Infierno en la tormenta se estrena en silencio, en medio del batallón de tanques familiares de vacaciones de invierno, y no tiene actores conocidos ni campañas de marketing diagramadas al dedillo detrás. Ese perfil bajo es acorde a un producto que hace de la ausencia de adiposidades su máxima virtud: si el Hollywood contemporáneo se empecina en explotar sus gallinas ponedoras de huevos de oro con sagas, franquicias, universos expandidos, reboots, spin-off y unos cuantos anglicismos más, Infierno… es concisa, breve, directa, efímera. Un artefacto que persigue el placer de narrar una historia que empieza luego del logo del estudio y termina antes de los créditos. Incluso su argumento podría resumirse en poco más de una línea: un padre y su hija quedan atrapados en un entresuelo lleno de cocodrilos en medio de un huracán categoría 5. Una premisa que invita al absurdo, al desparpajo de aquel cine de explotación que ya prácticamente no se hace y que, cuando se hacía, perseguía la voluntad de entretener a como dé lugar, sin importar demasiado el qué dirán. Infierno en la tormenta es, entonces, una feliz irreverencia.
Los escasos 87 minutos de metraje asumen con orgullo su condición de ejercicio resolutivo y resultadista, de recreación vacacional pensada para mirar tirando pochoclo al techo. La película de Alexandre Aja muestra todas sus cartas al comienzo. Nada de vueltas de tuercas ni escenas que se resignifiquen más adelante, todo es pertinente y necesario para atornillar las clavijas de un relato perfectamente encorsetado. Empezando por el detalle de que Haley (Kaya Scodelario) sea una avezada nadadora, tal como se la presenta en la primera escena. Ya en el vestuario, su hermana la alerta sobre el paradero desconocido del padre (Barry Pepper): no es una buena idea dejarlo solo, con su depresión galopante, en vísperas de un huracán que promete “poner en peligro la vida y la propiedad”, tal como dice un para nada alarmista locutor radial.
Pero ni las inminentes toneladas de lluvia impiden que la buenaza de Haley vaya en busca de su progenitor, en un viaje cuyo destino final es la vieja casona que compartió la familia hasta el divorcio. ¿Por qué se divorciaron? No importa. A diferencia de nueve de cada diez películas que confunden la enunciación de un pasado con profundidad psicológica, aquí ese pasado es apenas una circunstancia, poco más que un somero contexto que motoriza la acción de una película anclada íntegramente a un presente puro y duro. Ese presente encuentra a papá en el suelo, inconsciente, embarrado y con un tarascón monumental en una de sus piernas, pues por el desagüe que da al lago no solo entró agua, sino también uno de esos cocodrilos XXL que podrían comerse un humano como canapé. Papá e hija rodeados por cocodrilos y, a su vez, atrapados por un huracán. Un encierro dentro de otro encierro.
Ubicada en un punto medio entre la bizarría de Sharknado y el suspenso desesperante de Tiburón, Infierno... enfrenta a sus protagonistas a una serie de eventos cada vez más desafortunados: al primer cocodrilo se le sumará otro, luego otro, más tarde un tercero, un cuarto, un quinto…todo mientras que el entresuelo se inunda y en los alrededores se forma una reunión de consorcio de lagartos hambrientos. Al aislamiento y al encierro doble, entonces, se le agrega el factor tiempo. Que en principio todo tenga lógica habla de la escala relativamente humana del asunto, a la vez que de un director que hace de ese espacio cerrado un elemento constitutivo de una tensión dosificada, construida antes que tirada por la cabeza con golpes de sonido. Lentamente la película irá dejando atrás su impronta claustrofóbica para abrazar otra volcada a la exageración, siempre sin subrayarla, haciendo que los pasos humorísticos –que abundan en la última media hora– fluyan con la misma naturalidad con que el agua cubrirá hasta el último centímetro cuadrado de la casa.