Tras abordar en Icaros, el mundo espiritual del pueblo shipibo en Perú, la directora Georgina Barreiro realizó un viaje a la India, junto al productor y fotógrafo Matías Roth, en busca de una historia. Esta egresada de la carrera de Diseño de Imagen y Sonido de la UBA se topó hacia el final del viaje con la comunidad Khechuperi, donde Barreiro encontró allí lo que más le atrae: el tema de las comunidades aisladas y las tradiciones ancestrales. "Justo caímos en unos días en que se celebraba una ceremonia budista tibetana y un festival en el pueblo con formato Got Talent. Era muy curioso cómo en un lugar tan aislado llegaba el pop hindú. Ellos son muy tradicionales. Y, al mismo tiempo, era gracioso que en el mismo espacio, estaban los cantos rituales mezclados con el parlante distorsionado de la música", cuenta la directora que plasmó semejante experiencia en La huella de Tara. Allí explora a este pueblo sagrado inmerso en los Himalayas, y pone el foco en las vidas de cuatro hermanos. El film se estrena este jueves en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín.
-Si se tiene en cuenta que en Icaros abordaste el mundo espiritual del pueblo shipibo peruano y ahora reflejás lo que pasa en la comunidad de Khechuperi, ¿los universos espirituales son el tema que más te convoca?
-Bastante, sobre todo las tradiciones. Siento que cada vez nos estamos despejando más de eso y me interesa mucho traer esa información al público.
-¿La definirías como un documental de observación o por los momentos de puestas de escenas dramáticas se asemeja más a la ficción?
-Desde el lado formal parecería una ficción, pero todo lo que ocurre es documental, es real. Quizás hubo algunas escenas que nosotros buscábamos de guiar y poner a dos personajes a conversar. Cada día al final de la jornada traducíamos y sabíamos qué estaba pasando.
-¿Hablás el idioma?
-No. Nosotros hablábamos el inglés. Y el adolescente protagonista nos traducía en un inglés medio precario. Igual, la traducción sirvió para la edición. Fue importante.
-¿En ese viaje conociste a esta comunidad?
-Sí, en el primer viaje conocimos a esta familia. En un primer momento, yo estaba muy interesada en un Lama que había escapado con el Dalai Lama, de Tíbet. Es el abuelo de los chicos de la película. Ese fue el personaje que nos atrajo. Pero en el rodaje, la película se empezó a centrar más en el punto de vista de los niños. Entonces, quedó más relegado lo otro.
-¿Cómo lograste convencer para filmar a una comunidad que parece detenida en el tiempo?
-En el primer viaje, Matías sacó muchas fotos. Empezamos a estar ahí y quedamos en contacto con el chico más joven, que está conectado con Facebook y WhatsApp. Y él mismo empezó a decirnos que tenía ganas de que filmemos. Nosotros teníamos la idea. Y surgió de un año para otro. De hecho, empezamos a desarrollarlo a mitad del año y teníamos que conseguir la plata para volver en febrero que era el festival. Aunque el festival fue una excusa porque resultó un puntapié inicial para contar la historia. Nos sirvió, pero la película fue después para otro lado.
-¿Qué tuvo de particular el rodaje, que a priori parece complejo filmar ahí?
-Ya de por sí al filmar en lugares aislados tenés el tema de la luz. Llegar allá nos llevó una semana desde Buenos Aires, de avión a Mumbai; de ahí trenes, otros aviones, jeeps hasta llegar al pueblo al que accedés caminando o por jeep. Nosotros nos alojamos en una casa en la montaña a 20 minutos de caminata. Todos los días fue duro subir y bajar del pueblo, con equipos porque nosotros no estamos acostumbrados. Comíamos lo que cocinaba la mamá de los chicos. Ellos cultivan sus propias verduras, así que esa fue casi la mejor parte. Lo lindo que me gusta de este tipo de rodajes -que también pasó con Icaros- es que como estamos todos en el mismo lugar, absorbemos la energía de allí. Se dio también un contacto más íntimo con la gente porque estábamos viviendo con ellos.
-¿Cómo fue tu conexión con el budismo?
-En verdad, lo conocí en Buenos Aires. Mi pareja es budista tibetana y empecé un poco a interiorizarme del tema. Me interesa mucho la filosofía. Y estos que decías de los mundos espirituales, me interesa mucho ver cómo se conectan.
-Es una película donde, de algún modo, se muestran las diferencias generacionales, ¿no?
-Ese es el foco que buscamos al final en el montaje. Fue busca las escenas que reflejaran, por ejemplo, el uso de los celulares. Algo interesantes es que esta zona, Sikkim, se unió a India en el 75. Es algo muy reciente. Entonces, esta identidad también se está construyendo. Hay mucha influencia de India que antes no estaba. Los padres vivían otra historia, andaban descalzos, otra cosa.
-De algún modo, estableciste una relación entre el pasado ancestral y el presente moderno y tecnológico de los chicos, ¿no?
-La idea era esa también. Ellos están siguiendo la tradición, el chico es el monjecito, pero también el adolescente hizo el mismo camino, fue monje también. Entonces, la filosofía de la religión se va transmitiendo entre generaciones. Y aunque se los vea con los celulares, la idea de la película es mostrar que ellos igual conocen la historia de su lugar, todos saben cómo hacer un ritual. La filosofía los atraviesa en la cotidianidad.
-¿Estas comunidades están viviendo un momento de transición en ese sentido?
-Sí, totalmente. Más allá de lo sociopolítico que implica la unión a India, muchos se van de las comunidades en busca de trabajo, sobre todo las nuevas generaciones. También hay un tema muy interesante con la educación con las niñas. Mismo en esta casa era muy importante que las niñas fueran a la escuela para que después consigan también trabajo. Antes, las mujeres estaban más relegadas a la casa. O sea, que hay también un cambio de conciencia de género.
-¿Qué rol juega el paisaje en esta historia?
-Para mí, es un personaje más. Allá en India, se les atribuyen muchas cualidades a algunos montes que son sagrados, que son entidades. Y un poco para mí es eso: la montaña, la niebla, además de lo climático, son personajes activos.
-¿Fue transformador en más de un sentido hacer esta película?
-Sí, sobre todo ir a India es muy transformador. Me resulta muy interesante cómo abordan la muerte desde muy chiquitos. Incluso vimos cómo los monjes chiquitos, de 5 años, se quedaban toda la noche tocando instrumentos con el cuerpo al lado. O les enseñan en la escuela sobre la muerte y me parece muy revelador.