A pocos meses de la contienda electoral para saber quién será el próximo presidente, se ha establecido públicamente un interesante debate sobre el modelo económico que debería implementar la oposición en caso de resultar ganadora en las urnas. Las medidas que se encomiendan en todos los casos buscan encarrilar el país y sacarlo del enorme retroceso productivo y social en que lo ha dejado la actual gestión de gobierno, después de aplicar durante cuatro años un número de recetas de corte neoliberal. En el centro del debate está la postura sobre los salarios, y en este punto surge el interrogante de si resulta conveniente y aplicable una política de “shock distributivo” inmediato. Es decir, una política de redistribución que destine una masa de recursos hacia los estratos más vulnerables de la distribución del ingreso. Detrás de las opciones confrontadas, existen, necesariamente, visiones teóricas contrapuestas sobre cómo funciona la economía de un país periférico como la Argentina y cuáles serán las medidas económicas más adecuadas.
En una de estas visiones, que encarna dentro de sí un pensamiento relativamente más conservador, aparecen algunos temores sobre la posibilidad de que la política económica del próximo gobierno de un giro de 180 grados respecto de la actual y se retorne a un esquema mal llamado “populista”. Según esta visión, convendría dejar atrás aquellos modelos basados en el crecimiento de la demanda agregada y el esplendor del mercado interno por el consumo, salarios reales al alza y estímulo estatal del pleno empleo.
Adicionalmente, desde esta visión se alude que la distribución progresiva del ingreso conduciría nuevamente a la restricción externa por el aumento de las importaciones y la mayor demanda de dólares, retroalimentando el proceso inflacionario por una doble vía, lo que obligaría a adoptar soluciones contrarias para un crecimiento sostenido. En este punto, las restricciones externas exigirían mayores controles en la producción de bienes y del mercado cambiario (cepo), devaluaciones más profundas o la necesidad de recurrir al endeudamiento para cubrir el déficit del balance de pagos.
Para esta postura entonces, la mejor opción es la de crecer y luego redistribuir. La idea consiste en congelar el salario de los trabajadores –incluso empeorando la distribución del ingreso regresiva generada por el gobierno actual- lo cual permitiría bajar la inflación y luego crecer.
Más allá de la cuestiones políticas y éticas que se derivan de la implementación de este “plan conservador”, después de que el gobierno se empeñara durante cuatro años en favor de los grandes grupos económicos, existe un extenso bagaje teórico y empírico que desmiente la conveniencia y viabilidad de encarar un programa económico con salarios deprimidos y que, por el contrario, demuestra que los modelos basados en un salario pujante logran mejores resultados en todos los aspectos.
El punto de partida consiste es cuestionar el supuesto de que los incrementos salariales sean intrínsecamente inflacionarios. El principal efecto de la suba de los salarios es dinamizar el mercado interno, aumentar las ventas y aceitar la cadena productiva desde el comercio hasta la fábrica. Ni siquiera con todos los recursos económicos utilizados en plena capacidad es conveniente deprimir el consumo, más aún en un contexto de elevada capacidad ociosa y en donde gran parte de la población tiene problemas de empleo, ya sea por desocupación, subocupación o precarización.
El propio macrismo demuestra que las causas de la inflación son heterogéneas. Actualmente estamos inmersos en una economía en donde las ventas minoristas (y el consumo en general, tanto público como privado) vienen retrocediendo desde hace meses y la inflación ha sido record en décadas. A la caída de la demanda, los empresarios han respondido con una baja significativa de la producción, haciendo más chica la torta del reparto. En cambio, la suba de los salarios, además de tener un efecto redistributivo, conlleva a que se expanda la producción sin la necesidad de que eso se vea reflejado en mayores precios.
Lógicamente, el resto de las políticas del Estado deben acompañar esta idea y es ahí donde debe surgir el verdadero pacto social “salarios más altos y empresarios confiados y acompañados para la realización de las inversiones que sostengan el proceso en el tiempo”. Con una demanda que tire y una oferta que responda con más producción y no mediante aumento de precios o fuga de divisas. Eso es lo que se necesita. El acompañamiento del financiamiento (un plan de inversiones que incluya la infraestructura pública indispensable) y la canalización del ahorro interno a las inversiones productivas privadas es la clave para el desarrollo de la economía.
En ese contexto, la problemática del dólar se circunscribe en una visión más amplia. A partir de la segunda mitad del siglo XX, la intensificación de los flujos de capitales ha jugado un rol clave en los déficit de cuenta corriente y de capital. Este fenómeno se encuentra vigente en la Argentina de hoy. No son los asalariados los que están liderando la demanda de dólares (en un contexto en el cual los trabajadores vieron reducidos sus ingresos reales). Son los grandes grupos económicos, muchos ligados a la exportación de materias primas o commodities, a las finanzas y otros que concentran posiciones en el mercado interno (monopolios, oligopolios, etc.) que amasan grandes capitales para girarlos al exterior.
Incluso, los salarios bajos intensifican dicha fuga de capitales, es decir, ¿qué empresario estará dispuesto a invertir en una economía deprimida, con ingresos bajos, con menos consumo y sin mercado? Sus actividades productivas tendrían limitaciones económicas y técnicas para expandirse.
Solo puede pensarse que esto sería conveniente para aquellos sectores que no dependen del mercado interno. Pero de este modo, se haría hincapié en rubros con escaso impacto social (poco trabajo y valor agregado), lo cual intensifica la distribución inequitativa del ingreso y consolida un país desproporcional.
Por lo tanto, se percibe como lógico y racional que los empresarios tiendan a estimular la conformación de activos externos (fuga de capitales) en una economía que no brinda incentivos a la producción debido a que los bajos salarios no permiten consumir. Si el accionar “racional” del empresariado argentino se conduce por esos rieles, pensar en crecer para distribuir es una lógica carente de sentido. Se necesita aumentar los salarios, dinamizar el mercado interno y crecer: distribución y crecimiento van de la mano, son las dos caras de una misma moneda. De este modo, un shock distributivo puede incentivar a la inversión y al mismo tiempo desincentivar la fuga de capitales.
Otro punto fundamental de la restricción externa, y que no se relaciona en lo más mínimo con la evolución de los salarios, es el problema del endeudamiento generado por el gobierno de Macri. El pago de los servicios de la deuda pública y externa (intereses y capital) significa una verdadera sangría de dólares que también contribuye a aumentar el déficit fiscal. Con cada salto del dólar, el presupuesto público se deteriora considerablemente, realimentando la necesidad de un mayor ajuste primario, hecho que nos condena al estancamiento económico. Es imperioso que el próximo gobierno inicie un camino de reestructuración de los pasivos si no se quiere caer en una crisis cambiaria de magnitudes, por más comprimidos que se encuentren los salarios. Además, se debe ocupar de otros rubros fundamentales, como son el giro de remesas y utilidades al exterior y el control de los capitales especulativos. Se debe perder el miedo a una política que aumente los ingresos en forma inmediata, ya sea por una cuestión de justicia social o por la buena salud de la economía.
* Director de la Licenciatura en Economía de la Universidad Nacional de Avellaneda e Integrante de EPPA.