Ya tiene lápida la vieja librería Longo. Pero no se trata de un memorial, ya que por ella pronto desfilarán caras de candidatos y carteles que nunca venden libros (al menos no de los buenos). La inmensa librería "de viejo" de calle Sarmiento al 1100 llegó a la centena de años como pudo, como una dimensión ajena a otro tiempo que no fuera esa hora quieta que se perpetuaba al traspasar la puerta.

No es fácil que en estos días podamos imaginar el tiempo detenido. Menos aún si el escenario de nuestro pensamiento es el microcentro rosarino. Sin embargo, algo así es lo que allí ocurría.

Digo "algo así" porque recuerdo que al entrar, siempre sentía que todo el lugar no cabía en una definición.  En agosto del año pasado, habían pasado 110 años de su fundación. Como muchas otras veces, entré a no buscar nada. No es necesario dejar manifiesto mi extraño amor hacia los libros viejos. Desde siempre, los lectores han soltado a los cuatro vientos sus expresiones de placer frente al título recién adquirido, y al aroma de su tersa blancura interior. También me gustan, claro está. Pero mis dedos se empeñan en rescatar de la muerte las hojas ajadas y amarillentas de los libros olvidados. Aquella tarde mi aventura se pareció más a aquellas que emprenden quienes se adentran en las derivas de un naufragio.

Como si se tratara de un material onírico, el espacio interior de la librería tenía un color ambarino. Varias veces lo atravesé para ver de qué se trataban aquellos libros de las estanterías más cercanas. Esos eran los que permanecían de pie; sus vecinos de más arriba ya se habían resignado a la eternidad, que los aplastaba desde el techo lejano. Recostados en su silencio, negaban su lomo a mis ojos.

Seguí caminando, por si acaso aparecía algún tesoro. Saludé a Amalia, la dueña, que me miraba con extrañeza. Observé la caja registradora, que era un objeto antiguo y bello, y me acerqué a dos mesas de ofertas. Sobre una de ellas yacía un cartel con letras corpóreas de Telgopor: a duras penas anunciaba el precio de los libros y revistas de ese sector: $20. Me resultaba difícil encontrar un criterio para ese material: varios tomos de la "Biblioteca Básica de la Educación Sexual" publicados por Ediciones UVE en 1981 convivían con una pila del mismo número de "Casas y Jardines" y otra de la Revista "Quid" que editó Yenny-El Ateneo alguna vez. En otra mesa, una al lado de otra, varias tapas de la revista "Vivir" circundaban un inmenso arreglo de flores muy secas. Era difícil que pudiera hallar algo valioso en esa zona.

Mi exploración me llevaba hacia las regiones más profundas del local. Había algunas pinturas y afiches que hicieron que mis ojos treparan. En ese punto, Amalia me advirtió que deje de avanzar. ¡Ajá!, pensé: por aquí debe estar el sanctasanctórum. Aquí cerca debe guardar Amalia sus arcanos volúmenes. Pronto me desilusioné. Solamente quiso advertirme que el piso se hundía y corría el riesgo de caerme. Había unos baldes y otros objetos que delimitaban la zona de derrumbe. Lástima… no podría ver de cerca los cuadros y carteles. Esa primera impresión de restos de naufragio recrudeció con fuerza.

Ya alejada del peligro, observé estanterías en las que se formaban casi militarmente varios volúmenes de encuadernación negra y solemne. Eran enciclopedias, o tratados contables que parecen estar allí desde siempre. En habitáculos contiguos, aparecían anuarios y almanaques de varios años. Algún horóscopo chino vencido resistía su propia finalidad ofreciéndose aún. Aquí tuve una especie de revelación: lo que ocurría allí no tenía que ver con un tiempo detenido, sino con muchos. Todos los tiempos posibles se habían detenido en el inmenso y alto local que, además de librería, alguna vez fue un sello editor. La prueba fehaciente era ese olor fuerte y penetrante: ese era el aroma de lo que realmente había transitado décadas, muy diferente al perfume a simulacro que destila lo "vintage".

Esa comprobación me llevó a continuar. Me llamaron la atención unos sobres delgados. Tomé uno, y extraje de su interior una especie de periódico. Su nombre me provocó una sonrisa: "El Cangrejo, boletín de cultura intelectual". Se trataba de una publicación rosarina. Pensé en el animal elegido para el nombre: un ser que camina hacia el contrario del tiempo. Pensé también en lo cursi que me sonó la expresión "Cultura intelectual". La fecha de publicación me invitó a la indulgencia: era de junio de 1940. El papel se había conservado en extremo, y se notaba por sus hojas pegadas que jamás había sido leído. En la contratapa había un artículo que prescindía de la "y griega" y la reemplazaba por la "i latina". Se trataba una crítica elogiosa al "nuevo" libro de Juan L. Ortiz, "La Rama hacia el Este".

El primer verso brilló ante mí: "Para que las cosas no sean mercancías". Sonreí y seguí leyendo aquello, que definitivamente era lo que no había venido a buscar. La ficha que resumía los datos de la publicación declaraba expresamente: "No se vende, se remite gratis solicitándolo por correo a: R-E Montes i Bradley, Amberes 486, Rosario, Argentina". El sobre estaba dirigido al "Bureau International de Documentation, sito en la 33 rue de l´Almiral-Mouchez de Paris.

Tomé mi pequeño y humilde tesoro. Contrariando el mandato que hace 78 años hiciera el autor, pagué 10 pesos y salí a la calle. Si alguna vez viajo a Francia, me encargaré del despacho. 

En aquel momento, al dejar atrás aquel "ojo del tiempo", deseé que las viejas maderas del resto del piso de la librería más antigua de Rosario resistieran.

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N de la R. Tras la publicación de la situación de Librería Longo, y todos los mensajes que circularon por distintas redes sociales, Flavia, la sobrina nieta de Amalia publicó: "¡Gracias a todos por los bellos comentarios! Soy sobrinanieta de Amalia. Sólo voy a recordarles algo. Que la citación/ intimación Municipal sigue estando y no hay fondos para semejante arreglo. Esto no es nuevo , viene de larga data. Rosario se acordó de la librería a los 100 años, puso una placa y jamás volvieron . Nadie tiene idea de lo que significa mantener un edificio tan antiguo y con tantos problemas".