Daniel Buira puede andar tranquilo por la calle y pasar inadvertido. Tras su salida de Los Piojos, hace 17 años, el percusionista eligió alejarse de las luces y el mundillo del rock para construir un camino distinto y en contacto directo con la cultura popular de los barrios. Refugiado en El Palomar, el músico creó hace 21 años La Chilinga, la escuela popular de arte más “grande de América latina” y una de las experiencias de percusión más importantes del país, con siete sedes que se distribuyen en el Conurbano bonaerense y Capital (en Saavedra) y más de novecientos alumnos. “Cada chico paga una cuota social. Pero si no tiene, viene igual. Nadie queda afuera, todos tocan. A veces algunos chicos dejan de venir a las clases y aparecen en las muestras de fin de año. Pero tocan igual. Después hay tiempo pasar saber qué paso, hay historias muy complejas en los barrios”, dice Buira, a modo de manifiesto ético. “Acá no hay molinetes, esto es cultura popular”, insiste el músico. La excusa para la nota es la salida de Quilombo, su primer disco solista, en el que dice que no le quedó nada por hacer. Un trabajo que profundiza en la búsqueda de “ritmos argentinos contemporáneos de estilo bien blanco con origen negro”, define. Lo va a presentar mañana a las 21, en compañía de la Agrupación Wernicke Bombay, en Café Jardín Multiespacio (De Los Geranios 6180), El Palomar.

  “Los tambores son de lucha, no son de baile. No hablo del baile como algo negativo, pero la idea es tratar de decir algo desde el tambor. Nos ponemos serios cuando tocamos. El tambor es un instrumento grupal, social, de encuentro, de protesta”, entiende Buira y recuerda aquellos primeros toques acompañando en los escraches a la agrupación H.I.J.O.S. o a Madres de Plaza de Mayo. “Donde hay una protesta, hay un tambor, siempre. Cuando arranqué con La Chilinga lo hice como divertimento, pero al toque empecé a tocar en causas solidarias. Tengo recuerdos de estar arriba de las combis de los canales de televisión durante alguna marcha y la cana que me decía ‘bajá, bajá’. Nos quedó marcado todo eso; son los lugares en los que consideramos que hay que tocar. Es muy lindo tocar el tambor para otros que lo necesitan. El que toca no baila”, dice, con una sonrisa.

  –Después de tocar en Los Piojos, de acompañar a Vicentico y de grabar con tantos músicos, ¿por qué un disco solista?

  –Lo empecé a grabar con una idea y terminó siendo otra. Grabé setenta y pico de discos con otros, pero nunca uno mío solo. En los que grabé con La Chilinga estaba más en la producción, enfocado en los alumnos, pero no grababa lo que quería. En este caso, volqué lo que hice con otros, pero sin límites, con total libertad. Por eso también grabé todos los instrumentos solo. Era una deuda pendiente. Fue un placer. El resultado final me alivió. Siento que lo terminé. En las letras también cuento cosas que quiero que escuche la gente.

–En ese sentido, un caso es “Sos negro”, ¿no?

–Sí, hay una reinvindicación de lo afro. Pero también hay un ida y vuelta de lo blanco y lo negro. Hace poco un chico me dijo “estás re peleado con los negros”. Y le dije que no, claro, pero también defiendo lo blanco, porque tiene un lugar central en la percusión argentina. Y hay que aceptarlo. Es un disco que por arriba es inglés y por abajo, afro. Aparecen Lou Reed, Peted Gabriel, David Bowie, cosas más oscuras, psicodélicas. En “Saluditos”, por ejemplo, cuento sobre los grandes percusionistas que hubo en Argentina. Y en “Candombe para Bob Marley” cito a una canción de Rubén Rada.

–¿Rada lo marcó más que Jaime Roos? Porque Roos fue una influencia clave para la aparición de los tambores en el rock argentino.

–Me marcaron ambos de igual manera. Pero Rada es el único negro en América latina que canta en castellano, por eso hay que cuidarlo. Jaime es más prolijo con los discos y Rada más irregular, aunque tiene canciones que te rompen la cabeza. Un día vino Tavo (Kupinski) con un casete y me dijo “escuchà esto”. Y puso “Brindis por Pierrot”, de Jaime. Y no lo podía crear: esa cosa tanguera, pero rockera. Con Los Piojos había empezado a incursionar con los tambores, pero con la llegada de Jaime me terminó de cerrar todo. “Está bien, está perfecto, hay que seguir por acá”. Después cantó en el segundo disco de La Chilinga.

–Después de su salida de Los Piojos, se retiró de la escena mainstream y eligió transitar otros circuitos, ¿por qué?

–Con Los Piojos crecíamos mucho y empezaba a aparecer el mundo de los jugadores de fútbol, los cumpleaños en los countries. Y yo quizás ese día tenía una fecha con La Chilinga a beneficio del hospital Posadas. Entonces, La Chilinga me tenía atento, a que no se escaparan ciertas cosas por la gilada de la fama. Y con Vicentico también conocí un mundo diferente con la música. Era como tomar un fin de semana de descanso con la escuela. La Chilinga nunca me dejó tirado, siempre me hizo defender la parte social más castigada, más vulnerable. El cordón de la vereda me pone más nervioso que un escenario, me sensibiliza mucho más.