Aparece en escena como un ser indescifrable. Inspirada en la técnica Noh del teatro Japonés, la puesta de Potestad parece crear una entidad que se inmiscuye en el texto. Si bien la primera persona permanece, el maquillaje y el atuendo diseñado por Renata Schussheim le dan al cuerpo de María Onetto cierta ambigüedad en el género que ayuda a construir una imagen distanciada.

Motivada por esas palabras del texto que se detenían en las posiciones de los pies, en el cuerpo de cada integrante de esa supuesta familia alistada en un espacio invisible, la dirección de Norman Briski elige una estructura que se aleja de la identificación y se sustenta en una escena que narra. En un monólogo donde la confesión del médico apropiador surge como un discurso al que Onetto le presta el cuerpo.

Si Pavlosky interpretó este material valiéndose de la técnica del psicodrama, Briski y Onetto despiertan una violencia lúcida al discutir el lugar de la identificación con la figura del militar. El teatro oriental carece prácticamente de variantes, se repite ese desplazamiento similar a una danza de manera casi inalterable a lo largo de los siglos. Aquí Briski usa esta poética en el marco de una escena nacional que está siempre revolviendo y triturando sus formas para provocar una pequeña revolución.

El autor, al presentar esta obra en los años 80, buscaba enfrentar al público con una acción insostenible. En Potestad un hombre describe esa tarde donde unos desconocidos se llevaron a la niña que él señala como su hija. La situación predispone a la empatía hasta que la verdadera identidad de los personajes se revela. Él es un médico militar que participaba de los allanamientos y las torturas. En uno de esos procedimientos se robó a una bebé que en el presente del drama pasa a ser restituida a su familia de origen. La conjunción que Pavlosky establecía desde lo político y lo estético era enfrentar al público con su propia complicidad. Su gesto hablaba de una sociedad que había permitido el horror y el actor y dramaturgo quería demostrarle como se dejaba atrapar por el discurso de los asesinos.

Con inteligencia Briski y Onetto construyen una lectura diferente. La distancia refuerza el relato como la palabra de un ser ajeno, como un personaje que la actriz expone con los artilugios del teatro oriental. Si Onetto suele ser una actriz que hace de su sensibilidad una técnica implacable, aquí su creación se encuentra con un virtuosismo despojado de emotividad. Hace de la actuación una manera de narrar. La técnica japonesa ayuda a la reflexión por ser extraña para los espectadores. En el maquillaje y el vestuario están los símbolos. No se trata de interpretar sino de mostrar, de insertar a ese ser en un territorio que no habla el lenguaje del realismo. Toda la lógica del discurso de un torturador aparece sometida a una serie de imágenes que la debilitan porque el personaje ya es una ficción, un cuerpo invocado que se escribe sobre la actriz. En esa indefinición, donde el maquillaje presenta una entidad terrorífica, la particularidad de un caso se convierte en pensamiento y metáfora, en un estado que puede atrapar y consumir a cualquier persona. Como si El Mal se volviera más abstracto pero sostenido en esa versión inicial a la que Briski y Onetto logran arrancarle el espíritu, el corazón para destituir al padre como el nombre del primer horror. Porque en esta puesta la apariencia del torturador no es similar a la de cualquier otra persona. Aquí el pasado se captura en una política del expresionismo, en una estética que reasalta tanto en el cuerpo que resulta difícil no descubrirla.

 

Potestad se presenta los jueves a las 21 y los sábados a las 22:30 En Caras y Caretas.