En el mundo del Brexit y de Trump tiene sentido que Tzvetan Todorov se haya muerto. Si hubo un intelectual que desarrolló el concepto de alteridad, defendiendo el intercambio cultural y las fronteras abiertas, ese fue el exiliado búlgaro de nacionalidad francesa. Su crítica a los totalitarismos y a las ideologías en general (temas por los cuales se hizo conocido fuera de la academia en las últimas décadas) sumada a sus investigaciones sobre la Ilustración le valieron la consagración de “el último humanista”. Al menos así eligieron recordarlo en la catarata de necrológicas del 7 de febrero que acomodaron el personaje de acuerdo al color de cada publicación. Es que Todorov puede dar para mucho. En sus 77 años publicó unos 50 libros que van desde la teoría literaria hasta ensayos histórico-antropológicos, pasando por la filosofía del lenguaje y el estudio de la pintura renacentista. Hasta su muerte, fue director del Centro de Investigaciones sobre Arte y Lenguaje del Centro Nacional de la Investigación Científica (CNRS, por sus siglas en francés) además de profesor de las universidades Harvard y Yale.
Pero solamente su obra de juventud hubiera bastado para hacerlo pasar a la historia. Porque existieron, al menos, dos Todorov. El primero fue un pilar fundamental para el desarrollo de la teoría estructuralista francesa. Discípulo de Roland Barthes, colega y amigo de Gerard Genette y de Lévi Strauss, fue uno de los introductores en occidente (junto a su compatriota Julia Kristeva y el ruso Roman Jakobson) de los textos de los lingüistas del Círculo de Moscú –los “formalistas rusos”– sistematizando una teoría de la literatura que hasta el día de hoy es bibliografía obligada de los estudios de Letras. Y el segundo Todorov es quien decide, a partir de los años 80, alejarse del campo de la teoría literaria y pasarse al estudio de la historia pero desde una mirada antropológica y filosófica, convirtiéndose en un historiador de las ideas, ahondando en los conceptos de mal, otredad, justicia y memoria. Su obsesión fueron los grandes relatos pero sin subirse al tren de los filósofos posmodernos. Fue, incluso, un afilado crítico de las democracias neoliberales. Pero la división de su producción no respondió solamente al agotamiento del Estructuralismo sino a un quiebre político e interno.
El inmanente y el otro
Hijo de bibliotecarios, Todorov nació en Sofia en 1939 y vivió bajo el régimen comunista, algo que lo marcaría de por vida. Si bien no sufrió una persecución explícita, durante su primera juventud sintió la opresión del pensamiento dominante y se refugió en lo que, en ese momento, parecía más alejado de la ideología marxista-leninista: el estudio de la literatura como un sistema cerrado de signos, bien lejos de la Historia. A principios del siglo XX había surgido en Rusia una camada de lingüísticas y escritores vinculados a la vanguardia futurista (muchos de ellos luego perseguidos por la Rusia revolucionaria) que se propusieron encarar los estudios literarios de forma totalmente opuesta a las escuelas decimonónicas. Si antes la crítica se orientaba a explicar una obra con criterio subjetivos, por su contexto social o la biografía de su autor, los “formalistas” (llamados así despectivamente) propusieron llevar los estudios literarios al rango de ciencia. Así, inventaron sistemas para analizar los géneros del discurso, el arte poética y las funciones del lenguaje. Con el Círculo de Moscú primero y luego el Círculo de Praga fueron pioneros en el abordaje de los textos como estructuras cerradas –la inmanencia– y sirvieron, justamente, como catalizador del Estructuralismo francés. “Me había ocupado del carácter material de la literatura, de su carácter verbal. Me concentré en hacer estudios formales, de esa manera no tenía que transgredir los principios del marxismo”, contó en una entrevista con el diario El País. Con sus estudios de filología y los textos de los formalistas en la valija, desembarcó en París con 24 años en plena ebullición sesentista y se puso bajo el ala de Barthes, quien fue su tutor de doctorado. En esos años publicó libros fundamentales para los estudios literarios como Teoría da la literatura de los Formalistas Rusos (1965), Literatura y significación (1967), Poética de la prosa (1970), Los géneros del discurso(1978) y el muy difundido Introducción a la literatura fantástica, (1970) donde desmenuza y establece las reglas del género. En esos años también funda la mítica revista Poétique junto a Genette, se casa en segundas nupcias con la ensayista feminista Nancy Houston, toma la nacionalidad francesa e intenta hacer caso omiso a las simpatías comunistas de sus colegas y amigos. “Yo venía huyendo del comunismo y me sorprendía que personas a quienes yo admiraba mucho simpatizaran desde Francia con un régimen totalitario. Por eso en esos años intenté ser lo más apolítico posible”, dijo en una entrevista con la revista Le Nouvel Observateur.
Pero a partir de los años 80 algo se quebró en él y fue saliendo de los sistemas literarios para entrar de lleno en lo real. Y, en lugar de seguir obviando el elefante en el cuarto y sostener su sobreadaptación francesa, abrazó su calidad de extranjería, de “desplazado” (así se definía él) y se propuso tratar de entender, y de explicar, el concepto de otredad y cómo operó en los sistemas de opresión a lo largo de los tiempos. Todorov se alejaba así de la asepsia formal para embarrarse de contenido.
Si mal no recuerdo
Esta segunda etapa, Todorov la inaugura escribiendo La Conquista de América, la cuestión del otro (1982), una obra donde sostiene que el improbable triunfo de Hernán Cortés sobre los Aztecas se debió, en gran parte, a que los originarios –a diferencia de los europeos– no tenían desarrollado la idea de otredad. No estaban en guardia. Ellos esperaban a un dios y Cortés se los fabricó. A este libro le seguirán algunos ensayos más sobre la Conquista pero su necesidad de ahondar en los encuentros o choques culturales y cuestiones en torno a la moral (qué es el bien, qué es el mal, qué es la justicia) lo llevaron a investigar el Holocausto y las experiencias totalitarias. Algunos libros destacables de esta etapa son Nosotros y los otros (1989) y Frente al límite (1991), donde indaga cómo el “Bien” y la decencia humana pueden desarrollarse incluso en las situaciones más adversas. Para esto entrevistó a sobrevivientes de los campos de concentración nazis y estalinistas, inscribiendo, a la manera del collage, experiencias autobiográficas. A partir de estos estudios, se fue interesando cada vez más en los mecanismos de construcción de la memoria –y sus relatos– y escribió Los abusos de la memoria (1995) y Memoria del mal, tentación del bien (2000), entre otros libros. Aquí continúa sus exploraciones sobre el Siglo de las Luces, y la moral, así como el vaivén entre totalitarismos y democracias modernas. En este libro retoma la idea ya desarrollada en Los abusos de la memoria que es el cuestionamiento a la construcción de las subjetividades a partir de los recuerdos literales y la condición de víctima.
El difícil punto medio
Todorov estaba obsesionado por la búsqueda de “la verdad y lo justo” y le escapaba como a la peste a los análisis maniqueos o “extremos”. Se mostraba en contra de los discursos mesiánicos en nombre de un bien superior –no sólo los totalitarios, también se manifestó varias veces en contra de la injerencia de las potencias occidentales en Medio Oriente– y su modelo eran aquellos que, lejos del heroísmo, habían resistido. Admiraba a los “insumisos”, adjetivo que usó para titular uno de sus últimos libros donde traza perfiles del etnólogo GermaineTillion, Malcom X, Nelson Mandela y Edward Snowden. “Era un hombre del justo punto medio. Intentó darle fuerza a la idea de moderación, algo que es difícil”, dijo de él la periodista Catherine Portevin, que le hizo varios reportajes.
Esta búsqueda del “punto medio” fue el que lo llevó a mirar con desconfianza, entre otras cosas, las políticas de Memoria, Verdad y Justicia argentinas, luego de una visita al país en 2010. Tras visitar la ex Esma y al Parque de la Memoria, luego de mostrar su empatía por el horror, escribió un artículo para el diario El País cuestionando la ausencia de información en los memoriales sobre el “terrorismo revolucionario” local, al que llega a comparar con el de Camboya. “Claro está que no se puede asimilar a las víctimas reales con las víctimas potenciales. Tampoco estoy sugiriendo que la violencia de la guerrilla sea equiparable a la de la dictadura. (...) Sin embargo, no deja de ser cierto que un terrorismo revolucionario precedió y convivió al principio con el terrorismo de Estado, y que no se puede comprender el uno sin el otro. Su tragedia va más allá de la derrota y la muerte: luchaban en nombre de una ideología que, si hubiera salido victoriosa, probablemente habría provocado tantas víctimas, si no más, como sus enemigos. (...) La cuestión que me preocupa no tiene que ver con la evaluación de las dos ideologías que se enfrentaron y siguen teniendo sus partidarios; es la de la comprensión histórica. Pues una sociedad necesita conocer la Historia, no solamente tener memoria”, dice en el artículo. ¿Falta de conocimiento de la realidad local y del Plan Cóndor? ¿O los peligros del punto medio? En cualquiera de los casos, sorprende su análisis apresurado porque Todorov tuvo la rara virtud de no expresarse en caliente. De hecho, sus apariciones mediáticas eran contadas. “Siempre se rehusó a hacer comentarios superficiales o a reaccionar inmediatamente después de una acontecimiento”, dijo Olivier Postel-Vinay, de la revista francesa Books en la necrológica de The New York Times. “El escribía una columna mensual para nosotros y siempre se estresaba mucho cuando le pedíamos opinar sobre hechos recién ocurridos”, agregó.
Filólogo brillante, historiador incisivo y explorador de laberintos morales, Todorov construyó una obra para –casi– todos los gustos. Por eso no sorprende que luego de su muerte los distintos medios de prensa eligieran recordarlo según su conveniencia editorial. “Defendió con ardor las democracias occidentales no cediendo nunca a las sirenas de una extrema izquierda particularmente influyente en su época en la Universidad francesa”, dijo en su obituario el diario conservador Le Figaro. “Todorov, heraldo del humanismo”, tituló Le Monde. En el plano local algunos diarios no tardaron en replicar su carta cuestionando el “relato” de los derechos humanos en Argentina y evitaron hablar de sus fuertes críticas a las políticas neoliberales. Lo cierto es que hay Todorov para todos y para armar. Algo que seguiremos haciendo porque, antes de morir de una enfermedad neurodegenerativa, dejó listo para publicar El triunfo del artista, un libro donde, en un gesto final, une a sus dos mitades: la literatura y la historia.