Luis Muiña es un represor de la última dictadura cívicomilitar que tuvo dos condenas por secuestros, torturas, desapariciones y un homicidio en el Hospital Posadas, donde funcionó un centro clandestino de detención. Su nombre era desconocido públicamente, entre los de tantos otros genocidas. Había entrado a trabajar en el establecimiento a los 21 años, como auxiliar de vigilancia, junto con otros dieciséis hombres a los que rápidamente los trabajadores del centro médico empezaron a llamar «los SWAT». Era una alusión irónica a la serie estadounidense de esa época protagonizada por un equipo policial de élite. En el caso del Posadas, era una banda parapolicial que torturaba y mataba.
La Corte Suprema sacó a Muiña del anonimato el 3 de mayo de 2017 en una jugada sorpresiva que puso en jaque toda una política de Estado que el tribunal llevaba más de doce años construyendo para lograr juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad, siempre con el motor de la lucha de los organismos de derechos humanos. Con las firmas de los dos jueces designados por Macri — Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti— más la que aportó la metamorfosis de Highton de Nolasco —quien le debía al gobierno de Macri su permanencia después de los 75 años—, el represor consi guió para sí el beneficio que preveía la vieja ley del 2×1, que consiste en computar dobles los días de prisión preventiva pasados los dos años sin sentencia.
Con una lectura forzada, los supremos y la suprema aplicaron una ley (la 24.390) que había sido sancionada en 1994 y derogada en 2001. Es decir, llevaba dieciséis años sin vigencia. En sus orígenes había sido pensada como un recurso frente a la superpoblación en las cárceles, llenas de presos sin condena, entre quienes no había represores, en esencia porque regían las leyes de Punto final y Obediencia Debida que impedía juzgarlos. Muiña, de hecho, fue detenido por primera vez en 2007, bastante después de la derogación, en la empresa de seguridad donde trabajaba. El criterio de la Corte anterior a Macri había sido rechazar los pedidos de 2×1 de torturadores automáticamente. Los declaraba inadmisibles. El cambio de argumentos abría una compuerta gigante a los acusados de crímenes de lesa humanidad.
Además de ser supremos, había que ser temerarios para tomar una decisión semejante, para enfrentar a la sociedad en sus consensos básicos, para dinamitar en catorce páginas el largo camino construido de reparación a las víctimas, y a la ciudadanía toda. La Corte de pronto se lanzaba a desafiar un modelo de Memoria, Verdad y Justicia que es ejemplo mundial. Violentaba hasta el sentido común.
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La sentencia del 2×1 se gestó en el despacho de Rosenkrantz, el juez más afín a la Casa Rosada, y tuvo como arquitecto a su secretario penal, Federico Morgenstern, que venía de trabajar en Comodoro Py con el camarista Martín Irurzun y había tejido una amistad con su jefe supremo en la Universidad de San Andrés, en un seminario de Teoría Jurídica. El Gobierno también hizo su parte, y empujó el fallo.
A las pocas semanas de instalarse en la Corte, Rosenkrantz repartió tareas en su equipo de letrados, a quienes había presentado públicamente en la página web del CIJ con el nombre de la universidad extranjera en la que cada uno había obtenido algún título. Morgenstern figura como magíster en Derecho Penal y Ciencias Penales de la Universitat Pompeu FabraUniversitat de Barcelona, graduado allí en 2012.
Una de las primeras cosas que hizo Morgenstern en la Corte fue ir a hablar con el secretario penal de entonces, Esteban Canevari, para pedirle un detalle de todos los casos penales y en especial de derechos humanos que estuvieran pendientes. Canevari, un conservador que llevaba años en el tribunal y ya planeaba su retiro, confeccionó una lista que podía ser apetecible para su destinatario. Incluía la revisión de la condena contra el cura Julio Grassi por corrupción de menores y abuso sexual, un expediente donde se discutía el llamado «plazo razonable» en la duración de una causa y, por último, una enumeración de represores privados de sus libertad que pedían el beneficio del 2×1.
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Se pasó el verano de 2017 analizando los casos de 2×1, que eran doce más Muiña, y finalmente le propuso al supremo lo que quería escuchar. Tenía asignado el caso como secretario «proyectista» desde fines de septiembre de 2016.
El equipo de Rosatti también había reparado en esos expedientes, pero dejó que su colega tomara la delantera. Era un tema que se perfilaba espinoso, sobre el cual — sin embargo— reinaba un silencio casi absoluto en la Corte, y afuera también. El expediente de Muiña, que en rigor era parte de la causa encabezada por el nombre del genocida Reynaldo Benito Bignone, estuvo en el despacho de Rosenkrantz hasta el 29 de diciembre de 2016, es decir casi tres meses, apenas unas semanas menos del tiempo que el supremo llevaba en el tribunal. Luego fue enviado a la secretaría y volvió a Rosenkrantz el 16 de enero. Lo tuvo hasta el 17 de abril. La Secretaría Penal ya tenía desde antes redactado un proyecto para rechazar el planteo de Muiña por improcedente, con el (artículo) «280». Pero el juez dijo que él quería dar una opinión distinta y fundada. Había llegado a la Corte con esa meta.
Morgenstern se encargó personalmente de convencer a Highton de Nolasco, para quien avalar el 2×1 en una causa de lesa humanidad implicaba un cambio rotundo respecto de la posición que había sostenido durante todos los gobiernos kirchneristas. Desde comienzos de 2017 ya era notable que comenzaba un alineamiento con Rosenkrantz, que le abrió canales con el Gobierno, más allá de la relación que ella tenía con su viejo amigo, el ministro Garavano, y la apoyó en su idea de quedarse después de los 75 años. De hecho el supremo fue el único que votó — y quedó en minoría— a favor de sostener la doctrina Fayt, que habilitaba la permanencia eterna en el cargo en el fallo que salió un mes antes que el del 2×1.
Rosatti suele defender, jurídicamente, la idea de que los jueces no pueden hacer lo que las leyes no dicen. En este caso, argumentó que la norma en cuestión no preveía ningún régimen diferenciado que excluyera la aplicación de la ley penal más benigna a los delitos de lesa humanidad. Algunas versiones palaciegas conspirativas sostienen que iba a votar el rechazo al 2×1 pero emisarios del Gobierno lo convencieron con el argumento de que podía posicionarse para ser el próximo presidente supremo, y que le darían respaldo.
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Highton de Nolasco estaba tan incómoda con el tema que no le comentó ni anticipó nada a su marido, el médico Alberto Nolasco, con quien solía compartir los asuntos de gran envergadura. Quizá suponía que le caería mal. Al «Negro» Nolasco, como le dicen, es a quien la jueza le debe su lugar de sobrina política del escritor Arturo Jauretche, quien le allanó el camino a su primer puesto en la carrera judicial en 1973, como defensora de incapaces y ausentes en el fuero civil y comercial.
Lorenzetti presidía el tribunal, administraba los expedientes y decía cuáles debían tener tratamiento prioritario. Rosatti empezaba a exteriorizar su desagrado ante semejante concentración de poder y proponía que todos los supremos llevaran al plenario, para empezar a debatir, causas que tuvieran una antigüedad considerable.
En el primer acuerdo de la segunda mitad de abril, ya sobre el final de la reunión, Rosenkrantz sobresaltó a sus pares con un aviso:
— Tengo el caso Muiña y tiene mayoría de tres votos.
A Lorenzetti y a Maqueda los tomó desprevenidos. Se miraron en silencio, atónitos, por la temática, que no tenían en su radar, y porque se encontraron con que ya había una mayoría constituida. Maqueda solía ser el primero en el orden de circulación de los expedientes en cuestiones penales y hacía tiempo le había puesto un rechazo con la fórmula «280». Rosenkrantz empezó a argumentar que su punto de vista era que debía prevalecer la ley penal más benigna y que la norma que introdujo el cómputo del 2×1 (24.390) no hacía distinción alguna respecto de los delitos de lesa humanidad. Así, puso sus cartas sobre la mesa.
Lorenzetti, calculador, e histórico impulsor de la política cortesana de propiciar los juicios de lesa humanidad, dijo que escribiría un voto en lugar de firmar un rechazo de plano. Lo mismo Maqueda. Estaban, ambos, ofuscados. Optaron por defender su posición ya consolidada.
La sentencia, curiosamente, llegaba con cierto colchón, porque así como la Corte exploraba un viraje notable en materia laboral, de seguros y otros asuntos con intereses en juego del sector privado, «derechos humanos» también sembraba señales de retroceso y adaptación al nuevo contexto político.
Cuando llegó el 3 de mayo, Lorenzetti y Maqueda ya habían presentado votos con fundamentos contra el beneficio del 2×1 para acusados por crímenes de lesa humanidad. Argumentaron que para los delitos de estas características no hay amnistía posible, ni indultos, ni prescripción; que su persecución es una obligación de la legislación internacional pero que además forma parte de las políticas de Estado del Poder Judicial señalada por la Corte, y de los otros poderes también. Consideraban que la ejecución de la pena era parte de ese concepto. El dúo supremo sabía perfectamente que quedaba en minoría y eran los más conscientes del efecto social y político que el fallo podía llegar a provocar. Lo dejó correr.
La posición de la mayoría, en el voto de Rosenkrantz al que se sumó Highton, decía que el Código Penal establece que se debe respetar la ley más benigna, sin importar el tipo de delito y que, ante la duda, siempre hay que resolver en favor del acusado. La aplicación de ese criterio, decían, no puede estar condicionada por cambios de valoración social, que en todo caso debían traducirse en reformas legales. Rosatti, en un voto culposo, planteó su dilema moral al aplicar «un criterio de benignidad a condenados por delitos de lesa humanidad, que a su entender expresan el estadío más degradado en que ha caído la naturaleza humana». Los derechos y garantías, insistía, son también para quienes cometen delitos aberrantes. La ley 24.390 no establecía distinción entre delitos. Su voto dejaba en claro que los jueces no legislan y que solo una modificación de la ley en el Congreso podría hacer cambiar algo.
El mismo día del fallo, los organismos de Derechos Humanos dieron una conferencia de prensa en la sede de Abuelas para repudiar la sentencia. Ya se podía palpitar el enorme malestar social que había causado, que crecía como una ola gigante. La resolución, leyó Estela de Carlotto, presidenta de Abuelas, en nombre de todos los organismos, «deja abierta la posibilidad de que los represores condenados por delitos de les humanidad queden en libertad». También recordó que hasta ese día estaba fuera de discusión que la ley del 2×1 no aplica para crímenes de la última dictadura, que no prescriben, y «no concluyen hasta que no se sepa el destino de los desaparecidos y de los nietos apropiados».
El repudio generalizado se multiplicaba y hacía visible en las redes sociales, brotó de las víctimas, de la dirigencia política casi en pleno y a la vez se hizo palpable dentro del propio sistema judicial. A medida que los represores intentaban probar suerte para ver si conseguían lo mismo que Muiña, fiscales y tribunales rechazaban sus planteos. Se plantaron en contra de la línea sentada por la Corte, algo completamente inédito.
El primer intento de emular a Muiña fue de Víctor Gallo, apropiador de Francisco Madariaga, hijo de Abel, secretario de Abuelas de Plaza de Mayo. Con dictamen de Ángeles Ramos, luego se lo negó el Tribunal Oral 6. De ahí en más la gran mayoría de pedidos similares corrieron la misma suerte. Hasta agosto de ese año (2017) se presentaron 118 pedidos similares en distintas provincias invocando el 2×1 y según relevó la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad. Para ese momento había sido resueltos 63 planteos, que habían sido denegados en el 95 por ciento de los casos. Fueron admitidos 3, por parte del Tribunal Oral Federal 1, que ya sostenía ese criterio aún antes del fallo de la Corte.
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El clima en la Corte fue un infierno las semanas posteriores. La mayoría de los supremos no previó que el repudio al fallo fuera tan contundente. Highton de Nolasco pidió días de licencia en los que tuvo que lidiar, entre otras cosas, con el malestar de su marido a quien trataba de explicarle que su voto se apegaba a la ley, mientras consultaba a secretarios de confianza si había algún modo de modificar lo hecho. Rosatti también concurría poco, y dejó en manos de colaboradores la filtración de las llamadas y críticas. Con total intencionalidad, su voto había dejado en claro que si la ley cambiaba, su postura ante un caso equivalente sería otra. Eso alcanzaría para una nueva mayoría. Les hizo llegar el mensaje a varios organismos de derechos humanos. Algunos lo fueron a ver a su casa. Lorenzetti comenzó a hacer consultas, dentro de la propia Corte, en busca de alternativas. El secretario Cristian Abritta, que luego se jubiló, le sugirió una ley «interpretativa» del 2×1, y le armó un texto posible.
El acuerdo siguiente de los cortesanos, el 9 de mayo, fue de película. Todos entraron con mala cara y Rosenkrantz inauguró el debate interno con un reproche a Lorenzetti:
— ¿Cómo es que vos, que sos el presidente, no paraste este tema?
Nadie podía creer lo que estaba diciendo, después del trabajo de hormiga que había hecho para llegar a ese fallo.
A Maqueda lo sacó de quicio, y le levantó la voz:
— ¿De qué estás hablando vos que fuiste el primer interesado en esto? ¡Tuve que paralizar mi vocalía por esto, para hacer un voto!
En los rincones del Palacio de Justicia, son muchos los funcionarios y funcionarias que creen que Lorenzetti, a conciencia, dejó que el fallo se votara, porque suponía que él saldría fortalecido.
En aquel acuerdo pos 2×1, dijo que estaba buscando alguna solución para amortiguar el impacto del fallo, y anunció que ya estaba en contacto con el Congreso para intentar que las cámaras votaran una ley interpretativa. Comentó que hablaba con los oficialistas Emilio Monzó, presidente de la Cámara de Diputados, y Federico Pinedo, presidente provisional del Senado. Había muchas personas, de distintos sectores, en simultáneo, trabajando en un texto. El Gobierno aceptó la situación con resignación, ya que iba camino a convertirse en una vergüenza internacional. Para la redacción de la ley en Diputados trabajaron Abuelas de Plaza de Mayo y el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), con Remo Carlotto, Victoria Donda, Horacio Pietragalla, Héctor Recalde. La propia Carlotto habló con el ministro Garavano en plenos preparativos y con Ricardo Gil Lavedra, que coordina el Programa Justicia 2020 del Ministerio de Justicia, y que fue quien se ocupó de convencer, después, a Pinedo. Todo convergía en él, que firmó el proyecto final.
Para el 10 de mayo, apenas una semana después del fallo, se anunció la votación en la Cámara de Diputados. Y ese día salieron a las calles rumbo a Plaza de Mayo cientos de miles de personas en todo el país a repudiar el fallo del 2×1 y a exigir marcha atrás a los tres poderes del Estado con la decisión que amenazaba con dejar a los represores en libertad. La movilización se tiñó de blanco con trozos de telas que fueron repartidos a los manifestantes, mujeres y varones de todas las edades, con la forma de los pañuelos de las Madres de Plaza de Mayo. La imagen fue conmovedora. La fuerza de la movilización, llena de gente suelta y de todas las edades y perfiles, impactante. Era una representación vívida que llenaba de sentido a la frase que recuerda al Juicio a las Juntas: «Nunca Más». De hecho, en el escenario podía leerse en letras gigantes: «Ningún genocida suelto. Señores jueces: Nunca Más».