De todas las "madame Safo" que existieron -según es conocido por las crónicas, fueron varias- a mí la que me más me gusta es Sarah Bernhardt. Una revelación así bien pudiera encontrarse en cotilleos de su compañera de la Comedia Francesa Margarite Moreno, la mujer de Marcel Schwob el escritor simbolista que concibió el Libro de Monelle siguiendo la senda de Thomas De Quincey y de un joven Napoleón Bonaparte, quien con piedad anarquista rescató a una pequeña prostituta aterida de frío en la calle parisina. Más acá- quizá la última Safo- ha sido Esther Goris, por más que en un libro suyo apunte otros nombres como portadores del Ser de esa misteriosa regente, a esta altura, un significante o un arquetipo.

 

*

Estas líneas que vinieron a mi cabeza son el producto de leer mal. Deliberadamente mal, si por leer bien se entiende la lectura que se hace bajo las coordenadas del tiempo y del espacio lineales. O sea leer "mal" para escribir historias que se cruzan unas con otras y se viven como locuras quijotescas o brumas kafkianas. Yo andaba tras los pasos de un escritorio que formó parte del lujoso acervo del mejor prostíbulo de Pichincha, cuya alta puerta de cedro y su fino vitraux me quedé mirando desde afuera, una de estas noches muy frías de la calle Richieri. Trataba de averiguar por qué Juan Carlos Onetti se fascinó con ese escritorio en los años setenta, exilado definitivamente en Madrid y escribiendo Cuando Entonces, novelita en la que reaparece -ya vieja, ya decadente pero igual de refinada- madame Safo.

Y sabía que no era la crónica ni la pura investigación lo que pretendía obtener. Para eso están los libros inevitables de Ielpi y de Zinni.

 

**

Sigo leyendo mal, es mi cábala. A lo mejor la unidad de sentido de ese probable relato provenga de la literatura vivida o de la que soñamos hacer con los ojos cerrados, en penumbras antes de dormir, donde vemos fantaseado el volumen y el peso del libro ya escrito en una lengua tan ilegible como onírica.

Desde allí pusimos en práctica aquellas primeras líneas y luego nos perdimos, dejándonos llevar inoportunamente por los discursos híbridos que titilan en todas partes, con los pies sobre la tierra. ¿Acaso no sabíamos que los pobres se estrellan contra el frío y que van a morir a la intemperie porque no se dejan ayudar? La paradoja o la aporía es una herramienta que sirve a poderes y a universos diferentes, a veces tan acérrimos como semejantes. Una paradoja del pesimista Nietzsche, aquella que pone patas para arriba el dogma de la creación del hombre por Dios a su imagen y semejanza, vale por su mismo peso y cambio con otra del convencido Chesterton, cualquiera que use para garantizar la fe.

Mascarada con la prosa, la noticia se estira en su lecho arropado, bien caliente, mira por encima del hombro la luz de la mañana coloreada por el frío y se queda con el oído pegado a la puerta para saber de qué están hablando allá afuera. Ese es el secreto de los discursos dominantes -o mejor dicho de la dominación por el discurso- no forzar nunca a creer lo que dicen, sino decir -desde la altura de todo lo publicado, en amplio espectro- lo mismo que dice usted. 

 

***

No saben la alegría que tuve al descubrir en el último tomo de Los Viernes de Juan Forn, la contratapa que lleva por título La canción en sus cabezas. Porque allí se habla de cómo viajar en el tiempo quedándonos muy quietos y no solo por el gusto de escribir un cuento maravilloso.

¿Qué quiere decir ese texto raramente enigmático? ¿Qué hay un sentido que se escapa de puro seguir las geografías rigurosas y los datos? Me gustaría creer que dice lo mismo que yo si pudiera escribir el cuento fantasma y "enrocarle" los dogmas a la realidad. Pensar, por ejemplo que no es el frío el que mata sino la política real, los gobiernos, que no es la caridad la que salva y que hay un retorno menos pensado que esperado con el cual se ha de presentar un mundo mucho mejor, tal vez más primitivo, como un sentimiento o una intuición de la verdad.

 

****

Mi cuento progresaba aunque ya no lo escribía. Cometí la torpeza de lanzar estas líneas que hablan de él como si estuviera logrado cuando se nota que naufraga en las aguas bajas de lo anacrónico, se pierde en digresiones, en el sinsentido, se contamina de la dura realidad. Pedía un movimiento que lo redimiera, una revelación, como la que brilló en la mente de Federico Nietzsche al darse cuenta de que la inmovilidad era el tiempo y que este era infinito.

De un modo decididamente infiel a la Historia supe que no fue en un camino rural de la Europa profunda, al pie de una roca piramidal, donde el filósofo del escepticismo entendió que el tiempo repite forzosamente una disposición idéntica de todas las cosas. Fue otra noche, acá, entre el jolgorio y el champán del Safo a dónde lo habían llevado, quizá con engaño. Lo dijo así, haciendo temblar el bigote ante alguna ocurrencia de la madame Safo de turno, convocada por semejante personaje: "Es tanto más probable el retorno que la inmovilidad"- dijo, y nadie entendió mucho o no les importó demasiado.