El poeta maldito con cara de ángel está más vivo que nunca. El modelo de rebelión juvenil que encarna –decir no a la familia, a la tradición, a la religión, a la sociedad de su época- parece no agotarse. Cómo no adorar al vagabundo salvaje, al nómade dispuesto a desbaratar las “reglas del juego” y no dejar en pie ninguna convención, al alterador de la ley que está loco. 

Arthur Rimbaud (1854-1891) sigue recibiendo cartas apasionadas en el buzón que colocaron con su nombre en el cementerio de Charleville-Mézières para evitar la masificación de objetos y papeles que aparecían junto a la lápida del autor de Una temporada en el infierno. “¡A Rimbaud lo tuteo, lo llamo Arthur!”, cuenta Bernard Colin, cuidador desde hace 37 años del cementerio más viejo de la ciudad, que recoge el “correo” del poeta francés. “Físicamente era alto, bien conformado, casi atlético”, lo describía la mirada de su amante Paul Verlaine, con quien vivió una relación tóxica durante los dos años que estuvieron juntos en Londres. “A mi Rimbange (ángel Rimbaud). Tuya toda la vida”, proclama una enamorada. “Rimbaud, incluso si ya no estás aquí, que sepas que te amaré toda mi vida”, afirma otra, mientras que una tercera carta promete al poeta “el cielo y el alba”.

Las cartas llegan, 127 años después de la muerte del poeta francés, al buzón amarillo “vintage” instalado a su nombre en la entrada del cementerio. Un autor anónimo se atreve a versificar su misiva: “Pésame sentido, amor devastado, que tu alma repose en paz en este mundo rechazado”. La rimbaudmanía desafía la racionalidad más elemental de la finitud. Una tal Allison escribe: “Soy admiradora tuya pero nunca tuve respuesta a mis cartas. Empiezo a impacientarme”. Colin conserva religiosamente toda la correspondencia que llega al cementerio a nombre de Rimbaud.A veces he encontrado cartas que me dan miedo. La gente le confiesa su abatimiento. Es su confidente. Le hablan como si estuviese vivo”, revela el cuidador en su rol de “coleccionista involuntario”. Entre los objetos que atesora Colin está la púa que le dejó la cantante estadounidense Patti Smith, gran admiradora del autor de Iluminaciones, que desde 2017 es propietaria de una casa en el caserío de Roche, cerca de Charleville-Mézières, donde Rimbaud habría escrito Una temporada en el infierno. “Viene siempre a meditar a la tumba de Rimbaud cuando pasa por el Festival del Cabaret Verde”, afirma el cuidador del cementerio sobre las frecuentes visitas de “la madrina del punk”.

Cuando tenía 19 años, escribió en el prólogo de Una temporada en el infierno: “Logré que se desvaneciera de mi espíritu toda esperanza humana. Salté sobre toda alegría, para estrangularla, con el silencioso salto de la bestia feroz. Llamé a los verdugos para morder, al morir, la culata de sus fusiles. Llamé a las plagas para ahogarme con arena, con sangre. La desgracia fue mi dios. Me revolqué en el fango. Me sequé con el aire del crimen. Y jugué unas cuantas veces a la demencia”. Rimbaud es la bestia feroz de la poesía moderna. Su ferocidad interpela por insolente, escandaloso y cruel. No es extraño imaginar que su rabioso fantasma escupiría sobre el rostro de chinos, japoneses, franceses y europeos en general que pasan horas en la tumba para escribir. O toman un trago o fuman un cigarrillo. Nada más odioso que convertirse en un “atractivo turístico” pasteurizado. En las cajas de zapatos en las que Colin guarda el testimonio e inventario de las visitas a la tumba hay cartas, poemas, libros de Rimbaud en todos los idiomas, CD, medallas, joyas, paquetes de cigarrillos, petacas de alcohol, un pequeño corazón de espuma rojo.

El fenómeno Rimbaud comenzó en la década del cincuenta, cuando la figura del poeta fue conquistando la imaginación de millones de lectores más allá de los círculos literarios. En Francia, en el centenario de su nacimiento en 1954, la revista Paris Match le dedicó su portada y ocho páginas, bajo el título “Arthur Rimbaud: ángel o demonio”. En Estados Unidos los escritores de la beat generation lo adoptaron como paradigma. “¡Rimbaud es el Jim Morrisson de Charleville-Mézières!”, afirma Lucille Pennel, directora del museo dedicado al poeta en su ciudad natal.