Son las 20.15 de un sábado de marzo. Hace calor. Un calor nocturno y agradable. Mi hija tiene 23 días y en un rato, a pocas cuadras de mi casa, voy a participar en una charla. Voy a leer un fragmento del libro de la Antártida. Seguramente Malena vaya con Esmeralda y se siente en una de las sillas puestas sobre la avenida, me salude con la mano y yo las vea de lejos y me emocione mientras hablo.

Tal vez, de eso se trate la felicidad.

Pero abro el armario, como si esto tuviera alguna relación con lo que va a venir, y recién entonces oigo el grito.

Lo que sigue no lo pensaré en ese momento. Lo pensaré después. Cuando todo haya pasado. En ese momento no puedo pensar, sólo oigo el grito. Malena me llama por mi nombre. Grita, pero usa el tono que usamos cuando las palabras no alcanzan. Un tono desesperado. Corro al comedor, le pregunto qué le pasa. Ella, los dos brazos adelante, la bebé encima de mí.

La bebé pesa menos de tres kilos y es pequeña y frágil, muy frágil, sobre todo ahora que intenta respirar y no puede. Me mira con la boca abierta, como si intentara tragar. Como si no pudiera hacerlo. Los ojos enormes que en silencio parecen pedir ayuda. No sé por qué hago lo que hago pero intuyo que eso debe ser lo correcto con un bebé que se está ahogando o, al menos, es lo que se me ocurre así que la doy vuelta y le empiezo a pegar en la espalda. Le pego suave. Malena grita. Yo también grito. No sé qué hacer. ¿Qué hacemos? Le pregunto a Esmeralda si está bien. ¿Estás bien? Ella me sigue mirando. O no me mira. No sé. No sé pero siento una especie de calor que me recorre el cuerpo. No pienso: no es momento de pensar. Le digo a Malena que llame a la pediatra. Rápido. Le meto a Esmeralda la mano en la boca. Ella me chupa el dedo. Que ella me chupe el dedo es bueno. Que se mueva es bueno. Me aferro a esas encías que se agarran de mi dedo. La pediatra le dice a Malena que le dé la teta. Que se fije si puede tragar. Las encías tibias. Pregunta si tiene la cara y el cuerpo violeta. No. Está un poco roja pero no está ni morada ni violeta. La acabamos de bañar. ¿será eso? Puede ser cualquier cosa. Mi dedo.¿Cómo saber qué le pasa a un ser que no puede decirte lo que piensa ni lo que siente? No sólo porque no habla sino porque está asfixiada con algo que no sé lo que es.

Malena agarra a la bebé, yo agarro el teléfono. Veo en su cara una especie de alivio. Entiendo que puedo tranquilizarme un poco, pero en el teléfono oigo a la pediatra que me dice que, mejor, vayamos a una guardia. Urgente. Por las dudas, pero urgente. Aún no tiene un mes de vida. No puede haber errores.

Errores.

Aún no tiene un mes de vida, agarro plata, las llaves y, así, vestido para la charla y la felicidad, la camisa a estrenar, la bebé encima, salimos a la calle. Paramos un taxi.

Subimos al taxi y le decimos al taxista que vayamos a la clínica donde nació Esmeralda. No porque esté más cerca que cualquier otro hospital sino porque como peces de pecera chica nos movemos sin pensar.

El taxista saca un pañuelo blanco por la ventana y empieza a ir rápido, muy rápido. Demasiado rápido. Yo le pongo el dedo en la boca a Esmeralda y ella chupa. No deja de chupar como si supiera que, en este momento, más allá de que yo sea quien la carga, con las encías es ella la que me sostiene.

El taxista saca el pañuelo y toca la bocina y grita: “¡Correte imbécil!”. Toca la bocina y alarga la “e” de imbécil. Sus gritos me llegan lejanos, como si tuviera la cabeza dentro de un balde o me estuviera separando de la realidad. “¡No ven que vamos con un bebé accidentado!”.

Acelera y grita.

“¡Estamos muy nerviosos!”, grita.

¿Estamos?

En ese momento vuelvo a pensar.

El “estamos” me acerca a la realidad. Como cuando en el cine veo un pixel negro en medio de la pantalla y me distraigo de la historia que está siendo narrada.

¿Él también está nervioso?, pienso y me pregunto qué supondrá el taxista que habrá pasado. Se sube una pareja con un bebé, le dicen que van al hospital. Lo más rápido que se pueda, pero el semáforo de Santa Fe está en rojo y dejo de pensar.

El semáforo en rojo y tocando la bocina el taxista agita el pañuelo sin frenar. Sigue su camino mientras yo, sostenido al mundo por las encías de Esmeralda, pienso que eso no está bien, que va a venir un auto o una moto a máxima velocidad y nos va a chocar de costado, vamos a volcar y todo esto va a terminarse de golpe. Y que él, que maneja, debería estar tranquilo, aunque la verdad es que tanto no me importa: contemplo la realidad. Miro por la ventana pero no aparece una moto ni ningún auto. Las personas que esperan para cruzar van quedando atrás.

Dice que tiene una hija. El taxista no hace esto por nosotros, no lo hace por la bebé ni por él, lo hace por su hija y por eso está muy nervioso y que Dios nos acompañe y que de ningún modo va a aceptar que le paguemos, vayamos, vayamos, que todo salga bien.

Lo dejamos en la puerta. Esmeralda, ahora, me mira. Me mira con una expresión tranquila. Como de intriga. De qué está pasando acá. O quizás sea que yo estoy más tranquilo porque entramos en la clínica y la responsabilidad por lo que le pueda pasar a la bebé ya no es solamente mía, nuestra, sino también (en cierto modo) de todos los están en este lugar.

En la guardia nos llevan a una sala, con otras personas que tampoco están bien. Nos llevan de inmediato. No nos hacen esperar, signo de que la cosa es grave. Un enfermero gordo nos pregunta qué pasó, si respira. Le pone en el dedo del pie un aparatito para medirle el porcentaje de oxígeno en la sangre. El aparatito tiene números rojos y a veces dice 80% y a veces dice 60% y cada vez que el número desciende siento una sensación que no podría describir.

En el box de al lado, un adolescente grita que se tomó entera una botella de vodka y alguien, supongo que su padre, lo presiona para que se calle y haga pis de una vez por todas.

Llega una médica con cara de guardia de sábado a la noche y nos pregunta lo que pasó y nos dice que le van a hacer unos estudios y que, para saber qué hacer, primero hay que entender la situación.

Entender la situación.

Seis horas después, el enfermero gordo del principio nos avisa que nos van a trasladar a otro hospital y me pregunta si queremos que en la ambulancia vaya una incubadora. Dice que es más seguro y le decimos que sí. Salimos de la clínica. En otras circunstancias, por el cielo sin nubes, las estrellas y la brisa tibia que atempera la madrugada, diría que es una linda noche. Yo subo adelante, con el enfermero que maneja. Malena va atrás, con Esmeralda y otro enfermero.

El tipo prende la sirena y empezamos a andar. Aunque en la calle casi no hay autos, conduce despacio.

Pienso, tal vez porque no estamos en una urgencia.

La ambulancia se siente un vehículo muy pesado avanzando en el silencio.

Pienso, quizás porque con un paciente arriba no puede darse el lujo de chocar.

Le pregunto cuál es el diagnóstico. Todavía no sabemos qué es lo que le pasa a Esmeralda pero me dice que no hay diagnóstico sino un cuadro. Le pregunto cuál es el cuadro y me dice “un ALTE”. No sé de qué habla. Le pregunto qué es eso. Agarrando fuerte el volante, con la mirada al frente, hacia la profundidad de la calle vacía y oscura, dice “riesgo de vida”.

No pregunto más. Me quedo callado, la vista también al frente, sin poder aferrarme a nada.

***

Es sábado a la tarde. Pasaron más de once meses de esa noche en el hospital pero hace un calor parecido. Estamos en una pileta: Malena sostiene a Esmeralda que chapotea contenta. A unos metros, tres chicas adolescentes juegan con una pelota. Una le dice a la otra: “Cuando tenga a mi hijo, no voy a dejar que”. Por el viento, los gritos o los sonidos del agua no llego a escuchar el final de la frase, pero descubro que nunca en mi vida había pensado en ser padre. Nunca jugué con un bebé de plástico: no sé si porque no me interesaba o no se me ocurría. Tampoco nadie me ayudó a pensarlo.

La potencialidad de la paternidad.

En los días que siguen hablo con mis amigos. Todos me responden lo mismo. De chico, ninguno tuvo un mínimo contacto con la idea. Una referencia, un juego, nada que lo pudiera haber ido acercando de a poco a la experiencia de ser padre.

Un punto ciego como esos espacios detrás del taxi o la ambulancia que no aparecen en los espejos y que al avanzar ignoramos, como ignoramos la posibilidad aterradora de que pase algo, cualquier cosa, que de un momento a otro cambie nuestras vidas para siempre.