Es difícil saber qué se está diciendo cuando se califica a una novela como “cinematográfica”. En cualquier caso, no es en sí un problema: para imitar al cine, a la pintura, al ballet o a la lucha grecoromana, la literatura no puede hacer otra cosa que literatura. Distinta es la situación de esos libros que sólo exhiben su deseo de llegar a ser fotos de gente que se mueve. (Pasolini, en una memorable crítica en que acusó a Cien años de Soledad de ser un guión o un tratamiento, lo expresó con precisión: “el autor tiene conciencia de que su obra no es literaria ya que se trata de estructuras provisionalmente linguísticas”). Un abogado rebelde, la última novela de John Grisham, es un ejemplo notablemente preciso de un libro provisorio, construido meticulosamente para ser otra cosa. Signo de los tiempos, esa otra cosa se parece, por su estructura, a una serie de televisión.
El primer párrafo define a su protagonista y el tono. Sebastian Rudd es un abogado, pero no tiene una oficina en un edificio vidriado, no dirige un estudio con socios bien trajeados y casos millonarios ni vive en un loft con pinturas abstractas en las paredes y una modelo en la cama. Porta armas, vive solo, se muda cada día a un motel distinto, atiende clientes en una camioneta, lleva el pelo largo, usa botas, juega al golf borracho con compañeros con más antecedentes penales que handicap y adora las peleas de jaula, una mezcla brutal de box con artes marciales. Rudd se vanagloria de que sus clientes sean aquellos que ningún abogado razonable defendería, y una de sus reglas es no preguntar jamás si son inocentes, aunque parece que Grisham no puede procesar del todo bien la ambigüedad moral y sólo veremos actuar a Rudd en defensas de inocentes, o en casos en que la libertad del condenado no repugna a sus lectores.
La novela comienza cuando Rudd defiende a un convicto acusado del asesinato de dos nenas, ya condenado por la prensa, por un fiscal preocupado por su carrera, por un jurado hostil y repleto de prejuicios. Sus casos siguientes serán un mafioso condenado a muerte, un matrimonio víctima de un asalto policial en su casa o un luchador que golpeó a un árbitro. Sus métodos no excluyen el soborno ni la manipulación de testigos aunque sólo cuando los fiscales recurren a esas mismas técnicas. Siempre se las arregla para que mucha gente poderosa lo odie.
Un abogado rebelde tiene un comienzo desconcertante: está dividida en partes, y cada parte parece un cuento largo, independiente: se suceden los casos, sólo relacionados por la presencia de Rudd y su ayudante y guardaespaldas Partner, un ex convicto enorme y eficaz. Algunos de esos episodios, no todos, terminan unidos hacia el final de la novela, aunque las historias se alternan pero no se encadenan: el modelo es el rompecabezas, no el tejido. La estructura general es la de esas series que se construyen a partir de episodios que se resuelven mientras, en segundo plano, se desarrollan historias más largas o se ofrece nueva información sobre la vida privada de los personajes. Entre caso y caso, Grisham describe el mundillo de los “luchadores de jaula” o intercala los encuentros tensos en que Rudd discute con su ex acerca de la crianza de su hijo.
La sensación de que la novela es un “tratamiento” cinematográfico o televisivo no surge sólo de la organización general del relato, sino de la propia escritura. Hay “escenas”, narradas con el timing preciso de un narrador hábil como Grisham, junto con meras descripciones generales de una situación. La escritura es por momentos descuidada: es curioso que la troupe de editores que seguramente leyó esta novela no haya percibido que en dos páginas sucesivas Rudd se desconcierta porque tiene el juez de su lado y, acostumbrado al conflicto, no sabe cómo actuar; ni haya notado que repite en su alegato a un jurado, casi con las mismas palabras, lo que nos ha narrado a los lectores un poco antes. El descuido es compartido por la edición en castellano, que no sólo se ahorra las páginas de un índice, sino que le hace pagar a Rudd en euros una cerveza y convierte en “Tribunal Supremo”, como el de España, a la Suprema Corte de los Estados Unidos.
La lectura de esta novela de Grisham es muy educativa por dos razones. Por un lado, permite ver de manera muy clara el modo en que se construye un producto en la industria cultural norteamericana. Hay una fuerte codificación de los géneros (“tu te llamarás thriller jurídico”), hay una cuidadosa mezcla de repetición y diferencia. Los personajes están construidos de manera sistemática: un cliché más un rasgo diferencial y vistoso. Sebastian Rudd es el abogado preocupado por la justicia, pero con gustos violentos y pocos escrúpulos; su ex esposa es fría y cruel, y lesbiana. El ayudante es un hombre duro y silencioso –un modelo que podemos remontar al Llanero Solitario– al que su madre le prohíbe beber. El típico juez-árbitro del derecho norteamericano (y de las películas sobre juicios) es también una mujer lenta y obsesionada por las dietas.
El segundo interés pedagógico de la novela está en su descripción de la actuación de los fiscales y el modo en que la obsesión por encontrar culpables y mostrarlos a la prensa conspira contra la posibilidad de una Justicia justa, esa redundancia que suele convertirse en contradicción. Grisham es un liberal crítico –la novela incorpora varias reflexiones sobre la violencia institucional y sus consecuencias– y apoya diversas organizaciones por los derechos de los condenados. De hecho, el nombre del fiscal al que se enfrenta en el último caso se subastó en beneficio de una ONG, y un militante contra la pena de muerte pagó 5.000 libras para ser inmortalizado en la novela. De todos modos, puede notarse un fondo de fe –quizás justificado– en el funcionamiento de la justicia norteamericana. Los abogados y los fiscales convierten a la justicia en una lucha: “este juicio no se basa en el esclarecimiento de la verdad, sino en la victoria”, dice Rudd, y abunda en metáforas sobre golpear y sacudir a los testigos. Sin embargo, la crítica nunca llega demasiado lejos: ni la pereza de los jueces, ni la ambición de los fiscales, ni la posibilidad de manipular al jurado terminan de dañar a la Justicia.