Uno
Entre las postales que conforman mi mapa imposible se adivina, también, un breve inventario de casas donde viví. Huellas y retazos de una ciudad que fue o pudo ser -y también del que fui o pude ser- se reflejan en esos puntos geográficos de capas superpuestas donde el pasado y el presente se superponen, se enciman, se confunden hasta conformar un tiempo que no es. A veces, cuando paso por alguna de ellas, me detengo a contemplarlas hasta que los cambios del tiempo se desvanecen como una capa de polvo y emerge, por fin, la fachada tal como fue. Entonces la puerta se abre apenas una rendija, como si alguien, del otro lado, estuviera a punto de salir pero se detuviese por cualquier motivo -palparse los bolsillos en busca de llaves o billeteras, la voz a sus espaldas que recuerda que también falta leche, la inesperada brisa fresca que lo hace pensar en llevarse algún abrigo- y, por lapso brevísimo, fugaz, la puerta se queda ahí, apenas entreabierta. Cuando vuelvo a mirar ya no está. Como un espejismo que se desvanece en el desierto.
Dos
Una de esas casas estaba en Fisherton. Era un cómodo dúplex con techo de tejas y paredes de ladrillo visto en Wilde y Tucumán. Me había ido en busca de más espacio y detrás del amor de una mujer. Había dejado un departamento de un dormitorio -una caja de zapatos en la que tenía que abrir la puerta del dormitorio para estirar las piernas en la cocina-living- y me abracé a esa casita con parrillero y cochera, un dormitorio para mis hijos cuando se quedaran a dormir, y un escritorio para mí que a veces persigo la escritura como algunos persiguen la felicidad -y justo alquilé una casa sobre calle Wilde sin saber que un siglo atrás el tipo le decía a Miguel Cané que estaba bien, relativamente bien, pero que sólo estaría feliz cuando se dedicara a escribir novelas-.
Wilde tiene algo equivocadamente fronterizo, escribí entonces -pero supongo que todavía lo tiene-. Sobre todo si uno se para en la rotonda y adivina, hacia el oeste, el tramo en que la avenida Eva Perón se transforma en ruta y se aleja hacia Funes. Tiene algo equivocadamente fronterizo porque parece marcar una división que no es tal; algo que termina y otra cosa diferente que inicia al otro lado de la línea imaginaria.
"Desde antes del amanecer, el rugido de camiones que entran y salen del Mercado de Concentración y su paso trepidante por el bulevar se instalan como un rumor de fondo. El asfalto emparchado guarda las huellas de ese tránsito continuo, y en el paisaje sobreviven marcas de otros tiempos. A veces, cuando vuelvo en la K y me bajo en la rotonda de Mendoza y Wilde, paso frente las ruinas de una antigua parrilla comedor con aspecto de parador de ruta. Tiene un toldo de chapa que se estira hasta la calle, afirmado por adoquines y ladrillos para evitar los embates del viento, y un cartel corroído en el que el óxido se comió algunas letras. Me gusta imaginar sus años de esplendor. O, por lo menos, el tiempo en que la gente se refugiaba del sol bajo ese toldo de chapa para comer algo al paso. Al lado, unas cubiertas apiladas -con la infaltable cubierta puesta en forma vertical, con letras pintadas en blanco al borde de la vereda- señalan la presencia de una gomería."
En mi mapa imposible esa es una de las formas que siempre tendrá esa zona. En mi mapa imposible hay un dúplex donde todavía persigo el amor de una mujer, escribo como quien persigue la felicidad y cuento el barrio como si esa fuera, de algún modo, mi forma íntima de habitarlo.
Tres
La caja de zapatos que había dejado quedaba en Vera Mujica y Rioja. Era un pasillo antiguo con una puerta de hierro negro que desembocaba en un patio interno donde habían alzado cuatro departamentos minúsculos, a estrenar, como consecuencia de alguno de esos emprendimientos que buscan sacar el mayor rédito posible a unos pocos metros cuadrados. Las terminaciones y el equipamiento eran razonablemente buenos -aunque en el apuro hubieran puesto el bidet entremedio del inodoro y el portarrollo de papel higiénico, de modo que había que ser Reed Richards, el de Los 4 Fantásticos, para alcanzarlo- y como fui el primer inquilino de todos los departamentos, por un tiempo dispuse del patio para mí solo.
No era gran cosa, pero entonces me acababa de separar y, después de deambular un par de meses como inquilino incómodo por dormitorios prestados, alquilar mi espacio propio fue tan necesario como reparador. De cualquier modo no tenía mucho: un viejo TV, un sillón negro, un somier usado y un montón de libros apilados en el suelo. Nunca dejó de ser un lugar de tránsito, un espacio temporal, como una prolongada estadía de hotel. Se puede construir, comprar o alquilar una casa; nunca un hogar, escribí entonces. El hogar es otra cosa. No basta con llenar el espacio con los elementos que se supone conforman el hogar. Los elementos habituales o comunes -los juegos de platos, las ollas y sartenes, el sillón que poco a poco toma la forma de un cuerpo, los rincones específicos en los que encontrar ciertas cosas que sabemos que solemos dejar allí, las sonrisas familiares en los portarretratos- no son constitutivos de un hogar. El departamento, si acaso, se parecía a un hogar en esos ratos en que a mí se me daba por hacer salsa y el olor se entremezclaba con el rumor de voces de mis hijos, que soportaban estoicos mi torpe aprendizaje culinario; o cuando una chica de ojos pardos cantaba en la ducha o llegaba sin avisar y yo suspendía el raquítico tecleo para hacer café o desnudarla.
Cuatro
Y puestos a desandar el camino de atrás para adelante -aunque a decir verdad la expresión sea un tanto confusa, porque atrás en la línea cronológica está mi presente y adelante está mi pasado, con lo extraño que suena dicho así-, antes de la caja de zapatos estuvo ese tiempo de valijas sin desarmar, en tránsito perpetuo, en que parecía estar de viaje hacia ningún lugar. Esos días en que iba dando las señas de un lugar en el que ya no me podían encontrar y la vida se había transformado en un eterno mientras tanto. Después de una semana de dormir acá y allá fui a parar a una habitación prestada en una casa de Francia y Ocampo que, años después, hubo que derrumbar y rehacer. La casa tenía tres gatos huidizos y una perra inquieta. La perra, cachorrita y sin un concepto claro de qué se podía morder y qué no, saltaba sobre mis pantalones, atacaba mis bolsas y jugaba con los cordones de mis zapatos. Los gatos, en cambio, me miraban con desconfianza y huían por los rincones. Me recordaban, todo el tiempo, quién era el invasor.
Había un acrílico que replicaba el mural de Joe Strummer pintado sobre una pared del East Village de New York, hecho por mí. Un libro de VilaMatas a medio leer. Un sillón de caña sobre el que se acumulaban camisas usadas. Las dos valijas sin desarmar. Y un escritorio desnudo en el que pensaba que alguna noche me sentaría a escribir pero lo postergaba indefectiblemente, porque escribir es siempre asomarse a un abismo y por entonces me faltaba el coraje o me podía el vértigo.
Supongo que esos días los recuerdo así. Como tambaleándome en un borde, esperando a que pasara el vértigo.
Cinco
De modo que en mi mapa imposible se adivina, también, un breve inventario de casas donde viví, puntos geográficos de capas superpuestas donde el pasado y el presente se superponen hasta conformar un tiempo que no es. De puertas que a veces se abren por apenas un instante.
Me pregunto a veces a cuál de todos los que fui vería salir si la puerta se mantuviera abierta el tiempo suficiente.
Me pregunto, a veces, si me quedaría a verlo.