No sé a partir de cuándo la gente empieza a recordar sus vivencias. O cuál es el momento de su primer recuerdo. Yo sé cuál es el mío.
Tenía 3 años y 9 meses. Por aquellos días no se hablaba de otra cosa. La partida del Apolo XI rumbo a la Luna era un tema de conversación familiar y permanente. Yo no terminaba de entender de qué se trataba, pero aprendí los nombres de los tres astronautas que estaban por cumplir una hazaña que se presentaba como única e histórica.
Mi madre lucía orgullosa cuando llegaban visitas y me hacía repetir esos apellidos.
--Armstrong, Aldrin, Collins --recitaba yo y la visita se impresionaba de lo que había aprendido el nene.
Mis dibujos invariablemente referían a los cohetes espaciales. Mi hermana Mari, ya por entonces inclinada a la física y la matemática, me explicaba con detalle y esquemas en papel cómo había sido el lanzamiento de la nave y sus etapas hasta llegar a órbita.
No sé qué día de la semana fue, tampoco quiero googlearlo: solo quiero remitirme a la memoria. Era de noche, ya habíamos cenado. Estaba por suceder lo que desde hacía varios días nos tenía ansiosos. Se suponía que íbamos a ser testigos de lo que ocurriría en el espacio, aunque viviéramos en La Matanza, en San Justo, a dos cuadras de Camino de Cintura y diez de la plaza.
En casa iba a ser imposible. Un padre obrero y una madre ama de casa podían en aquel entonces mantener seis hijos sin privaciones mayores, pero el televisor era un lujo que no se podían permitir.
Los vecinos no eran pudientes, también eran trabajadores, pero habían podido ahorrar para comprar el aparato. Y allá fuimos esa noche, después de comer, a lo de los Ramos. Baldo y Anita siempre estuvieron bien dispuestos para recibirnos, para un caramelo ante algún llanto desconsolado, para matar una gallina si hacía falta aportar comida a una celebración conjunta.
El hombre iba a llegar a la Luna. Se decía así: “el hombre”. Lejos se estaba de cuestionar genéricos masculinos y pensar lenguajes inclusivos. Nos sentamos frente al televisor, dispuestos alrededor de la mesa. No me acuerdo mucho detalle de lo que ocurría en la pantalla. Se me confunden las imágenes: no sé si todo lo que guarda mi cerebro se imprimió en ese momento o se fue conformando luego, a medida que fui viendo los videos y las fotos posteriores.
Tampoco sé exactamente a qué hora fue y no quiero saberlo. Quiero acordarme de las caras de preocupación que veía por lo que estaba ocurriendo. Yo imaginaba que era algo serio e importante. Por momentos no pasaba mucho en la pantalla y me aburría. Tenía sueño.
Pero sé que en algún momento esa nave que días anteriores había despegado de Cabo Cañaveral se estaba posando en la Luna. Entendía, sí, que eso quedaba muy lejos de donde estábamos. No recuerdo si esa noche la Luna se veía, pero a nadie se le ocurrió, creo yo, ir a verla mientras era conquistada por “el hombre”. Al menos yo no fui.
El Apolo XI llegó y no sé mucho más. No tengo presente la primera pisada, el diálogo de Armstrong con Nixon, su famosa frase. Solo estoy seguro de haber visto al aparato posado en suelo lunar. Después, el sueño habrá hecho lo suyo y me habré quedado dormido, no sé si en casa de los Ramos o ya en mi cama.
Iban a pasar muchos años para que me enterara de algunas cosas más. Que aquel episodio que presencié de niño fue el primer evento global, la primera vez que tantos millones de personas en el mundo veían algo al mismo tiempo. Y de sus significados en términos geopolíticos.
Que esos millones de personas no eran en realidad “del mundo entero”: del lado soviético nadie vio nada porque esa llegada implicaba una derrota rusa en la carrera espacial. Pero del lado occidental el episodio se presentaba como universal, como la totalización del capitalismo triunfante. E iba a saber después que esas imágenes que me quedaron grabadas estaban destinadas justamente a afianzar en “el mundo” el modelo económico y social de dominación que representaban los Estados Unidos.
Iban a pasar muchos años también hasta que me enterara que había quienes ponían en duda todo eso. Que el Apolo XI nunca había llegado a la Luna, que Armstrong nunca había dejado huella alguna en suelo lunar, que todo había sido fabricado en un set de filmación. Que la llegada a la Luna fue en realidad la primera fake news global, se diría ahora.
Por naturaleza no adscribo a las versiones conspirativas. Menos en este caso, donde los Estados Unidos habrán tenido los motivos que fueran para destinarle tanto presupuesto a la NASA o a una producción televisiva, pero el Apolo XI estaba ahí, en la Luna. Yo lo vi. El televisor de los Ramos no mentía. Que nadie me venga a arruinar mi recuerdo más antiguo.