Ubicado a dos cuadras de casa, en un barrio de clase media de la zona norte del Gran Buenos Aires, el kiosco
nos recibía todas las mañanas, cuando mi mamá nos llevaba con mis hermanos al almacén a comprar “lo que faltaba” para el almuerzo y una golosina para cada uno. Como el límite de gasto era estricto (digamos unos 20 pesos de hoy), y como todavía estábamos en el alfonsinismo, es decir antes de que el neoliberalismo diversificara y globalizara la oferta de golosinas, las opciones no pasaban de tres o cuatro: una Tita, tres chicles Bazooka, dos chupetines o la tentadora posibilidad de estirar el momento con una bolsita de diez caramelos sueltos. Un día nos llevó mi papá y cuando le preguntamos como todos los días qué podíamos comprar, en lugar de decirnos “cualquier cosa que cueste menos de 20 pesos” nos miró con cara de no entender. Yo me fui con un chocolate que en mi recuerdo mide medio metro y con los límites --los parámetros de lo admisible-- totalmente sacudidos.
El kiosco, se sabe, es un invento argentino. Si el origen del tabac francés se remonta al siglo XIX, a los cafés que vendían cigarrillos y diarios en un marco de creciente apertura de la discusión política, el kiosco argentino nació a principios del siglo XX en las casas familiares, cuando las señoras que vivían cerca de las paradas de los tranvías aprovecharon la oportunidad de la ventana a la calle para vender primero cigarrillos y después las golosinas artesanales que fabricaban los inmigrantes griegos, quienes impusieron la palabra kiosco a partir de la expresión turca kösk.
Se calcula que en Argentina hay unos 110 mil kioscos, uno por cada 400 habitantes, más que en cualquier otro lugar del mundo. Aunque hay varias explicaciones posibles acerca de esta singularidad nacional, la más convincente es la que asocia la proliferación de kioscos con la recurrencia de las crisis. Como sabe cualquiera argentino que supere la treintena, la marca de nuestra economía es su extrema volatilidad, la propensión a la anarquía cambiaria y a los crash periódicos, a juzgar por una historia que en menos de 40 años ya acumula dos hiperinflaciones, media docena de reestructuraciones de deuda, dos incautaciones masivas de depósitos y un default.
El kiosco es un negocio típico de economías de crisis. Requiere, en primer lugar, una baja inversión inicial, apenas lo necesario para el primer stock y un alquiler casi siempre bajo (los kioscos se acomodan en lugares pequeños, entre dos medianeras, en locales inadecuados a otros fines y a veces ni siquiera hace falta: alcanza con un garaje o una ventana como en tiempos del tranvía). La mínima exigencia de capital, junto a los altos niveles de informalidad que imperan en el negocio minorista y la posibilidad del autoempleo, convierten al kiosco en un rebusque ideal cuando aumenta la desocupación (la deriva que va de las canchas de Paddle y los parripollos en los 90 a los kioscos actuales es una muestra del persistente deterioro de la economía argentina). Pero además sucede que en contextos recesivos la escasez de efectivo y la cotidianeidad al día propician la venta de cercanía (chinos, almacenes, kioscos y ese nuevo invento argentino que es “la dietética”) en detrimento de los grandes supermercados. Por eso la relación del kiosco con el ciclo económico es ambivalente: si por un lado depende de la vitalidad del mercado interno y del poder de compra del salario, también es una salida laboral en tiempos de crisis, una boca de expendio barata a dos cuadras de la casa y hasta un entretenimiento de bajo costo para los chicos: a la plaza y al kiosco en lugar del cine.
La condición plástica del rubro, esa que ha hecho de los kioscos una gigantesca red que se amolda a los vaivenes de la ilusión y el desencanto como un organismo vivo, le ha permitido sobrevivir a los diferentes momentos económicos. Así como la etapa de prosperidad kirchnerista estuvo marcada por la ampliación de la oferta de productos, lo que conceptualmente podríamos definir como el paso del kiosco al maxikiosco, la actualidad está signada por la crisis de los kioscos tradicionales ante la amenaza de las cadenas que ofrecen modernización y mejora del servicio. Como sucede con otros ámbitos del cuentapropismo acechados por la tecnología y el ultracapitalismo (taxistas, vendedores ambulantes, pancheros), los kioscos sufren la competencia de Open 25 y 365, dos gigantes que se vienen expandiendo a partir de la estrategia de incorporar a sus locales técnicas de marketing, posicionamiento y facturación que hasta el momento estaban reservadas a los supermercados: regulación de la visibilidad de la oferta para llamar la atención de los clientes (esas góndolas lilas tapizadas de chocolates Milka), cobro a los proveedores por cartelería y convenios globales con las grandes marcas que, en combinación con una fuerte espalda financiera, les permiten obtener la mercadería a precios más bajos. La atención 24 horas, condición de los nuevos estilos de consumo analizados por Jonathan Crary en su notable El capitalismo tardío y el fin del sueño, se ve facilitada por el ejército de reserva creado por el aumento del desempleo juvenil y la inmigración venezolana.
La web especializada Infokioscos, que publica artículos como “¿Por qué las Lay’s tienen aire en los paquetes?” o “Sale el primer alfajor saludable de Fantoche”, viene advirtiendo desde hace tiempo acerca de los riesgos que enfrentan los kioscos familiares. Sucede que la reconversión impuesta por la macroeconomía macrista no sólo genera una preocupante tendencia a la concentración sino que también impulsa el descreme. Open 25 y 365 han ido adquiriendo más y más locales hasta monopolizar plazas estratégicas (aeropuertos, terminales de ómnibus, calle Florida), desplazando a los cuentapropistas de los lugares más rentables y acercándose a posiciones monopsódicas --monopolios de compra-- que les permiten fijar precios.
Tan argentino como el tango y la melancolía, el kiosco remite a la patria de la infancia pero también a la paternidad actual, al tirón en la mano del niño que se para a mirar caramelos en lugar de seguir caminando hasta el jardín, y no hace falta caer en sentimentalismos ramplones para reconocer que algún mundo se debe estar desmoronando si hay kioscos que pretenden vender un huevo Kinder a 100 pesos.
* Director de Le Monde diplomatique, Edición Cono Sur.