Harajuku, parte del distrito Shibuya, es el barrio conocido como la cuna de la moda y la subcultura urbana en Tokio. Ahí confluyen las mostras japonesas más osadas, desde lolitas inspiradas en la era victoriana y el rococó hasta decoras venidas del futuro con una infinidad de accesorios de colores en sus cuerpos, pasando por una lista interminable de estilos y categorías de la moda japonesa. Las une un sentido estético en renovación constante. 

HARAJUKU PARA TODES

Una vez por año, la auto proclamada comunidad j-fashion de Buenos Aires juega a evocar el barrio japonés en avenida la 9 de Julio. Buscan “incentivar la libertad de expresión, de poder vestirse sin barreras ni censuras”, dicen las administradoras de Rock Me Japan, un grupo que se formó con el fin de promover la cultura harajuku y que organiza la walk desde el 2015. 

Peluches, polleras con volados, hebillas, pelucas, armas de juguete y varitas mágicas. Los colores pastel contrastan con las camperas oscuras de un público incrédulo que, cada vez más grande, decide sentarse a mirar. Alguien parece haber explotado una máquina de peluches en pleno obelisco. En la plazoleta, frente a las letras de pasto con la siglas BA, van llegando invitades de dimensiones diversas.

 

El clima no es un obstáculo: las polleras tableadas le hacen frente al viento helado de Julio y, ante la posibilidad de lluvia, abundan las sombrillas con detalles de encaje. Un ser de ojos blancos revolea un tocado altísimo de moños infinitos que se apoya sobre su cabeza. Da la bienvenida a quienes llegan con una voz robótica y amable, casi salida de un sintetizador. Detrás suyo pasan vendiendo un algodón de azúcar que, estando a la altura de su tocado enorme, se camufla en una misma paleta de colores. El vendedor no está solo, lo acompaña un minion que observa todo a través de la ranura de su disfraz. Rozando lo siniestro, se pasea entre chiques con orejas de elfo como si hubiese encontrado su lugar en el mundo (o al menos una especie de Disneyland)

 Una chica en silla de ruedas, peluca rosa carré, tacos y vestido de tul, sonríe elegante levantando sus pestañas de plástico. Las seguidoras del menhera, estilo basado en la estética de la enfermedad, se llenan de curitas y barbijos. Niñas que rondan los cinco años, ya adeptas a harajuku, corren extasiadas a sacarse fotos con sus modelos de conducta favoritas. De sus mochilas tornasoladas cuelgan peluches, globos con forma de animales, moños más grandes que sus cuerpos. 

Otra, de la misma edad, emula el gothic lolita con un sombrero negro hecho a la medida justa para encajar en su pequeño cráneo.

Una lolita que oscila entre enfermera cute y caperucita roja posmoderna anuncia que empezará la caminata. “Vamos de Corrientes a Florida y de Florida a Lavalle”, sentencia a través del megáfono y da por empezada la pasarela. Pero esta marcha no corta la calle: amuchadites en la vereda, hay que esperar a las que ya cruzaron. No hay tiempo que perder, aprovechan este intervalo para hacer unas fotos rápidas sosteniendo girasoles. 

 

 

CAMINANTES... HAY CAMINOS

La posibilidad de que mueran aplastadas por los autos que pasan a pocos centímetros de nuestros cuerpos lo convierte en un deporte de riesgo. Los conductores bajan las ventanillas para ver mejor la marea rosa. No pueden creerlo, se apuran para graban desde las pantallas de sus celulares. Suenan canciones de Kyary Pamyu Pamyu y resulta fácil pensar que la música proviene del tocado enorme que lleva nuestre anfitrione de mirada indetectable. Pero el parlante con ruedas lo arrastra una chica que eligió El Rey León como referencia máxima de vestuario. En su mano libre aferra el peluche de la película, familiar directo de los que descansan en su mochila transparente. Ahora el pop japonés se funde con el “cambio, dolares cambio” de calle Florida. Un ejército de peluches atraviesa los antiguos cines porno devenidos en iglesias evangélicas de pantallas luminosas. La gente pasa y queda helada, la cotidianeidad boicoteada, sus manos detenidas en gestos de “qué está pasando acá'?”. Se oyen gritos agudos en la multitud que en un principio parecen de terror, pero son de emoción, una alegría lista para dar batalla. Entre tanto estímulo la marea se distrae. “Nos pasamos!” se escucha gritar primero entre la muchedumbre y después a través del micrófono. Damos marcha atrás chocandonos con un público aterrorizado y ahora sí, salimos de la oscuridad de Florida y se siente el sol en la cara.

Tendría más sentido que los racimos de globos con helio de Peppa pig y Hello kitty estuvieran dentro de la marcha multicolor, no en la vereda de enfrente. De todas formas, podemos escuchar a su vendedor exclamar a lo lejos: “y dónde está Gokú?”.

 

Se acerca el final del recorrido, nos encaminamos al Teatro Colón y en los parlantes suenan como un himno militar los primeros acordes de “Kill this love”, el hit de la banda de kpop Blackpink. Es una llegada inesperada. Afuera del teatro, una cola larguísima de gente mayor espera para entrar a la ópera. “Ahora vamos a pasar por al lado de jubilados”, se escucha decir entre risas. Las señoras señalan y comentan. Casi como si estuvieran protegiendolas de un mal externo, se abren las puertas del teatro para dejarlas entrar. Pero su mirada está fija hasta el último momento en los peinados fosforescentes, en los cuernos y las pieles pintadas de rojo. Nuestra caperucita posmoderna, con la cruz roja bordada en su sombrero, encarna a la perfección el papel de líder. Se encarga de acomodar a su elenco para sacar la foto grupal, un ritual que se cumple religiosamente todos los años. “Vayan haciendo diversas hileras”, dice a través del megáfono. Los cuerpos no entran en la foto. Esas manchas fucsias que se perdían en la 9 de Julio pocas horas atrás son ahora una manada enorme. Ella, tenaz, se encarga de acomodarla hasta lograr la foto deseada. Finalmente, comanda a su tropa ya reunida: “ a la cuenta de tres, decimos kawaii”