El hielo vive –dice Vladímir Fiódorovich mirando hacia adelante, hacia el movimiento continuo e hipnótico de las olas, del agua helada. Pareciera que no me hablara a mí sino al lago, a este espejo líquido inmenso que brilla bajo el cielo del Asia.
Una niebla blanquecina y húmeda, tan poco compacta que sus mínimas gotas quedan suspendidas bailoteando en el aire, nos acompaña desde que abandonamos la costa, rodea el barco y se asienta sobre la superficie del lago provocando el efecto de pequeños arcoíris que aparecen y desaparecen sobre las olas. A trescientos sesenta grados a la redonda sólo hay agua, nada más que agua, debajo de la quilla del Mirásh hay un abismo líquido de mil setecientos metros de profundidad y no se ve ni un atisbo de la costa, el destino sin nombre del otro lado del lago hacia donde vamos.
Estamos en medio del Lago Baikal, el más profundo del planeta, un lago de “fisura joven” que se ensancha dos centímetros al año sobre una falla sísmica activa, con fuentes termales y cientos de terremotos que pasan inadvertidos para el ojo humano y que, como un gigante paciente, van cambiando de a poco la fisonomía del planeta. Es difícil pensar que una vez al año esta masa inabarcable de agua se convierte en un único cubo de hielo inimaginablemente grande. Y más todavía cuesta imaginar que en los inviernos helados, cuando el hielo llegaba a su punto de congelamiento máximo, los rusos tiraban sobre la superficie los rieles del Transiberiano, continuando así el trayecto hacia el Este en línea recta y ahorrando al viajero algunos cientos de kilómetros del desvío que significa bordear las aguas por el Sur-Sudoeste hacia Ulan-Ude o por el tramo del Baikal-Amur de las costas inhabitadas del norte, hasta Vladivostok.
–En noviembre el Baikal comienza a helarse. A fines de enero la capa de hielo ya mide un metro –me explica Vladímir, mientras enciende un papirosi con una sola mano–. En invierno dejo el barco en el muelle. Son largos los inviernos en Siberia.
Vladímir habla pausado, no parece una persona de hablar mucho y me siento testigo de una confesión. En cualquier momento se quedará callado y sólo se escuchará el eco de sus palabras, los ruidos del barco y el agua que golpea en el casco.
Le da una larga pitada a su cigarrillo y me sigue explicando:
–En invierno la municipalidad hace demarcaciones sobre el hielo, rutas para ir en auto. Hasta camiones andan por aquí. Bajo la superficie pasan corrientes de aguas cálidas que afinan la capa de hielo. El peso de los autos produce rajaduras y el que no respeta al Baikal cae al agua helada. Este lago es un enorme cementerio.
Vladímir sigue con la vista fija en algún punto de la proa y no veo la brújula en el mando de la cabina, ni tampoco vi demarcaciones ni boyas de ningún tipo en el agua desde que partimos. Hace rato perdí la noción de lugar, si es que se puede hablar de ‘lugar’ en medio de tanta agua. Me habría gustado venir en otoño y no verano, ver el proceso del agua que comienza a helarse, como cuando era chica y mi madre preparaba helado y a cada rato mi hermano y yo, impacientes, abríamos el congelador y tocábamos con el dedo la superficie rosa para ver si ya se había solidificado. Cómo me gustaría caminar sobre la superficie congelada del lago, escuchar el crujir de la nieve, ver astillarse el hielo como cuando levantaba la palanca de la cubetera metálica y saltaban pequeñas esquirlas como vidrios afilados.
Jan está en la cubierta de babor, charlando y fumando un cigarrillo con Maxím, el hijo de Vladímir. Hace pocos minutos yo estaba también con ellos en la cubierta y todavía siento en las mejillas el dulzor fresco del agua. Es dulce el agua del Baikal, aunque cualquiera pensaría que tamaña masa de agua, con sus corrientes y mareas, fuera salada como el agua del mar.
Hace poco vi un video de un grupo de músicos haciendo un concierto de hielo sobre el lago: usaban grandes cubos congelados a modo de tamboriles; al final tiraban placas finas de hielo que se rompían con estruendo de platillos sobre la superficie.
–Esta tierra y estas aguas ya son nuestras (nashe) –-dice Vladímir–. Llegué con mis padres hace tres décadas. Ellos eran del Volga pero yo y mis hijos somos siberianos.
En el muelle de Listvianka quedó Dima, el hijo menor de Vladímir. Nos despidió temprano por la mañana haciendo señas con la mano, con el fondo de las columnas de humo de los puestos de omúl, el pescado de carne sabrosa y blanca. Con Dima quedó uno de los teléfonos de radio. El segundo teléfono cuelga del cuello de Vladímir, que fuma el papirosi y calla.
Me siento segura en la cabina mientras Vladímir habla, ni siquiera tengo mareos como siempre me pasa en barcos chicos, aunque el Mirásh no es tan chico, es un Kutter de quince metros de eslora. Ahora el Mirásh es un punto que avanza hacia algún lugar sobre un abismo de agua. Vladímir, su hijo Maxím, Jan y yo somos una pequeña familia en medio del lago y nada malo va a pasarnos.
Pero si algo sucediera, si las aguas enloquecieran o las olas se congelaran de repente y el barco quedara incrustado en una fisura del hielo, sobreviviríamos sin problema. Vladímir conoce las aguas y respeta al hielo. ¿Habrá vodka en el barco para aguantar la larga noche que nos espera? ¿Tendrá velas Vladímir o nos dejaremos iluminar por las llamas de la fogata, por el brillo intermitente de las estrellas?
Vladímir nos enseñará a hacer un agujero en el hielo, haré una trenza sacando hebras de mi pullover noruego e inventaré una carnada con los trocitos de pâté de foi que sacrificaré de mi mochila, pescaremos truchas frescas y esturiones que saltarán todavía vivos sobre la superficie helada. Maxím cocinará las truchas en un asador improvisado y Jan abrirá los esturiones con un cuchillo bien afilado para que yo prepare los canapés de nuestra cena. Y mientras tanto, Vladímir nos contará leyendas de los pueblos buriatos y tártaros que viven en la zona y yo transcribiré a mi libreta las historias que él cuenta con su voz grave y lenta.
En ruso el lago se llama Ósiero Baikal, que deriva del tártaro Bai–Kul, “lago rico”. La gente lo llama el “ojo azul de Siberia”, donde la Tierra “mira a Dios directamente a los ojos”. Dios nos mirará directamente a los ojos y cuando todo sea silencio, caminaremos sobre las aguas congeladas y sólo se escuchará el crujido del hielo.
Vladímir fuma otro papirosi y mira hacia adelante. No tomé nota de las frases que dijo y estoy segura de que me voy a olvidar de todo. Pero no importa.
Vladímir levanta la mano izquierda del timón y la mira. Después me mira por primera vez desde que entré a la cabina y me dice:
–Conozco al Baikal mejor que a la palma de mi mano. Por eso lo respeto. Lo respeto, pero no le tengo miedo. Hay una antigua canción rusa que dice –Vladímir canta:
–Sibír, iá nié baiús tibiá. Ti tóshe rúskaia semliá. “Siberia, no te tengo miedo, también sos tierra rusa”.
Y después, con la vista otra vez fija en el horizonte, Vladímir dice en voz baja, tan baja que no estoy segura de haberlo escuchado bien:
–Conozco al Baikal mejor que al cuerpo de mi mujer.
* Sombras Rusas, Blatt & Ríos, 2017.