Me subo al Metrobus y otra vez me doy cuenta que por elegir donde menos personas hay, estoy en el vagón exclusivo para mujeres. Pero todo bien, soy foráneo.

Cuarenta minutos después me bajo en una estación, atravieso el puente peatonal y aparezco rodeado de magueyes mexicanos que me hacen pensar en el aguamiel. Ahora el recorrido es marcado por un curador dentro de un museo de arte contemporáneo: el cuerpo sumergido en el universo del color, el cuerpo reflejado en el pensamiento.

Desde pequeño me interesó el modo en que las historias son contadas, escuchando con el rabillo del ojo, sumergido pero desconfiando del narrador: el nene que te hace miles de preguntas, te quema la cabeza, te quita las ganas de seguir contando y le decís andá, andá, ponete a dibujar. Pero por suerte, en mi familia a muchos les gusta contar, y esos, los entusiastas, seguían contra viento y marea. Aunque esto viene de antes. Mi abuelo Manuel Marciano, a quien no conocí, escribía poesías y las cantaba con su guitarra en el campo, y después de su suicidio él mismo se convirtió en núcleo de una historia que explota en miles de puntos de vista, en miles de versiones, en el mito familiar.

“Cuando yo pasé de grado/ me regalaron un perro,/ que tenía el ojo negro/ como de haberse peleado”. Algunas noches cuando mi hermano y yo no nos podíamos dormir, mi madre nos recitaba Mi perro León de Héctor Gagliardi, ya no por su gusto, sino por nuestra pura insistencia de estar sumergidos en un relato amoroso y, en particular, en una historia trágica: al perro León lo había atropellado un auto, y muerto, se lo habían llevado en un carro de basura. Hay que agregar que mi madre dramatizaba un poco los versos, y mientras mi hermano nunca llegaba al final porque se dormía antes, yo terminaba bañado en lágrimas. Suelo pensar que ese fue otro eslabón de la introyección del “había una vez” de esa forma de narrar, ese entrar a una historia, seguido por un nudo y, finalmente, el desenlace. Es hermoso verlo ahora y hacer explotar esa estructura: un sitio donde hacer pie y con un impulso adentrarse a las aguas del relato propio. 

Sigue la historia. Entro al Museo Universitario de Arte Contemporáneo en la Ciudad de México. Frente a la obra C-Curve de Anish Kapoor, estructura metálica curvada, empiezo a percibir una especia de tironeo, soy abducido por la obra, mientras se delinean claramente los límites de mi cuerpo, me individualiza en el espacio concreto. Es el efecto del reflejo deformante (un gesto reflexivo de extrañamiento que me interpela, no una mueca circense) lo que marca mi individualidad, a la vez que soy arrojado al universo del cuerpo social. Me resultaba impensable ver C-Curve en soledad. Me estoy viendo despojado de prejuicios, una especie de mirada impúdica. Me gustaría estar solo pero, por favor, no se vaya quería decirle al seguridad de la sala. Qué haría sino estrellarme contra ese reflejo como los insectos alrededor de una lamparita encendida. Entonces, camino y me doy cuenta de que no solo estamos los de la sala, sino que además nos multiplicamos desbordando los ventanales del museo. Éramos los actores de esa teatralidad propuesta, una mise-en-scène de la participación: estaba ahí y veía los millones de personas apretujadas en el metro diariamente; sentía el vértigo parado en la punta de la Pirámide del Sol; una tortuga del mar del Caribe pasando a mi lado; bailaba empapado en el éxtasis que me había tomado una noche en un bar de la Riviera Maya; en la misma cama, una chica dormía a mi izquierda mientras el chico, del lado de la ventana entreabierta, despegaba las sábanas de mi cuerpo sudado en un pueblo de Quintana Roo.  Y de golpe, como en una película de ciencia ficción, con un corte de plano sin continuidad, volvía a estar parado frente al acero inoxidable con acabado pulido espejo: es el relato de estar en el mundo, es el relato que te envuelve pero no te aliena. Como si Kapoor te ofreciera la estructura para contar, donde tenés que poner la Historia en esa materialidad que expande los horizontes de la realidad.

Anish Kapoor filma una película y antes de mostrarla le pasa una pulidora y borra cualquier indicio ficcional, y ese celuloide velado, esa plaquita de acero inoxidable bombé, es el espacio propicio para universalizar el sentido. Y ahí estaba yo otra vez, detenido en una comisaría de pueblo mexicano por tomar cerveza en la vía publica gritando “llamen al consulado”; perdido en bicicleta a las doce del mediodía pedaleando con casi 40 grados envuelto como un beduino en una ruta en medio de la selva; con lágrimas en los ojos frente al mar porque tanto azul turquesa era imposible percibir; durmiendo cucharita después de tener sexo rodeado de murales multicolores. La historia no se cuenta sola.


Paco Fernández Onnainty es artista y licenciado en artes en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Participó de los talleres y clínicas de Rubén Szuchmacher, Alberto Goldenstein, Margarita García Faure, Silvia Gurfein, Ernesto Ballesteros y Valeria González. En teatro trabajó con Rafael Spregelburd, Andrea Garrote, Elisa Carricajo y el colectivo Piel de Lava. Fue ambientador de arte en cine y realizó intervenciones visuales junto a Liza Casullo. En el 2013 trabajó en una guardería de perros en Tortuguitas y, luego, realizó la videoinstalación Ahora el sol entra por la ventana. Perros en el Centro Cultural Ricardo Rojas. La historia de Onnainnty y los perros también fue contada por Ezequiel Alemian en su libro Onnainty (2015), publicado por la editorial rosarina Iván Rosado.