Fue en 1995, el 19 de mayo, cuando se cumplía el Centenario de la muerte de José Martí, que se realizó el homenaje principal muy cerca de donde cayera herido de muerte en Dos Ríos, cerca de Santiago de Cuba. Allí estaba Roberto Fernández Retamar, a punto de ingresar al Mausoleo martiano en el cementerio de Santa Ifigenia. Alto, delgado, de cara enjuta, se apoya en un bastón y viste una impecable guayabera de un celeste demasiado claro y tenue, fruto de lavados sucesivos que han debilitado la trama de la tela. Dada su trayectoria, después de doctorarse en La Habana 1954 y continuar sus estudios en París y Londres en los dos años siguientes, haber sido profesor en universidades como Yale y otras instituciones culturales de América, Europa y Japón, pudo haberse ubicado en algún centro extranjero, europeo o yanqui, y renunciar para siempre a esa gastada guayabera. En cambio optó por asumir el destino de la tierra donde nació en 1930 y murió la semana pasada.
“En Cuba, además de Martí, me atraían figuras como Julián del Casal… en lo inmediato, cuando mi generación aún no se había configurado de modo suficiente, el grupo donde me sentía más a gusto era el de los poetas reunidos en torno a la revista Orígenes” señala Retamar en la publicación completa de sus ensayos Para una teoría de la literatura hispanoamericana. Acertada elección la de “confluir” –siguiendo la óptica de Lezama Lima- con ese conjunto de poetas cuyas búsquedas en torno de la identidad nacional no le eran ajenas y cuya calidad poética, tampoco.
Recuerda Ambrosio Fornet una frase de Retamar que persiste como un desafío: “Una teoría de la literatura es la teoría de una literatura”. Su labor intelectual –poeta, profesor, conferencista, crítico- le deparó varios doctorados honoris causa, entre ellos el de la Universidad de Buenos Aires en 1993.
Colaborador desde 1951 de la revista Orígenes , director entre 1959 y 1960 de la Nueva Revista y siguiendo aquellos pasos sobre lo que Martí denominara "Nuestra América", Retamar esbozó un ensayo que se publicó inicialmente en 1971, un año conflictivo en la marcha de la Revolución. Se llamó Calibán, y no pasó inadvertido. El nombre proviene de un personaje de La Tempestad de William Shakespeare, el salvaje esclavizado por Próspero y contrapartida de Ariel, representante de una espiritualidad que destacó el uruguayo José Enrique Rodó en su ensayo, Ariel, publicado en 1900 y que recorrería el subcontinente exaltando los valores espirituales de la “latinidad” contra el “materialismo” de un Norte (que ya exhibía sin tapujos su esencial mercadotecnia). Retamar, en cambio, se centra en Calibán como símbolo del colonizado oprimido. El texto fue haciendo camino, con reelaboraciones y ediciones posteriores, y tuvo notable influencia en estudios culturales y poscoloniales entre las cuales aparecen también nuevas visiones sobre otros personajes consecuentemente con el cambio de perspectiva planteado por Retamar. La Tempestad ya nunca será lo que fue antes de Calibán.
Con la fundación de Casa de las Américas, inmediatamente después de la Revolución, Cuba se erige como un centro de religación de los latinoamericanos. Retamar recordaría aquellos encuentros con entrañables figuras como Francisco Urondo, Juan Gelman, Rodolfo Walsh, entre otros, en Fervor de la Argentina.
Fornet alude a las dos vertientes que encaró Retamar: la poesía y el ensayo. Menciona entonces el estudio La poesía contemporánea en Cuba, temprana contribución del autor publicada en las ediciones de la revista Orígenes, que se mantuvo entre 1944 y 1956 y que fue un hito no sólo para las letras cubanas sino también para el continente. El estudio de Retamar sintonizaba con los objetivos e indagaciones de sus principales animadores. Cintio Vitier, uno de los principales integrantes de Orígenes, se refería a Retamar en Lo cubano en la poesía (1957) al mencionarlo en las apreciaciones de aquel sobre los derroteros de la llamada “poesía social” (en la cual, por otra parte, se ha incluido habitualmente a Retamar): Según Vitier, “no se da con ella basándose en tópicos o fórmulas previas”. Esa denominación enlaza, por los años sesenta, con otra vertiente, que también atañe a Retamar, la “poesía coloquial o conversacional”, tema respecto del cual éste sentó su postura diferenciándola de la “antipoesía” de Nicanor Parra.
La prestigiosa revista Orígenes publicó poemas de Retamar en su número 13, 1953, donde puede leerse algo que coherente con lo que el barroco Carpentier valoró, se nota cuando el poeta se rehúsa a una poesía trivial o meramente costumbrista, así como rechaza ampararse en la descripción de lo que parece ser inmodificable, mostrar un estado de caos y hacerlo con una retórica estereotipada usando como coartada la directa comunicabilidad. En cambio, esta poesía radica en el supuesto de ver precisamente lo que es posible develar en las percepciones cotidianas que no cesan de aludir a otras aperturas significantes a partir de lo que sugiere: " El patio está callado y sereno: envuelto/ en un agua violeta; va perdiendo la brusca/ piel que le diera el mediodía./ La humareda de las ramas se oye subir en la tarde/ y se escuchan caer las sombras en el piso./ Todavía puede abrirse en vilo una paloma, /y a través de esa sombreada paz, lanza el sinsonte la clarísima aguja de su canto."
Asimismo, el poeta con su casi blanca guayabera.