La película menos favorita en la entrega de los premios Oscars del próximo domingo tal vez sea la más rica y compleja, la más potente, la más perdurable en el tiempo de las nueve nominadas en el rubro principal. El tercer largometraje escrito y dirigido por el neoyorquino Kenneth Lonergan, un drama trágico con personajes que aún no han encontrado su lugar en el mundo –y que posiblemente nunca lo encuentren–, se anima a poner en pantalla el dolor de la pérdida sin miedo a tocar los extremos, dejando de lado todos aquellos momentos y detalles que podrían confundirse con el lugar común del duelo, según las convenciones narrativas de una buena parte del cine contemporáneo. Como en sus dos películas anteriores –las también magníficas Puedes contar conmigo (2000) y Margaret (2011)–, Manchester junto al mar describe las relaciones familiares entre hermanos, tíos, sobrinos, padres e hijos (todas las combinaciones posibles), sin asimilar en el relato los convencionalismos del drama indie o del retrato psicológico al uso. Encuentra humor en los momentos aparentemente menos apropiados y construye la silueta de sus personajes sin recorrer todo el contorno, dejando espacios vacíos e incógnitas irresueltas. Finalmente, como Margaret, circula alrededor del tema de la culpa personal a partir de una situación sumamente traumática, sin juzgar ni señalar a nadie, simplemente describiendo aquello que se decidió narrar. Sólo así la película puede salirse con la suya con una apuesta tan extrema que, en los papeles, puede sonar algo ridícula: acompañar el flashback acomodado en el corazón del film –su centro de irradiación de conductas en el presente del protagonista y de aquellos que le son más cercanos– con la versión íntegra del “Adagio en sol menor” de Albinoni, ese Frankenstein de la musicología que a partir de su publicación en 1958 se ha transformado en un clásico de las tiras televisivas y afines. Llevando al límite la posibilidad de mostrar el dolor más íntimo en la pantalla y los altavoces, rozando en esa larga escena de diez minutos el concepto de melodrama en su acepción más pura, Lonergan crea una de las escenas más genuinamente dolorosas del cine reciente.
En la génesis del proyecto, que según el realizador tuvo un primer puntapié gracias a una idea de John Krasinski y Matt Damon (ambos productores del film), estaba el concepto básico de un hombre que vuelve a su lugar de nacimiento y crianza, del cual había decidido alejarse tiempo atrás, para enfrentarse a la posibilidad de tener que hacerse cargo de su sobrino. Esa es, fundamentalmente, la historia de Manchester by the Sea: Lee Chandler (Casey Affleck), un hombre de unos treinta y pico de años malhumorado e introvertido que, por momentos, parece ser dueño de varias de las características del sociópata, regresa a su pueblo natal (ese Manchester que no es el británico, sino una pequeña ciudad en Massachusetts, Estados Unidos) luego de que un llamado telefónico le dispara sin anestesia la mala nueva: su hermano mayor acaba de morir. Durante los primeros minutos, la película se dedica a describir la vida cotidiana de Lee, su trabajo como “hombre para todo” en un complejo de departamentos de Boston: plomero, gasista y electricista no diplomado, entre otras cosas. Una pelea verbal con la dueña de uno de esos departamentos tendrá su correlato algunos minutos más tarde, en otra escena que transcurre en un bar: la necesidad de descargar físicamente la ira contenida hace evidente otra faceta, menos amable aún, del personaje. El viaje relámpago a Manchester, que será un poco más largo de lo inicialmente previsto, resulta ser no tanto el verdadero punto de partida de la historia como un escalón más en un viaje que regresará a varias instancias del pasado, con un notable uso del montaje en la superposición de las diversas capas temporales. De alguna manera, esa pérdida reciente tendrá como corolario directo la necesidad de relacionarse con un mundo que se dejó atrás, precisamente para escapar de otra situación dolorosa. “Me interesaba la idea de alguien que ha soportado aquello que resulta insoportable”, declaró Lonergan en una entrevista con periodistas, en ocasión del estreno mundial del film el año pasado, en el Festival de Sundance, “pero que por la cercanía con el resto de su familia no puede simplemente desaparecer. Tengo una hija y mi fantasía siempre ha sido que, si ella perdiera la vida, me mataría. Porque no soportaría estar vivo. Eso podría o no ser cierto, pero esa es la clase de pensamiento que tenés como padre. Por lo tanto, cómo sobrevive la gente a esa clase de situaciones es un misterio para mí. Es interesante que lo que causa esa clase de angustia, y lo que puede ayudarte a atravesarlo, es el amor, y no sentís esa clase de dolor a menos que pierdas a alguien que amás”.
La vida sin condensar
Existe en la ética narrativa del cine de Lonergan (o, lo que en este caso resulta ser lo mismo, su estética) tres elementos que comparten predominancia. En primer lugar, una insistencia en la paciente construcción del relato, sus circunstancias y los personajes que habitan ese mundo; una atención a los más pequeños detalles gestuales o posturales; una búsqueda de la esencia en cada una de las escenas que, muchas veces, lo empuja a cortar abruptamente una situación –que otros realizadores considerarían un posible clímax– recurriendo a la elipsis. En segundo lugar, un coqueteo con las posibilidades expansivas de la narración literaria, en el sentido de no ir en busca de la condensación sino, muy por el contrario, afianzar la proliferación de temas, personajes secundarios y subtramas que enriquezcan el núcleo, permitiendo la posibilidad, al mismo tiempo, de que esas líneas paralelas se transformen momentáneamente en universos centrales. En tercer y último lugar, el énfasis en lo cotidiano, en los eventos comunes y corrientes o bien extraordinarios y únicos que suelen acontecer en las vidas de cualquiera de los espectadores que se acercan a ver sus películas. En Manchester... esos elementos pueden ser la muerte de un familiar, la posibilidad de una mudanza a otro lugar, el reencuentro con un amor del pasado o la sensación de no sentirse bien recibido en el sitio en el cual se vivió una parte relevante de la vida. ¿Tiene que ver el hecho de hablar de esos miedos con la búsqueda de cierta idea de “verdad” en sus películas?, preguntó el periodista Nick Allen en una entrevista para RogerEbert.com, que continúa muy activo luego de la muerte del legendario crítico gracias a un nutrido grupo do de colaboradores. “Creo que es más interesante. Me da una satisfacción personal, una satisfacción estética”, respondió Lonergan, agregando: “También me encantan las películas fantásticas. Amo La guerra de las galaxias y Encuentros cercanos del tercer tipo. Creo que esas películas están expresando emociones a través de una fantasía. A mí siempre me interesó el naturalismo y ver si se puede lograr que la vida real sea lo suficientemente interesante para que sea dramática, sin ‘mejorarla’ con aditamentos”. De alguna extraña manera, las ideas del realizador parecen estar bastante cerca de aquellas promovidas por el principal exégeta del neorrealismo, Cesare Zavattini, aunque su cine se asemeje poco y nada a los ejemplos más famosos de ese movimiento. “Al mismo tiempo, en mis películas pasan muchas cosas. Cosas que, si le ocurrieran a uno, pensaría que acaba de atravesar un mes realmente loco. Que nadie robe un banco no quiere decir que no haya trama. Pero una persona como cualquiera de nosotros, una persona de clase media con ciertas seguridades como yo, tiene una semana con algunas dificultades y comienza a perder la cabeza. No veo por qué eso no puede transformarse en un relato dramático”.
Film de actores
Manchester junto al mar pertenece a esa raza de películas norteamericanas que sólo suele recibir algo de atención durante la temporada de premios. En su delicada superficie dramática y ritmo pausado, en su ausencia de grandes estrellas y en la imposibilidad de tomar de ella un concepto aleccionador o “inspirador” (esa maldita idea de entender el cine como una publicidad diseñada para vender mensajes positivos), Lonergan recupera algo del brillo de ese New American Cinema que en los primeros años 70 ponía de relieve las tribulaciones de toda una generación, luego de la caída definitiva del sueño americano en la pantalla de Hollywood. Respecto de la falta de prioridad en términos de producción (en líneas generales, porque las excepciones existen) para un cine adulto en la industria del cine de su país, el realizador admite que está muy contento con la película, pero que “si tuviéramos esta discusión en 1976 en lugar de 2016 no sería tan inusual que la gente trate a la audiencia con algo de respeto, creando personajes que no son ni buenos ni malos sino algo en el medio. Si te vas unos años hacia atrás, eso no era algo tan raro. No es por ‘inflar’ mi posición como realizador, pero es una pena que haya tan poca fe en la audiencia”.
Si bien la extraña nomenclatura “film de actores” no posee usualmente demasiado asidero, no deja de ser cierto que para lograr ese naturalismo que se destaca como uno de sus objetivos principales, Lonergan (él mismo actor, además de dramaturgo) suele rodearse de notables intérpretes para darles vida a los personajes creados en el papel. En Manchester junto al mar el realizador escogió a Kyle Chandler (El lobo de Wall Street, Argo) para interpretar al hermano del protagonista, a Gretchen Mol (The Notorious Bettie Page) para encarnar a su esposa y a la también rubia Michelle Williams (Secreto en la montaña) en el rol de la ex mujer de Lee. Para el papel del sobrino en su versión adolescente, la elección recayó en Lucas Hedges, en lo que parece ser su papel consagratorio luego de algunas participaciones un par de films de Terry Gilliam y Wes Anderson. En una breve escena, incluso, reaparece Matthew Broderick, presente en los dos films anteriores del realizador. Todos ellos actores y actrices de bajo perfil que, sin embargo, remiten a una de las mejores tradiciones del cine estadounidense clásico: el alto nivel de sus intérpretes secundarios o, como solía llamárselos, de reparto. Ese talento resulta primordial en el caso de las películas de Lonergan, que sin resultar corales dependen en gran medida de sus derivaciones narrativas para alcanzar las cotas de complejidad dramática buscadas. El papel central recayó en Casey Affleck, quien viene construyendo una constante pero irregular carrera a la sombra de su mucho más famoso hermano mayor, Ben, y de quien, a juzgar por algunas de sus mejores participaciones, ha sido en líneas generales algo desaprovechado. Pocas oportunidades de brillo le brindaron sus participaciones en American Pie 2 o en La gran estafa y hay que remontarse a ese gran ejercicio de estilo destilado que es Gerry, de Gus Van Sant –donde compartió cartel junto a Matt Damon– para encontrar uno de los primeros indicios de su enorme capacidad frente a las cámaras. Su performance en Manchester..., justamente nominada a un premio Oscar, entre otros galardones recientes como el Globo de Oro, merece destacarse no tanto por la afilada intensidad de los momentos dramáticamente más explosivos sino, por el contrario, por su capacidad a la hora de transmitir las complejas emociones de su personaje a partir de pequeños gestos y miradas que, en algunos casos, dicen bastante más que las palabras. Lonergan parece haber encontrado en el Affleck que aún no ha alcanzado el estatus de estrella el vehículo ideal para ese personaje torturado pero dispuesto, de una manera u otra, a seguir transitando los caminos de esa vida que le tocó en suerte vivir.