No sé cómo se impuso la costumbre, pero desde hace un tiempo, cuando muere un pibe o una piba, los amigos y familiares juntamos, además de para la corona y, en algunos casos, para los gastos del velorio, para pintura. Dibujamos la cara o el nombre de nuestro ser querido en un paredón del barrio, a veces una frase recurrente, un apodo, un pedazo de una canción. Usualmente aparecen los colores del club del difunto.
Me pregunto por qué hacemos eso. Para mi hermano está claro; se trata de un monumento, un altar, el culto a los muertos. Puede ser, sí. Pero no me convence. Este fin de semana, en una fiesta en la que había gente copada y se estaban discutiendo cuestiones políticas quise introducir el tema. Una chica, psicóloga, me dijo que ella me podía explicar de qué venía la cosa, pero que la fiesta se iba a venir a pique. Se guardó, entonces, su verdad porque yo no iba a permitir que se agriaran las cumbias chetas de onda vaga. Al resto no le interesó el tema, no los interpeló para nada. Lo escandaloso es que pibes y pibas maten, cuando se mueren pasa más o menos desapercibido.
Dos veces me tocó leer en el paredón de Facebook, a los lectores de un diario de la ciudad discutiendo, totalmente deshumanizados, las circunstancias de la muerte de amigos míos. También La Nación se hizo eco de uno de los casos, con una pequeña esquela que aludía brumosamente a un homicidio y a los antecedentes por amenazas de la víctima. Los muertos frente al pelotón de fusilamiento.
Mientras tanto, en los barrios siguen brotando paredones. En barrio Belgrano, Saladillo, Tablada, barrio Tango, las pintadas se multiplican. En la esquina de la casa de mi vieja, los de Ñuls y los de Central pintamos juntos nuestro homenaje. En Donado y Mendoza, los rostros de dos muchachos aparecen juntos, uno con fondo azul y amarillo y el otro rojo y negro. En un paredón de quinta Luciani, en medio de pintadas leprosas, se puede ver un escudo de Racing en honor a un ser querido. Los pibes dicen que esto es serio, que está más allá de todo, que el resto son huevadas, que no queremos morirnos.
Testimonios del dolor que no nos deja naturalizar la muerte, la impiedad. Pensarlo como una conducta natural, como un simple atavismo, no me sirve. Significan algo, haríamos bien en enterarnos.