Ya en el prólogo del libro, sus editoras, dan cuenta de sus objetivos y de los problemas que rondan a la bisexualidad: "Invitamos a escribir (y a leer) sobre bisexualidades en un escenario complejo: por un lado, el combate cuerpo a cuerpo contra el neoliberalismo y el avance de la derecha en Latinoamérica apremia; por el otro, nos enfrentamos a las limitaciones que tienen las políticas identitarias y a la gran capacidad del capitalismo para asimilar incluso las identidades más disidentes." La bisexualidad es un problema en la cotidianidad de la lectura de los cuerpos, los sentimientos, las adscrociones pero sobre todo significa un signo de exclamación y de pregunta hacia el interior del colectivo: "La ausencia de referentes y representaciones bisexuales con las que identificarnos se nos presenta como un problema político. También resulta conflictiva la existencia de agendas activistas dentro del colectivo LGBT que excluyen nuestras prácticas y voces. De hecho, el recorrido que construimos en este libro nos llevó a entender que la aparente ausencia de la bisexualidad en el campo cultural responde, sobre todo, a la jerarquización de las luchas políticas −identitarias− al interior del movimiento de la disidencia (hablemos de poder). En este sentido, es evidente que la supuesta “imposibilidad” o “invisibilidad” de la bisexualidad como identidad política dificultó, históricamente, la constitución de un segmento social con características “en común” y un discurso propio.
Escuchemos, entonces a las voces que construtyen un relato íntimo, a veces desopilante, siempre revelador de la vida ni en rosa ni en celeste, ni en blanco ni en negro ni en gris, la vida en bisexualidad.
RELATO 1: Jacinta Bichimahuida según Iris Luz Ortellao
Tengo 28 años y tengo novio. En principio no parece una novedad digna de ser contada, salvo por el hecho de que tengo novio luego de más de una década. Diría, luego de más de una vida, pero tuve un novio a los 17 por dos semanas. No, en el medio no fui monja: en los once años que se dieron entre un novio y otro salí exclusivamente con mujeres, ya fuera como amantes, novias a largo plazo o experiencias de una noche. Hace un par de meses comienzo a tener novio. Me doy cuenta que entonces soy bisexual, porque evidentemente he expandido mi rango de gustos y creo que si las etiquetas sirven para algo es para describir mínimamente la experiencia y comunicarla. La gente que me rodea, que comparte cierto asombro conmigo, bromea con que ahora soy hetero y me río también. Descubro una primera característica de la bisexualidad: no se ve. Un hecho sobreimprime la historia de los otros: si siempre saliste con tipos y de repente salís con una mina, sos torta; si siempre saliste con minas y ahora salís con un tipo, sos hetero.
Advierto con satisfacción que a una buena parte de mis contactos no les molesta para nada mi nueva elección de objeto. Otras voces se muestran algo abatidas, quizá decepcionadas: pero es que te costó tanto ser lesbiana ¿y ahora? Ensayan una melancolía que podría sentir pero que no me persigue, por lo menos aún. Me enternecen un poco, les cuento cómo lo vivo, nos entendemos. Como era de esperarse, a mi corta edad como bisexual los verdaderos reclamos vienen del lado activista. Que la bisexualidad es binaria, que es infértil políticamente, que pertenece al mundo hetero. Me invade una mezcla de vergüenza ajena y desolación. En serio: ¿cuál es exactamente el argumento cuando alguien dice que la bisexualidad es binaria? ¿Y por qué –como pregunta Julia Serano– ser bi resultaría más binario que ser puto o torta?
Hacía un par de años que estaba en crisis con el activismo lésbico y su no-pocas-veces-confesada supremacía identitaria (la vida es corta, hacete torta). A la vez, me llamaba la atención que temas como el cisexismo y la transfobia, la bifobia, la gordofobia, los problemas de violencia y adicciones, entre muchos otros, no despertaran la reflexión comunitaria. Mi desacuerdo respecto a prácticas y estéticas activistas me alejó lentamente de los espacios políticos y sociales de lesbianas. La lucha identitaria personalmente ya no me colmaba. Esto facilitó que abandonara la categoría de lesbiana, junto con la idea de que, a fin de cuentas, una no lucha solamente para ser, sino para decidir. ¿Cómo no disfrutar también un poco del sencillo hecho de dejar de ser la que se era? Sin embargo, dejar de ser la que era implicó que me sintiera desorientada más de una vez. Tengamos en cuenta que, en lo que respecta a tener novio y ser leída como una mina hetero, carecía casi por completo de experiencia.
Un poco como esas chicas de las películas del cine comercial sobre lesbianas. El argumento siempre es el mismo: dos chicas cis, heterosexuales, se enamoran. No poseen antecedentes homo, no tienen ninguna herramienta ni tampoco la buscan (no apelan a ninguna comunidad, ni siquiera googlean). En el medio pasan por distintas emociones: un ciclo de vergüenza/negación, confrontación con el medio, aceptación/orgullo. Luego el amor triunfa y termina la película. En mi caso, cuento con ventaja: para empezar, googleo, y mucho. Además, conozco el trabajo de Bisexuales Feministas. Aun así pienso que hay muchos imaginarios sobre cómo volverse gay o lesbiana, pero pocos sobre alguien que cambia su orientación sexual siendo primaria y afirmativamente homosexual.
Advertirme bisexual me permitió exorcizar algo de la bifobia internalizada que tenía. Sí, la tenía, la advertía y también sabía que tenía que ver con mis propias inseguridades como lesbiana. Hoy en día muchxs prefieren decir “x-odio” en lugar de “x-fobia”. Comparto la idea de que esos tipos de violencia poco tienen que ver con miedos irracionales e incapacitantes de índole inconsciente, pero rescato la idea del miedo para explicar algunos de los aspectos que encierran estas formas de odio. En particular cuando la violencia no viene de afuera, como cuando una siente algo con respecto a su identidad que se parece a la vergüenza y que se recubre de temores.
Cuando era lesbiana, creo que mi mayor temor respecto a las bisexuales era que, si me dejaban por un varón, se pusiera en evidencia que efectivamente lo que teníamos era una relación de segunda. Este miedo era tan fantasioso como razonable: en muchos aspectos ser lesbiana estaba infravalorado. Los años me enseñaron que nadie –bisexual, lesbiana o hetero– está a salvo del abandono ni del desamor y que si, de última, alguien realmente me dejara por motivos de conveniencia social, el origen del drama se hallaría más bien en mi propia falta de puntería. El problema, entonces, cuando era lesbiana, no era tanto protegerme de las bisexuales, sino de mi propia lesbofobia: comprender que yo valía por lo que era. Quizá esas sospechas respondían también a un temor muy personal a ser bi, como esos homofóbicos que después son putos. Cuanta más experiencia una tiene, más se da cuenta de que los miedos en realidad hablan más de una que de las personas a las cuales se teme. Y que incluso, un día cualquiera, una se convierte en una de esas personas.
RELATO 4: Explicar con palabras de este mundo según Laura A. Arnés
Mi ex es mi mejor amiga, mi hermana y confidente. Llamémosla D. D es mi familia.
¿Cómo nombramos lo que no tiene nombre? A veces nos peleamos por eso. Por el titubeo que aparece cuando alguien pregunta por nuestro vínculo. “Es mi amiga”, le dije el otro día a la ecografista (ah, sí, estoy embarazada y D viene a las consultas). D, claro, se enojó: consideró que ocultaba la “diferencia” de nuestra relación en las sombras de la heteronormatividad que la medicina siempre asume. Me di cuenta (su cara hizo puchero). Algo de razón tenía pero no dije nada. La conozco, hay que dejar pasar un rato. D lo habló, más tarde, con A, su vínculo sexoafectivo primario (“sos tan pesada cuando usás esas palabras”, le digo), y me llamó al día siguiente con un reproche inconclusivo. “No me gusta decirte ‛ex’, definirte como lo que fue”, me defiendo. Lo cierto es que la economía sexual de nuestra sociedad no pone en disponibilidad demasiados vocablos para nombrar lo que no es familia nuclear o amistad siempre coartada en sus fines.
Hablamos por teléfono todos los días. Hace unos meses la acompañé a hacerse el tatuaje de una bicicleta (la pluma entraba y salía dejando puntitos azules en su muslo) y mi novio (no me gusta esa palabra, llamémoslo P) le regaló en complicidad con A una mesa de ping-pong que no sé si alguna vez usará. D me saca fotos desnuda. P también me saca fotos desnuda. Se las comparten por Whatsapp. Se ríen y proyectan una serie fotográfica conmigo y mi panza. Son mis dos personas preferidas en el mundo. Son mi familia elegida, mi abrazo seguro. Cuando estoy enferma y lxs tres tomamos tecitos en la cama (P hace el pan, D trae las paltas) siento que todo está bien (los gatos enrollados a los pies de la cama, la luz azul que se filtra entre las cortinas).
Ella y yo nos separamos ya ni sé hace cuánto. Vivimos juntas seis años, se enojaba conmigo porque yo no lavaba los platos (la pila crecía junto a mi desidia). Nos leíamos en voz alta y corregíamos lo que escribíamos. Nos divertíamos y comíamos desayunos fastuosos los fines de semana. Planeábamos la revolución feminista. Ella venía de otra provincia (su papá le había dicho: “si querés ser feliz, tenés que irte de esta ciudad”), así que hicimos muchas cosas juntas por primera vez.
Con él van más de dos años. También nos leemos en voz alta y preparamos desayunos barrocos aunque todavía no compartimos casa. Sin embargo, lava mis platos sucios: “ya te vas a enojar conmigo”, le digo (pero todavía no pasó). Sigo soñando con la revolución feminista, pero estoy más vieja y no me llevo tan bien con la purpurina. Igual, la fiesta me sigue gustando.
Según parece, antes P no era tan fan de la noche, pero ahora se ve que sí. Así que −cuando el cansancio y el vómito no me apremian (recuerden el embarazo)− vamos juntxs a las fiestas que organiza D en su casa. También van nuestrxs amigxs bisexuales, lesbianas, trans y etcéteras. Ellxs se nombran o desnombran (pasa el tiempo, pasan cosas) pero el viento, igual, nos sigue amontonando bajo los farolitos de colores; entre macetas y una pileta demasiado grande para la terraza. Corre el whisky, alguna droga y la brisa cercana a la autopista. Un cartel de depilación definitiva nunca se apaga, mis ojos un poco dilatados lo ven enorme. Siempre me parece fuera de lugar y me recuerda lo desprolija que soy con la gillette (y ahora que estoy embarazada, más todavía. Cuesta agacharse y, además, no te ves. Igual, no hay vergüenza por los pelos). En fin. De las fiestas a veces nos vamos solxs. A veces acompañadxs. Siempre somos generosxs con los besos (aunque, según parece, mucho menos de lo que pensamos) y no discriminamos por género. Sos tan gay, le digo a P burlona, mientras le presto mis pantalones más ajustados y trato de ponerme unas pestañas rosas larguísimas. “Te voy a denunciar con tus amigas por políticamente incorrecta”, me contesta él, que porta, junto a una tranquilidad inmaculada, una heterosexualidad bastante porosa.
No sé cómo será el futuro con un bebé. No sé cómo será criar al varón que las médicas dicen que llevo en la panza. No sé cómo se arma una familia extendida ni qué vericuetos requiere una crianza más colectiva. Tampoco sé cómo se construyen maternidades y paternidades en las que la sexualidad siga bailando. No sé cómo se habla sobre esto. Pero en esa estamos. Porque el lenguaje pasa a un segundo plano cuando el camino lo marca el deseo, cuando no se relega el afecto. Cuando logramos hacer cosas sin palabras (o, incluso, a pesar de ellas).