Tras unos pocos años de militancia contra el cholulismo periodístico, a favor de establecer una distancia crítica con los eventuales entrevistados, un día, tipo 9 de la mañana, sonó el teléfono de casa. Con algún delay surgió de pronto una voz nítida, aunque lejana: “Hi Fernando… here Angus…”. Todas las defensas cayeron. Las premisas básicas del periodismo –desde la adopción de un tono de impostada neutralidad hasta la necesidad de darle un orden lógico y coherente a la entrevista- se irían derrumbando, una tras otra, en el transcurso de la media hora de entrevista que Angus Young le concedió a Página/12 antes de los shows que AC/DC realizó en la cancha de River, allá por 1996.
Había memorizado un puñado de preguntas, con orden de prioridades y la previsión de posibles repreguntas. Pero ante el primer comentario del guitarrista (“estoy ansioso por conocer a los fans argentinos, me han dicho que son muy apasionados”, me dijo, y ni se me ocurrió pensar que eso se lo debía decir a los periodistas de Noruega…), la única reacción, evidentemente no profesional, fue ratificarle que en Argentina estaban los más auténticos fans de AC/DC de todo el mundo y que yo, por supuesto, era uno de ellos. Ahí murió el periodismo. Desde el punto de vista de las necesidades del diario, la entrevista fue un fracaso. A las limitaciones expresivas e idiomáticas del entrevistador se sumó el coacheo del entrevistado: a una pregunta tonta, si elegiría Highway to hell o Back in black como mejor disco de la banda, dijo: “Ballbreaker”, que era, claro, su último álbum a la fecha. La “corrección” de Angus solo fue alterada -¡para mal!- cuando se puso a hablar de política. Mi ídolo de la adolescencia había resultado ser bastante facho. No le caían bien ni los inmigrantes (él y su familia lo eran), ni los negros, ni los izquierdistas; defendía a los grandes sellos multinacionales y el orden mundial. Con más vergüenza ajena que decoro profesional, estos detalles fueron minimizados en la nota que salió publicada en el diario y que por suerte fue rápidamente olvidada.
No me perdí ninguno de los shows de River. Del estado de conmoción que me acompañó durante esas noches recuerdo particularmente el nudo en el estómago que sentí (me acuerdo y se me pone la piel de gallina), cada vez que arrancó el riff de “Highway to hell”. Era una emoción energizante que hacía que 60 mil personas nos moviésemos en bloque, acompasadamente, siguiendo la secuencia rítmica de la canción. No me volvió a pasar. No así. Era una experiencia personal, pero al mismo tiempo colectiva. Creo que cada uno se ponía en la piel del que estaba al lado, o atrás, o más adelante, y la cancha de River pasó a ser, por un rato, un cuerpo único, que respondía a la pulsión más primitiva del aliento rockero.
Debería agradecerle a mi ex compañero y entonces amigo Gabriel que, en primer año de secundaria de un colegio católico del barrio de Belgrano desafió mis débiles defensas pop (ABBA, Bee Gees, esas cosas) y en un recreo me dijo, después de mostrarme el cassette de Highway to hell y de Powerage: “Escuchá esto”. Subversión pura. La vida dio muchas vueltas desde entonces, los gustos fueron permeados por otras experiencias, también hubo algún período de cansancio rockero y de cansancio en general. Pero nunca se me “curó” el acto reflejo de mover la cabeza cuando, en la circunstancia que sea, suena una canción de AC/DC. Ahora mismo, por ejemplo.
Nostálgico pero realista, debo confesar, casi 25 años después, que aquella entrevista a Angus fue una de las peores notas que haya hecho y, al mismo tiempo, uno de los momentos más inolvidables en esta profesión. Cuando colgué el teléfono tenía las manos frías y transpiradas, y lo primero que pensé (reacción análoga, hubiese dicho el Negro Fontanarrosa, a la que surgiría después de levantarse a la más linda del barrio): “¡Cuando le cuente a mis amigos…!” El periodismo, al cabo, no deja de ser una extensión de esa jactancia doméstica.