Ello aportó material geológico que permitió estimar la antigüedad del satélite y comparar con lo que había en la Tierra”, señala el periodista y divulgador científico Mariano Ribas. De hecho, las muestras recolectadas por el Apolo 11 se distribuyeron en múltiples instituciones del mundo y una fracción reside en el Planetario de Buenos Aires, donde este especialista hace de local. El regalo se atesora en una vitrina junto a otros souvenirs, como la bandera argentina que fue y retornó de la Luna en aquel julio mágico de 1969.
El registro obtenido, desde aquí, permitió confirmar las similitudes con los recursos de nuestro planeta e, incluso, impulsó el desarrollo de nuevas teorías. “La Luna es el resultado de la colisión entre la Tierra --en plena formación, hace más de 4 mil millones de años-- y un objeto de tamaño similar a Marte. Nuestro satélite, según las hipótesis más validadas, sería ese resto que quedó luego del choque y que con el tiempo tomó forma de esfera”, apunta Diego Bagú, astrónomo y director del Planetario de la Universidad Nacional de La Plata.
Más allá de las rocas y su examen, al satélite se trasladaron medidores de rayos cósmicos, un sismógrafo y retrorreflectores lunares. Estos últimos siguen operando hasta la fecha y son tres: el primero fue dejado por el Apolo 11 y los restantes fueron ubicados por los tripulantes del Apolo 14 y 15. “Son aparatos sencillos, probablemente, del tamaño de un televisor grande, que funcionan como espejos de alta complejidad. Se utilizan como medidores de distancia Tierra-Luna”, dice Ribas. ¿Cómo actúan en concreto? Desde el Apache Point Observatory (situado en Nuevo México, Estados Unidos), un telescopio apunta a la Luna y envía un láser de altísima potencia hacia alguno de los tres espejos (o bien, a los tres en simultáneo). Al impactar en alguno, el láser retorna y sus especialistas calculan cuánto tiempo tarda en ir y volver. “Con ese mecanismo estiman la distancia respecto de la Luna con un error de 4 milímetros en 400 mil kilómetros de distancia. Gracias a ello se ha podido determinar, por ejemplo, el proceso mediante el cual la luna se aleja de la Tierra unos 3 cm al año”, cuenta Bagú.
Cuando en 1972 culminó el Programa Apolo, se suspendieron las misiones tripuladas pero se continuó con el envío de robots. Estas tecnologías han suministrado indicios cada vez más sólidos de que el satélite tiene presencia de hielo en la superficie. “Desde hace décadas se sabe que se concentra en el fondo de los cráteres polares, por ello, lo que resta en los próximos años es corroborar con especificidad las características de estos depósitos. Será fundamental para la instalación, a partir del 2020, de una base humana de mediana permanencia en la Luna”, plantea Ribas.
Hoy en día, no obstante, la NASA no está sola porque China avanza a saltos agigantados en todos los rubros y, ya sin la URSS, se suma como competidor estelar a la carrera espacial. “En el futuro cercano se prevé el regreso de los astronautas de Estados Unidos y un mayor protagonismo chino con sus ‘taikonautas’. Además del progreso científico que pueda significar, siempre hay que tener presente quién administrará la explotación de los nuevos recursos naturales. En la Luna existen elementos químicos que no están en nuestro planeta y podrían funcionar como fuentes de energía muy importantes. Hay que ser responsables”, concluye Bagú.