Desde Barcelona

UNO En realidad, si nos ponemos históricos y precisos, se trató de un amerizaje. Pero un amerizaje en la Tierra, así que... El 24 de julio de 1969, en algún lugar del Océano Pacífico (13°19′N 169°9′O ) a las 20:17:40 UTC, y gracias por todo de nuevo, Wikipedia. Allí, tres tipos enlatados más casi 22 kilos de muestras rocosas y lunáticas, dentro de una cápsula que --muchos años después, de paso por Washington, DC-- Rodríguez vio en una de las alas del Smithsonian National Space and Air Museum. Ahí estaba: un cacharro medio quemado. Parte última de un misión cuya tecnología --lo escuchó ahí mismo de boca de un guía con dicción de HAL 9000-- era bastante inferior a la que hoy contiene un programado para la obsolescencia iPhone de tres o cuatro modelos atrás. Entonces, Rodríguez pensó lo que ya pensó cuando era un niño viéndolo en un pequeño y cúbico televisor blanquinegro. Pensó lo que vuelve a pensar ahora, orbitando ingrávido alrededor de tanto festejo recordatorio en pantalla plana de plasma multicolor por las cincos décadas del alunizaje: que, para él, mucho más admirable que el haber ido a la Luna es el haber podido volver de la Luna a la Tierra.

DOS De igual manera a Rodríguez siempre le pareció que el volverse loco (lunático) resultaba tanto más sencillo que recuperar la razón (poner de nuevo los pies en la tierra). Y entre los múltiples artículos sobre infinidad de asuntos lunares (reconsiderando la llegada del hombre a la Luna como una batalla ganada de USA a URSS en la Guerra Fría que venía anotándose las victorias del Sputnik y Laika y Gagarin mientras Gil Scott-Heron bramaba sus black blues), Rodríguez se interesa especialmente por aquellos que se refieren a los astronautas como especie en extinción (el último que dio saltitos entre cráteres murió hace poco más de dos años). Y, más aún, por los que detallan los efectos colaterales y secundarios de haber subido hasta las estrellas para luego estrellarse aquí abajo (el mejor libro sobre la resaca que leyó Rodríguez es Moondust: In Search of the Men Who Fell to Earth de Andrew Smith). Ahí estaba la historia del traumado Edwin "Buzz" Aldrin del Apollo 11 siempre eclipsado por la sombra de Neil Armstrong. “¿Por qué no se me considera miembro del primer grupo humano que pisó la Luna en lugar de el segundo hombre en hacerlo?”, acodado en bares luego de dos divorcios y vendiendo Cadillacs en un concesionario de Beverly Hills. Otros se convirtieron en adictos al sexo o en iluminados religiosos obsesionados con hallar los rastros del Arca de Noé o experimentaron epifanías cósmicas acerca del origen extraterrestre de las moléculas de sus cuerpos. Y algunos, claro, se metieron en política. Y también estuvieron los que --en plena misión y ya lejos del entusiasmo ante la novedad triunfal o la posibilidad de catástrofe de la desafortunada Apollo 13-- transmitían a la Tierra cosas como "¿Qué cómo nos va? Bueno, todo esto es muy aburrido". Y luego, de regreso en casa, todos caminaban lentos y deprimidos (aunque hay que decir que, hasta donde se sabe, ninguno de ellos se unió al conspiranoide movimiento terraplanista), yendo de la cama al living y del living hasta a cualquier sitio que ya nunca sería el infinito y más allá.

TRES Y un tanto fatigado de materiales por tanta efímera efeméride y cohetería artificial, Rodríguez decide ir marcha atrás, más atrás aún. Recuperando un poco ese desconcierto infantil --y que sigue siendo un desconcierto adulto cada vez que vuelve a cruzarse con ella cambiando canales-- de cuando se sentó en un cine, de niño, a ver por primera vez 2001: A Space Odyssey. Rodríguez --por entonces tenía más o menos la edad de Danny Torrance en The Shining, ese niño que pedalearía por las nebulosas del Overlook Hotel embutido en un sweatercito con un Apollo 11 tejido a la altura de su pecho para éxtasis de los defensores del falso alunizaje kubrickiano-- pensaba que era una/otra "del espacio" pero ahí, de pronto, la prehistórica sabana africana. Y así, la antiquísima novedad de la que ahora Rodríguez se informa tiene que ver con otros viajeros, con viajeros por tierra cruzando mares. Con el hallazgo en una cueva al sur de Grecia de dos cráneos de unos 210.000 años de edad --pero uno 40.000 años más viejo que el otro, uno de neandertal y otro de sapien-- y que, sin embargo, no lucen mucho más viejos y maltratados que esa cápsula suspendida por alambres en el aire museológico del Smithsonian. Ambas calaveras aparecen y parecen dispuestas a alterar buena parte de lo que se pensaba, en términos temporales, en cuanto a la evolución de nuestra especie, de la eterna lucha y cruza entre los misteriosamente extintos neandertales y los sapiens que cruzaron desde África. Ahora, se corrige --aunque faltan aportar pruebas concluyentes y no deja de resultar extraño el que dos calaveras halladas a poco centímetros una de otra estén separadas por miles de años-- que hubo un primer y anterior grupo de sapiens que llegaron a Eurasia 150.000 veranos antes de lo que hasta ahora se daba por hecho. Y que, se supone, fueron exterminados por los neandertales. O tal vez, quien sabe, simplemente se volvieron un poquito raros. Raros como terranautas que no supieron cómo superar el haber llegado tan lejos y haber dado un pequeño paso para un sapien y un gran salto para la especie y, en algún momento, arrojar un hueso al aire para que suba y suba y suba y se convierta en satélite artificial.

CUATRO Y Rodríguez lee también sobre ese "material muy denso de naturaleza metálica de un tamaño cinco veces mayor que Hawai" recientemente detectado --a partir de una discrepancia entre topografía local y arrastre gravitatorio-- en las profundidades lunares de la cuenca de Aitken, en uno de los polos de nuestro satélite natural. Los chinos --cada vez más astronáuticos junto con los indios-- están muy interesados en el asunto. Y allá van, allá piensan ir, allá irán. Rodríguez, por su parte, prefiere la preservación del misterio. E imaginar que lo que allí está enterrado no es otra cosa que la versión XXL de aquella Tycho Magnetic Anomaly One: ese monolito negro al que le gusta mucho la música clásica y que tiene la misión de ascender al hombre a un nuevo escalón en una evolución que no tiene que ver con la Singularidad de fusionarse con máquinas sino con el ser más humanos que nunca. Ojalá que así sea, nada se pierde con desearlo, piensa Rodríguez.

Mientras tanto y hasta entonces, los idiotas seguirán aplaudiendo cada vez que aterrizan sus aviones acaso sintiéndose tan decisivos como si apretasen botones en Cape Kennedy pero tan solo reactivando sus iPhones. Y Rodríguez sale al balcón sobre el barrio de Sants (41°23′00″N 2°09′00″E) y mira al cielo. Y se acuerda de eso de que gran parte de las estrellas fugaces no es otra cosa que la mierda de estacionados espacialmente astronautas ardiendo al entrar en contacto con la atmósfera. Así que ya lo saben: se le suele pedir los deseos más perfumados e íntimos a la materia fecal de personas muy públicas. Tal vez de ahí y por eso que esos deseos rara vez se cumplan, de que sean tan poco cumplidos.