2016 fue, sin dudas, el año de las ratas en el cine. No, no hubo una secuela de Ratatouille, aunque ese rumor circuló con fuerza durante una parte del año, hasta que los voceros de Pixar lo desmintieron rotundamente. Las ratas que pudieron verse en pantalla grande fueron bien reales y sin ninguna capacidad culinaria extraordinaria. Un par de documentales con protagonistas y temáticas similares fueron lanzados en dos de los festivales de cine más importantes del mundo –Locarno y Toronto– con apenas un mes de diferencia, como si de pronto algún agente de los roedores hubiera logrado, mediante el más feroz lobby, poner a sus congéneres debajo de las candilejas. Rat Film, del realizador Theo Anthony, logró ponerle los pelos de punta a más de un espectador de la usualmente tranquilla villa del sur de Suiza: su descripción acerca de la siempre dificultosa convivencia entre esos animales y el ser humano, desde el inicio de los tiempos hasta la actualidad, concentra la atención en los arrabales de Baltimore, donde una peste de ratas pardas (también conocidas como “noruegas”), que nunca ha podido ser erradicada, es relacionada directamente con la marginalidad de un porcentaje creciente de habitantes. Donde hay hombres y mujeres hay ratas, afirma sin pelos en la lengua uno de los responsables del departamento de erradicación de roedores: “Nunca ha habido acá un problema de ratas; siempre ha sido un problema de humanos”. El documental de Anthony aún no llegó hasta estas costas, pero el otro largometraje, de título simple y rotundo, Rats, acaba de incorporarse a la oferta de la plataforma Netflix, ofreciendo a sus corajudos espectadores una mezcla de realismo extremo, suspenso e, incluso, alguna pizca de terror animal. Porque, a fin de cuentas, ¿quién no da un respingo o estalla en alaridos antes la súbita presencia entre los pies de esos veloces animales que, de alguna manera, nos ponen frente a frente con nuestros miedos más atávicos?

El documentalista Morgan Spurlock saltó a la fama hace más de diez años con su ópera prima, Super Size Me, en la cual intentaba demostrar, en su propio cuerpo y espíritu, los devastadores efectos del consumo intensivo y exclusivo de hamburguesas de cadenas como McDonald’s. El film fue un éxito global, a pesar de lo que podía suponerse un punto de partida algo arbitrario. Más allá del sensacionalismo inherente a algunos de los mecanismos de su estilo documental, de la película podían deducirse, por elevación, los terribles corolarios de una mala alimentación, tanto por exceso de consumo de comida chatarra como por la falta de equilibrio en los componentes de la dieta (males que sí afectan a una parte importante de la población mundial). Spurlock no ha perdido casi ninguna de sus mañas y Rats, que fue financiada en parte por Discovery Channel (aunque es dudoso que el film vaya a exhibirse sin cortes en esa señal de tevé para todo público), ofrece dosis equiparables de información y de shock diseñado para el disgusto más visceral del espectador. Hay algo de mondo movie –ese género inventado por los italianos Gualtiero Jacopetti, Paolo Cavara y Franco Prosperi con la exitosa Mondo Cane en los 60– en la manera en la cual el realizador recorre el mundo para registrar algunos de los más extremos ejemplos de convivencia o enfrentamiento entre ratas y humanos. El primer segmento, rodado en la ciudad de Nueva York, hace las veces de introducción: aunque no las veamos, las criaturas siempre están, a la espera de las relucientes bolsas de residuos del restaurant más paquete; agazapadas en las alcantarillas, en pleno centro de cualquier metrópolis; refugiadas momentáneamente en las madrigueras de los parques, donde niños y adultos corren y juegan durante el día. Las imágenes de las pequeñas bestias corriendo a toda velocidad con algún trozo de comida en la boca en plena Gran Manzana se acercan en su tono a esos programas de televisión que denuncian condiciones sociales con un sesgo amarillista.

Si en la gran ciudad norteamericana, con una batería de recursos económicos y técnicos, ha resultado imposible sacarse de encima a los bichos (un veterano exterminador, cigarro en mano e iluminado como si se tratara de un detective privado de un film noir clásico, afirma que es francamente imposible eliminar a esos seres diabólicos), la siguiente parada se detiene en un barrio suburbano de la superpoblada Mumbai. Allí, un grupo de hombres de todas las edades sale por las noches a atrapar a los animales utilizando el método más tradicional que pueda imaginarse: un palo y una red. Hay algo primitivo, pero, al mismo tiempo, más justo en esa caza manual. Incluso un componente ecológico: el uso de raticidas, además de colaborar con la contaminación de suelos y cursos de agua, termina potenciando la resistencia de las ratas a los químicos, generando a su vez la necesidad de pesticidas más potentes y peligrosos. Una secuencia previa (y atención: una de las más desagradables) muestra a un grupo de biólogos realizando una serie de autopsias a ratas de alcantarilla recogidas al azar, demostrando el peligro genuino más allá de fobias y prejuicios: prácticamente la totalidad está infectada de una u otra enfermedad, fácilmente transmisible al ser humano a partir de las heces, la orina o, en el peor de los casos, una mordida. Spurlock recurre a la más ominosa de las músicas para ilustrar sus ideas y, a lo largo del film, echará mano también a los efectos de sonido para generar el nerviosismo o el desagrado inmediato. Pero Rats también viaja a Vietnam, donde la carne de rata es consumida en algunas regiones desde tiempos milenarios, por placer culinario y no por necesidad. “Saben a pollo, pero más dulce”, afirma la cocinera, mientras corta las colas y cabezas de los animales recientemente sacrificados, al tiempo que prepara las salsas con las cuales serán acompañados en el plato. A partir de ese momento, el film deja abierta la posibilidad de la convivencia entre unos y otros (que no elimina, ni mucho menos, la condición de conveniencia alimenticia, de un extremo a otro de las posibilidades). Así parece reafirmarlo el último capítulo: en un templo de Rajastán, en la India, los feligreses ingresan al lugar sagrado para rezar y compartir unos momentos con los animales, a quienes consideran humanos en un estadio previo, próximos a reencarnar en una futura vida. El edificio y su plaza central están infestados de ratas, las más mansas que puedan imaginarse, dispuestas a comer o beber de la mano de quien se acerque con un trozo de comida o un sorbo de leche. El viaje llega así a su fin, demostrando, de una extraña manera, que Ratatouille tenía razón. Sólo faltan inversores para abrir un restaurante mixto.