En roce de nuevo, remotísima, Gillian mira la sección azul central y los contornos blancos. Mira los rectángulos, los círculos, los semicírculos y los triángulos sin rigores geométricos. Hay negro, verde amarillento y rosa ¿vendrá la sangre púrpura shakespeana? ¿la advertencia del naranja? ¿el verde de las colinas de Caguas, más verde que toda Irlanda? Tal vez. Gillian suelta la pincelada y lo que parecía quieto se mueve y la colorida arena movediza se paraliza. Gillian deja el lienzo húmedo desparramado por el suelo, volverá a pintar más tarde. En el entreacto los animales de la casa (gallos, pavos, perros y gatos) y algún blackbird beatleano pasan, lo pisan, y dejan sus huellas, riego salvaje de divinidad residual, en la obra de arte que esperan las paredes de la Tate. Ahora todas las paredes esperan.
Cuando Gillian murió, los halagos y alabanzas inundaron las memorias a la pintora abstracta que “pintaba el color de lo real”. Era amiga de Angela Carter, juntas disfrutaban de largas charlas sobre las ventajas del ateísmo militante, de Howard Hodgkin y de Henry Mundy (su marido por unos años y su amigo eterno después). Detrás del humo, fumaba sesenta cigarrillos por día, Player's Navy Cut sin filtro, Gillian daba vueltas cerca del ombligo del limbo y volvía a Rubens, quizás su pintor favorito, mientras les daba de comer a sus animales –las latas de comida estaban esparcidas por el piso, le parecían innecesarios esos recipientes de los rincones–, dinero a sus amigos y cama y comida en su casa de la península, en el norte de Gales, a los estudiantes sin moneda.
 En la década del cincuenta, durante “el auge de arte experimental", Ayres (de las primeras en admirar a Pollock) pintaba largos paneles coloridos con la misma pintura con la que se pintaban los cuartos, la puerta del lavadero y los sillones del jardín –después llegaron el acrílico y el óleo–, un color ondulante que excedía los límites que pudiera atrapar cualquier paspartú. Quizás por eso el arquitecto Michael Greenwood le pidió que pintara un mural en el comedor de una escuela secundaria para mujeres, en South Hampstead, en el norte de Londres. Pero, por motivos que el corazón no entiende, taparon el mural. En los ochenta, cuando Gillian ya era famosa, lo destaparon. Unos años antes, en 1978, se convirtió en la primera mujer que dirigió un departamento de arte (jefa de pintura en Winchester) en una escuela británica de arte. Lejos de los papeles de oficina y de las reuniones de planificación, y convencida de que una escuela de arte era más exitosa y creativa sin ningún tipo de cargo, renunció tres años después. Pintó hasta el final, nada la distrajo, ni siquiera la tristeza infinita después del incendio de un depósito londinense que destruyó algunas de sus obras. Nada frenó su deseo por ir tras la naturaleza misteriosa que aparecía detrás de la voz de las tinturas, no hubo brida que paralizara su modo de abstracción preferido, su cita con la voracidad ornamental de los colores ruidosos a través de un camino que siempre estaba por encima de las tendencias del día.
Le gustaba la poesía isabelina, como aquella de John Donne que enfrenta a la muerte con las virtudes de la amapola y los hechizos, escupía sobre la salubridad del molde lejos, como Jenny Saville, de cualquier belleza convencional, –desborde de carne cuando la carne es cuerpo o una cinta infinita de color vibrante–, y redactó con pinceles, con sus manos, con pedazos de cartón o con la paja de una escoba, su propia Carta Atenagórica que empieza en azul oxígeno y sigue con amarillo de Nápoles.