Para Gabriela Fernández Díaz

Guillermo Pavicich y

Susana Rizzo

en los viajes

 Yo veía en los paredones de tierra colorada en Talampaya ladrillo de albañiles molido color naranja quebrado con… ¿Qué otro color? Quizás verde. Por cercano al complementario del rojo en la abstracción que propone el círculo cromático. Porque veía allí restos de arquitectura, no cañones o acantilados de piedra. No veía formaciones de la naturaleza. Veía templos y ciudades antiguas altísimas; bloques compactos de edificios de piedra para dinosaurios; fachadas de rostros, cariátides y molduras cubiertos y alisados por medias de seda; veía vestigios enigmáticamente construidos con alturas de rascacielos por arquitectos e ingenieros visionarios de tiempos milenarios. Veía maravillada la vanguardia en arquitectura de otra época. Veía la foto que promueve el turismo en Petra, en Jordania. Veía templos gastados como de Medio Oriente mientras se me sobre-imprimía en la percepción, Ur, la ciudad imaginada de Ur, la más antigua del mundo, veía sus ruinas trasplantadas a La Rioja, debido quizás a que mi memoria de cúpulas y balcones empastaba la percepción real y me la terminaba impidiendo.

No pude ver formaciones geológicas. Simplemente no pude. No las vi. No vi. Viajé hasta allá pero no las alcancé con mi visión.

Miraba.

Miraba el trabajo transformador de la erosión del viento y de la lluvia luego de 250 millones de años como creador de arquitectura. Confundí el viento y la lluvia con maestros mayores de obras y empresas constructoras.

No pude ver de frente el tiempo original (que sin embargo está en ese Parque Nacional argentino) en la superficie.

Será que no es posible ver cómo era el escenario de la vida entonces. Gracias a que un día se levantó la Cordillera de los Andes y destapando sábanas y frazadas reveló como había sido el territorio anterior, el del Triásico en la Era Mesozoica, que yacía bajo el cuerpo de la Cordillera entre las sábanas.

En La Rioja.

El único lugar del mundo donde a flor de piel o superficie se ve la escena de aquel momento del planeta que, si la cordillera no se hubiera levantado somnolienta, permanecería aún sepultada debajo del colchón o de la tierra del planeta… Y entonces no podríamos ver hoy cómo era el hábitat del Triásico. En este punto, no sería correcto escribir: no podríamos ver cómo "habrá sido" el hábitat del Triásico, porque realmente lo vemos hoy como fue. Si es que alguien puede. Si es que no se sufre un trastorno entre la percepción y la memoria de imágenes ya vistas, ya que Talampaya produce un trastoque en la vivencia del tiempo del cual no es posible predecir sus alcances y efectos en cada mirada alterada. A pesar de esta conmoción en el alma que genera en la gente ha sido declarado este territorio emergente desde una cifra de millones de años imposible de pensar "Patrimonio Mundial de la Humanidad". O tal vez justamente por esto. La humanidad creyó que podía dominar su efecto alterador nombrándolo "su patrimonio". El humano inventa su patrimonio para controlar entonces el impacto justo ahí donde dos épocas distintas se encuentran al emerger lo antiguo sepultado. Y resulta que encima esto no es para nada un fenómeno psíquico sino geológico.

Es necesario encontrarse con algo imposible de medir en el tiempo para volver a la vida. En realidad es como si yo lo hubiera necesitado.

¿Es realmente la naturaleza lo opuesto a lo humano?

No sé.

Así, quizás Talampaya sea sólo una noche de mal sueño de la Cordillera de los Andes con despertar turbulento, cuando es la tierra la que duerme y la piedra la que despierta.

margascotta@gmail.com