Casi todas las inmigraciones se hacen por grupo. Claro que hay éxodos individuales y otros familiares. Las causas son muchas: políticas o económicas son las que esgrime la mayor cantidad de gente. Mis padres pertenecían a la minoría católica apostólica romana de Damasco, en Siria. Las persecusiones religiosas de los musulmanes a los cristianos, plena época de imperio Otomano, fueron un factor determinante para mucha inmigración. 

Mi padre y mi madre vinieron por separado. Mi madre lo hizo con sus padres. Aquí nacieron todos sus hermanos. Mi papá, en cambio, se vino solo, a los 18 años, a la casa de una tía que vivía en Rosario. Después pasó a un pueblo andino donde tenía otro tío, de allí a Salto Grande y así recorrió todo el sur de la Pampa gringa. Después, quizás cansado del recorrido, se instaló en Serodino, donde conoció a mi madre. 

Allí vivimos todos hasta 1948, menos mi abuelo que murió alcohólico a los 42 años.

Recuerdo cosas muy vagas de mi primera infancia. El jardín de doña Rosita Augusto en el pueblo, por ejemplo, una mañana de primavera, soleada, florecida. El hombre más pobre del pueblo, el portugués Tavares, borracho como ninguno, que una tarde me entregó un pajarito que había encontrado en el campito lindero a la estación. Imágenes sí, muchas, que me vuelven constantemente: las nubes del atardecer invernal en un campo en el que jugábamos a la pelota con todos los chicos del pueblo. Una madrugada, yo durmiendo en la pieza de mis padres, y un golpe en la ventana para anunciar que había muerto un tío en un pueblo cercano. Mi madre sentada en la cama y llorando en camisón. Los velorios de los viejos que yo ni sabía quiénes eran. En uno de ellos, iba mi abuela en un enorme Studebaker cuadrado, convertible, con techo de goma y ventanas de celuloide, el taxi del pueblo. El chofer, al que le decían Costeleta, iba delante. Mi padre y mi abuela -dueños del almacén de ramos generales del pueblo- venían hablando de negocios. Mi abuela era una mujer muy dura, y venía dando órdenes para el mejor desempeño del almacén. Pero al llegar a la puerta, ella bajó del auto y se puso a llorar.

Yo era feliz en el campo. No irremediablemente: dependía del entorno afectivo, de la salud. Después detesté el campo, pero de pibe me encantaba la familiaridad con los animales, tomar leche al pie de las vacas, ir a ver las cuadreras. La crueldad también: ir a pescar ranas, juntar pajaritos muertos, torturar hormigas. Y, un poco más grande, con seis o siete años, las cosas secretas: ir a ver como cojían los caballos. 

Recuerdo que una vez fuimos a cazar con un tío y mis primos. El tío nos dejó un segundo solos, mientras él se adentraba en un bosquecito, y nosotros nos quedamos con la perra. Entonces empezamos a acariciarle la vagina con un palito. Al volver a casa, y después confirmé que a mis primos les pasó lo mismo, me pregunté si mis padres sabrían que existía el sexo.

Ya de chico quería ser escritor. Siempre quise serlo. Cuando estaba en tercer grado de la escuela primaria de Serodino, vino una inspectora. Yo era el crédito del colegio para la redacción y me mandé con una composición genial. Hubo una gran decepción porque la inspectora no me puso una buena nota. El informe decía que yo consideraba demasiado la proposición “y”. Por suerte me sobrepuse a la incomprensión de la crítica académica. 

Leía todo el tiempo y cualquier cosa. En mi casa había dos o tres libros en árabe dando vueltas. Pero mi padre era un gran lector. Creía en la cultura, y se había suscripto a Selecciones del Readers Digest. Un día nos hizo una bibliotequita para mi hermano y para mí, y allí guardábamos las revistas y los libritos de Selecciones que devorábamos.

A principios de 1949 nos trasladamos a la ciudad de Santa Fe, ya que mi padre quería hacer estudiar a sus hijos varones: quería un ingeniero y un abogado. Mi hermano se recibió de ingeniero químico y yo empecé Derecho, Filosofía, y terminé no siendo nada. Eso generó muchos conflictos con mi padre. Y lamentablemente murió demasiado joven como para remediarlos. 

La primera ciudad que conocí fue Rosario. De ella, el recuerdo más fuerte es el de un quiosco de caramelos y cigarrillos que me parecía un palacio, el jardín de las maravillas. Cuando nos mudamos a Santa Fe, mi hermano y mi padre se habían ido en el camión de la mudanza. A mí me tocó ir con mi madre y mi hermana en el tren. Unos veinte kilómetros antes de llegar, el tren se detuvo para dar paso a otro en sentido contrario. Desde allí vi Santa Fe por primera vez. Bajamos en el medio del campo y yo no podía creer lo que veía. 

Me acerqué a un señor y le pregunté “¿es tan grande Santa Fe?” Mi hermana me dio el único coscorrón en mi vida y me dijo que me callara. Había una suerte de vergüenza porque se supiera que veníamos del campo. 

Santa Fe era grande, era enorme. Después, con el tiempo, todos los libros que leía me los representaba en Santa Fe. El Dublin de Joyce es Santa Fe; San Francisco o Los Angeles, todo ese universo de Chandler es Santa Fe; la Viena de Freud es Santa Fe; el sur de Faulkner eran los alrededores de mi pueblo. 

Cada libro que leía me traía recuerdos de mi infancia en el pueblo o en la ciudad. El primer libro que leí de Faulkner fue Mientras agonizo, y a cada rato surgían sensaciones de infancia totalmente enterradas. Allí comprendí que un gran escritor, o una gran literatura, siempre habla de uno. Si no, no podría gustarnos. Cuando leo a Homero y me gratifico es porque habla de mí. No es vanidad, es que encontramos algo nuestro en las páginas que nos gustan. Y nos gustan por eso.

Tenía un gran amigo, Mario Medina, en Colastiné, dueño de una boite y de un amoblado. Se había refugiado allá luego de quebrar una hermosa librería y una gran casa de discos, y se había llevado una de las mejores discotecas que vi en mi vida y una cantidad de libros excelentes. Allí pasábamos nuestros mejores momentos. Mario tenía afectos tumultuosos. Algunas veces, alquilaba un taxi por dos días y nos íbamos a recorrer boliches, tomando champagne rosado a toda hora. Fue tan fuerte todo lo vivido en Colastiné, que un día, ya casado, decidí irme a vivir ahí.

Yo tenía escritos mis tres primeros libros (Responso, Palo y Hueso y La vuelta completa), pero no conseguía editor. Entonces se organizó un encuentro nacional de escritores en Paraná y me hice invitar. Estaban Raúl González Tuñón, Juan L. Ortiz, pero también muchos mediocres de la Sociedad Argentina de Escritores que empezaron a cargar a Ortiz por su forma de vestir, por su forma de andar. En un momento, yo estaba charlando con algunos escritores por ahí y Marta Lynch, que recién llegaba, saltó con un odio tremendo: “pero, ¿quién es este rapado con el que están hablando?” Un día después, luego de una lectura de Juan L. Ortiz en la cual los porteños habían vuelto a cargarlo, decidimos hacer algo. Y en una confitería, reunida toda la barra, una muchacha me dijo que tenía que defender la figura de Ortiz. Yo, medio cabrero y medio divertido, le dije que por qué me ordenaba eso, que era lo mismo que yo le pidiera que se sacara los calzones y los metiera en la cartera. Ahí nomás, esa chica replicó: “Yo me saco la bombacha y la llevo en la cartera si vos participás del debate”. Y no me dejó alternativa.

Una vez en el encuentro, yo me mandé con una de esas preguntas retóricas, que no merecen ni piden ningún tipo de respuesta. Y, otra vez, Marta Lynch saltó como enardecida. “Mirá, pendejo de mierda, te veo venir. Si tenés algún problema con nosotros vamos a arreglarlo afuera”, gritó desencajada. Se armó un tole tole infernal. Y yo aproveché y me mandé con que la literatura argentina de verdad no era esa sarta de pedantes que estaban allí: Manuel Mujica Láinez, Silvina Bullrich, Marta Lynch, sino la que creaban Macedonio Fernández, Jorge Luis Borges, Juan L. Ortiz, González Tuñón. La cosa se canalizó, como siempre, en izquierda y derecha. 

Las secuelas de ese conflicto siguieron en los diarios durante semanas. Arturo Jauretche se mandaba páginas enteras despotricando contra “ese mocito Saer”, se hablaba del resentimiento de los provincianos ante los porteños. Nosotros habíamos empezado el despelote un poco para divertirnos y otro poco porque ya nos tenían podridos con ese tipo de cosas. Entonces, Augusto Bonardo me vino a entrevistar para la televisión de Buenos Aires. La última pregunta de aquel reportaje era si me iría a vivir a Buenos Aires, y yo contesté que no. En el diario La Tribuna, de Rosario, me dedicaron el editorial como “el bravo soldado que dijo no a los decadentes gladiadores porteños”. Mi viejo, que estaba en el hospital, a punto de morirse, guardaba el diario debajo de la almohada. 

Tomé ese hecho como una reconciliación, pero siempre quedé muy marcado con las peleas que mantenía con él. Las discusiones no eran sólo por no haber sido abogado, sino por mi vida: las salidas nocturnas, las borracheras, la barra de amigos trasnochadores y fulleros, todo eso que por entonces se llamaba la bohemia y era como un pecado.

Tendría que decir que me fui a Francia siguiendo a una bailarina. Pero la verdad fue otra. André Bretón se había muerto en 1966. Un año después, un gran amigo, Jorge Cohen, me llamó para contarme que se estaba laburando al director de la Alianza Francesa para obtener una beca en París. A Jorge se le ocurrió que una buena manera de lograrla era realizar un audiovisual sobre Bretón y me pedía ayuda. Yo acepté, armamos el trabajo con diapositivas, textos, objetos y salió bastante bien. El tipo de la Alianza nos invitó a comer en una cantina de Santa Fe en agradecimiento y nos dijo que teníamos que presentarnos a una beca para viajar. Yo no quería saber nada, pero él había preparado todos los formularios. Ahí firmamos, medio mamados, y al poco tiempo me mandaron una carta confirmando la beca, pero sólo para mí. Yo no tenía ni cinco de ganas de viajar, traté de protestar, de cambiar la beca a favor de Cohen, pero no lo aceptaron y me fui. 

Al año siguiente viajó mi mujer, quedó embarazada, tuvimos nuestro primer hijo. Luego de tres años nos separamos, yo conocí a otra mujer, Lorange, y nos fuimos a vivir juntos. Así me fui quedando.

En 1979, el Centro Editor hizo una antología de cuentistas argentinos y me incluyeron. El diario La Nación comentó que ese libro no incluía ningún cuento de Mujica Láinez, pero sí el de “un desconocido escritor santafesino, Juan José Saer, uno de cuyos oficios es ser profesor en Rennes y otra de sus actividades la de denostar y calumniar a la Argentina en programas radiales de Francia”. Hay que entender que en ese momento funcionaba en París el Grupo Piloto, con Astiz a la cabeza. A partir de allí, le hice la cruz al diario, lo mismo que a la revista Gente, siempre tan acomodaticia a los gobiernos de turno. Sistemáticamente, les fui negando cualquier tipo de nota.

Todos los personajes recurrentes de mi narrativa, Carlos Tomatis, Barco, Pichón Garay, Pancho Espósito, nacieron como autobiográficos. Después fueron independizándose. Ellos me permiten hacer malabarismos y permiten, también, que me ubique cómodo en mi escritura. Otra de las ideas que me facilitan el trabajo es la de reducir la temporalidad de mis relatos: todos pasan en una hora, una tarde, un día como máximo. De esta manera puedo retomar a estos personajes en cualquier momento de su existencia. Esto fue instintivo, no fue una decisión pensada, masticada. Y es así como los personajes protagónicos de una novela, aparecen en otra como muy secundarios, o aparecen sus hijos. Esto no quiere decir que planteo mi obra como un conjunto, sino como algo caótico, en construcción. Y eso le da una dinámica al sistema de representación que elegí.

Yo no soy ninguno de mis personajes y soy todos a la vez. Sé que tengo otras locuras que las de ellos, otras historias, apenas distintas, conocidas, visitadas, charladas, pero me siento diseminado en todos. Estoy en París, pero estoy en Santa Fe. Camino por Francia, miro cómo nieva por la ventana de mi departamento, pero también me sigo sentado en los patios cerveros de mi provincia, y veo el río y paso tardes maravillosas en los bares de Colastiné. 

Al terminar cada libro, siento una especie de depresión, una náusea de la escritura. No quiero ni ver lo escrito, no puedo ni sostener la lapicera, todo lo que leo me parece una basura. Pero, de repente, leo algo que me corta ese estado y comienzan otra vez las ganas de escribir. Cuando un texto me convence, se produce una suerte de exaltación, pero al escribir, lo que más siento es una especie de armonía. Y esa armonía es muy similar a la de bailar con la mujer preferida, o hacer el amor. 

Para los medios de Santa Fe no existí nunca. Tengo amigos trabajando allí, y nos reímos mucho con la censura. Cuando volví en 1982, todavía con los milicos en el gobierno, llamé por teléfono a los Víttori, los dueños del diario El Litoral. Me atendió Enzo, el mayor, el más conservador, y se alegró mucho de que hubiera vuelto. También hablé con el hermano menor, José Luis, Cocho, y quedamos en cenar un día jueves. En ese momento me invitaron a dar una conferencia en una mesa sobre derechos humanos, invitado por las Madres. Así que llamé a Cocho para pedirle que postergáramos la cena, ya que tenía ese compromiso. Nunca más nos reunimos. Pero allí empezó el silencio de la prensa santafesina. 

De joven, pasé por todas las secciones de El Litoral. Mi gran amigo, Chiri Rodríguez, dirigía las colecciones de libros, y tenía su oficina en el último piso, en la terraza. Al lado, estaban los instrumentos para medir el tiempo, y yo fui durante bastante tiempo el encargado de escribir el informe meteorológico. Yo subía, y en vez de mirar los aparatos, me metía por la ventana de la oficina de Chiri y nos quedábamos charlando y tomando café. El diario cerraba a las cuatro y cuarto y el informe del tiempo quedaba para el final. Todos los días, a eso de las cuatro, yo bajaba corriendo, sin tomar ninguna medición y escribía “Mantiénense invariables las condiciones del tiempo en ésta”.

Los creadores de El Litoral fueron Salvador Caputto y Pedro Víttori, dos viejos anarquistas. Caputto murió y uno de sus hijos quedó como director del diario. El viejo Víttori se iba de viaje a Europa y segundos antes de subir al barco, tuvo un derrame cerebral. Quedó paralítico y gangoso, pero vivió durante 40 años más. Todos los días, sus hijos (Enzo y Cocho) lo llevaban a la redacción y el viejo insultaba a medio mundo. Todos los santos días. A mí el viejo me miraba fijo y no me decía nada. Por entonces, Cocho (que era comunista), Hugo Mandón (también comunista) y yo (que lo fui por un ratito) empezamos a hacer un suplemento literario. Andaba muy bien, incluso a nivel nacional, con firmas como Juan Carlos Portantiero, Raúl Gustavo Aguirre, Carlos Drummond de Andrade, Edgar Bailey, Juan L. Ortiz. Creamos un pequeño revuelo con ese suplemento. Pero un día lo suspendieron. Vino Caputto y nos dijo una frase histórica: “Miren muchachos, el suplemento está muy bien, pero Santa Fe es una ciudad mediocre y El Litoral debe ser un diario mediocre. Por lo tanto, las páginas de cultura también deben ser mediocres”.

América latina, salvo Cuba, un poco México, Chile cuando fue la detención de Pinochet y Brasil, país al que quieren darle el premio al mérito del desarrollo capitalista, dejó de ser noticia para la prensa francesa. En medio de toda esta crisis dentro del gobierno nacional, Le Monde sacó un articulito contando muy por arriba lo que estaba sucediendo. Era la primera noticia de la Argentina en un año. A Europa le preocupa Europa y sus centro de interés: África, Medio Oriente. No hay información fija sobre América. Sin embargo, quienes viajan a Buenos Aires quedan impresionados. Esperan encontrarse con ranchos de adobe y tipos con sombrero de paja recostados en las paredes. Y cuando bajan acá no lo pueden creer. En el avión que me traía, donde estaba rodeado de un grupo entusiasta de pasajeros de la tercera edad que venían de visita, anoté en mi libreta: ¿Qué les habrán dicho que iban a encontrar en la Argentina a estos viejitos que se los ve tan entusiasmados?