3 de junio

Hoy en la sala de espera de la veterinaria, mientras mi gato descansa acurrucado mansamente en el bolso de transporte, una mujer que viene escuchando la saga de otras consultas anteriores me pregunta por el vecindario. Le cuento que creía que iba a escalar infinitamente, pero que llegó a un pico y bajó. Me dice que es siempre así. Habla como con conocimiento de cómo funciona el cosmos. Me dispongo a escucharla y me cuenta la cantidad de cosas que toma y hace para la ansiedad: un cóctel de homeopatía casera, alopatía recetada y tutoriales de mindfulness encontrados. Me cuenta sus padecimientos y voy comprendiendo no sólo que el stress psicosocial que sufre esta mujer es para llorar a gritos de lástima una semana, sino que la lluvia ácida de desprecio que yo consideraba una catástrofe humanitaria es para ella su cotidiana normalidad. No sé si logra establecer una relación causa-efecto entre esto y aquello. Quiere vivir su vida, seguir su deseo, dice. Pero le viven diciendo negra de mierda (es una blanca pobre) y la cagan a pedos porque no quiere tener hijos. Una pradera de flores de Bach no va a tapar el odio que nos tiran encima cada día.

En el sueño, yo estaba en la terraza de una escuela esotérica y como era año nuevo, si bien era de tarde, quería encender tres cristos de año nuevo que había encontrado. Los cristos de año nuevo eran unos cristos vestidos, con los brazos abiertos como bendiciendo, como barriletes hechos sobre una estructura de madera balsa en cruz con papel fino y una pizca de pólvora que se encendía al levantar vuelo la ligera estructura en el aire. Los esotéricos salían a impedirme mi acción pero al final me dejaban encender uno. Yo lo lanzaba hacia el sur y el cristo de año nuevo salía con un mal presagio, encendiéndose antes de tiempo, el fuego apenas demasiado cargado del lado derecho. Las llamas se extendían hacia otras imágenes sagradas. Se suponía que había que dejarlas extenderse para que se expresara el destino.

El sueño seguía con más gente y objetos extraordinarios pero a las 7AM volvieron a despertarme los del 10, esta vez con peor onda que nunca. El tono había cambiado, ya no era burlón, era neutro y curioso en el pibe y la piba y durísimo y furioso en el padre. Por lo poco que alcancé a oír, los pibes preguntaban por un gatito y el padre se quejaba de las pulgas. "¡Pulgas! Cómo no tienen plata para...". Hay un par de gatos más en el vecindario, debe haber una plaga general y por lo visto este tipo se las agarra con los dos más visibles. Justamente ayer tuve que llevar al gato a despulgarlo porque estaba infestado más allá del alcance de los pulguicidas normales. Se lo veía mal, temí que fuera algo peor. Yo había perdido la noción del tiempo en medio de la amargura que me producen los insultos diarios y no mantuve el ritmo de las aplicaciones, aparte de que los otros gatos me lo contagian. Una luca me salió el tratamiento de emergencia. Tengo que llevar a la gata también. Es un círculo vicioso, no me refiero a las pulgas ni a los gatos. He notado sus devastadores efectos en otra gente pobre que lleva más tiempo viviendo en esta zona o similares, los desafortunados de la clase media baja cloacal.

La erosión constante de los insultos, quejas y malas caras sin saludo, día a día, siempre proferidos o ejecutados con la actitud de no rebajarse a dirigirnos la palabra ni mirarnos de frente, va destruyendo al yo, minando la estima de sí, quieras o no, le des bola o no, respondas o no, hagas lo que hagas, elijas sentir lo que elijas sentir, new age u old age o lo que puta se te ocurra inventarte como fákin mecanismo de negación, te gastan, te lijan, te revientan.

Empezás a caerte, a sacar menos seguido la basura, a bañarte día por medio, a no salir corriendo a reponer perfumes y desodorantes, a que ya no te importe tanto la mugre de la ropa, a dejar de pensar en juntar para terminar de pintar la casa, total ya no salís, ni al patio salís, total hagas lo que hagas es lo mismo, te van a seguir puteado todos los putos días a las siete de la mañana, en su mitología del desprecio vas a ser siempre la que vino de la villa sin importar quién vayas a ser o quién hayas sido y sin darte cuenta te vas convirtiendo primero y ante miradas relativamente benignas en hippie, es decir en alguien cuya entropía de self malherido es mal leída como una estética voluntaria de la precariedad; ahora ya sos alguien que se demora respecto de todo y tiene que vivir explicándose. Un día te mirás al espejo y no te reconocés, y un día llegarán la asistenta social o el 911 o el camino más directo al desahucio que te puedan encontrar. O el infarto. Lo estuvieron planeando desde que llegaste, desde el día 1, gil de barrio vos con tu alegría simple y tus animalitos y tus plantas.