Actualmente afirmamos que el voto es emocional, que hay cierto consenso en admitir que la razón (y dejemos de lado que se trata de una función de contornos imprecisos) no es determinante en el cuarto oscuro. Sin embargo, dicha aceptación no significa que necesariamente hayamos comprendido el alcance de aquella afirmación y, quizá menos aún, su importancia en el diseño de campañas políticas. Asimismo, el componente emocional importa más allá del momento de las urnas, pues el aval que recibe un gobierno no siempre se funda en hechos y verificaciones.

Estas consideraciones valen para la elaboración que un determinado grupo político hace sobre su propio discurso, para las estrategias de convocatoria e interpelación orientadas a sus propios votantes, pero también para la comprensión del mensaje del grupo adversario y del por qué numerosos ciudadanos aceptan y reproducen ese mensaje.

Sostener que el voto es emocional no equivale a imaginar motivaciones superficiales (presuntamente contrapuestas a un voto razonado) y mucho menos a una elección basada en un sencillo me gusta, tal como cuando compramos un par de medias.

Tampoco alcanza con asimilar emoción a la casi vacía categoría de irracionalidad, ya que es altamente dudoso que los humanos gocemos de una razón despojada de afectividades diversas.

En todo caso, resulta más pertinente examinar la consistencia de un argumento, su coherencia, el nexo con los hechos concretos, su relación con otras argumentaciones, etc. Asimismo, tendrán relevancia los tipos de deseos en juego, los valores e ideales y el sentido en que se consideran la realidad y sus posibles transformaciones.

Una observación de Freud aporta sostén a nuestras aseveraciones: “No se ha demostrado que el intelecto humano posea una pituitaria particularmente fina para la verdad, ni que la vida anímica de los hombres muestre una inclinación particular a reconocer la verdad. Antes al contrario, hemos experimentado que nuestro intelecto se extravía muy pronto sin aviso alguno, y que con la mayor facilidad, y sin miramiento por la verdad, creemos en aquello que es solicitado por nuestras ilusiones de deseo” (1).

Agreguemos que el carácter emocional del voto no se reduce al llamado principio de placer (ni se condice necesariamente con él). Más bien se desarrolla una compleja trama en que el mencionado principio se articula de diferentes modos con el de constancia, el de realidad y el de Nirvana.

De este modo, y tratando de ser sintético, cuando entendemos la dimensión emocional del voto tenemos en cuenta de qué modo se conjugan la búsqueda de placer, la ternura, la percepción, el registro de las propias necesidades, el egoísmo, el sadismo, el masoquismo, los ideales, el narcisismo, las diferentes formas de configurar al otro, etc. Estas son solo algunas de las variables, entre tantas otras, a tener en cuenta.

Tomemos una dimensión más (y sabemos que dejamos de lado otros aspectos relevantes), a saber, cómo interviene eso emocional en la recepción de los mensajes, de los discursos públicos (de políticos y periodistas).

Quienes miran televisión o escuchan radio no lo hacen como un ejercicio intelectual, ni su atención es captada meramente por la emisión de silogismos. Hay escenografías, vestuarios y sonidos. Además, quien habla incita pasiones, amores y odios, describe dioses y demonios, agita miedos y sospechas, al tiempo que pretende exhibir como realidad objetiva lo que, cuanto menos, es su propia interpretación.

Un factor más, que no es menor: ya sea por los horarios de los programas (el denominado prime time), por la intensidad de los estímulos o por su frecuencia, se promueve un agotamiento tal del sistema percepción-conciencia (atención incluida) que se vale del rebajamiento de la capacidad de juicio y discernimiento de sus destinatarios.

Si consideramos las últimas cuatro décadas, los argentinos vivimos y padecimos la dictadura cívico-militar más sangrienta de nuestra historia, un período hiperinflacionario y, en los ’90, un fatal aumento del desempleo que, luego, culminó en la compleja crisis del 2001. Sin embargo, y pese a los consistentes estudios sobre las secuelas y derivaciones inmediatas y de mediano y largo plazo, ¿habremos comprendido realmente la incidencia duradera de todo aquello? ¿Sabemos, acaso, de qué modo las huellas de tales traumas colectivos participan e influyen hoy en el cuarto oscuro?

Freud sostuvo que el yo responde a tres amos: los deseos, el superyó y la realidad. Si bien la situación económica muestra una realidad catastrófica, el hecho de que muchos ciudadanos no se expresen en ese sentido nos indica la necesidad de considerar que el superyó, por ejemplo, puede resultar más eficaz que la mismísima realidad.

Los desafíos del populismo

Señalemos lo que podría ser casi una paradoja. La concepción que el neoliberalismo tiene del sujeto destaca su supuesto carácter racional, al menos así desprende de la figura homo economicus. A su vez, en dicha cosmovisión no suelen quedar integrados el afecto, el amor o la pasión. Por el contrario, en el populismo se suele destacar la importancia del afecto; tanto en sus postulados como en la acción política queda jerarquizado aquello que los psicoanalistas comprendemos como lazos libidinales.

Sin embargo, resulta notable que en el diseño de mensajes que se dirigen a los ciudadanos, los estrategas del neoliberalismo parecen haber entendido mejor --y lo han aprovechado-- cómo incitar la regresión del pensamiento, romper la lógica argumental y despertar las emociones más ominosas.

Voy a centrarme en tres puntos ilustrativos.

Se ha dicho que el kirchnerismo no se ocupó del problema de la inseguridad. Ya sea por medio de objeciones ideológicas, de invectivas contra el garantismo o por medio de la intensa difusión periodística de noticias policiales, se instaló en cierto imaginario social que aquel gobierno “defendía a los delincuentes” o, cuanto menos, no protegía a los ciudadanos. En rigor, el kirchnerismo sí le prestó atención al problema de la inseguridad, solo que en lugar de poner el acento en la represión y en el discurso punitivista, entendió que la mayor inseguridad es la económica, en particular el desempleo. No es nuestro objeto aquí analizar las tasas de criminalidad durante aquel período, ni tampoco compararlas con las actuales, así como tampoco nos ocupamos ahora de reflexionar sobre nuestro sistema penitenciario, el estado de las cárceles, etc.

Me interesa ahora señalar que cuando el populismo tiende a sofocar o excluir en su discurso toda referencia en ese sentido deja un espacio vacío y, sobre todo, escoge no representar o expresar la cuota de sadismo justiciero que hay en parte de la sociedad. En consecuencia, esos componentes quedan librados a una serie de exutorios arbitrarios y a enlazarse con quienes proveen de una retórica que les sea propicia.

Desde ya que no propongo que el populismo se transforme en ejecutor de los deseos violentos que puedan anidar en el alma humana, sino en considerar de qué modo se puede tender a que los impulsos vengativos encuentren un cauce en el que sentirse representados y, a su vez, amortiguados.

Algo similar cabe indicar respecto del individualismo/egoísmo. Si bien durante el populismo la situación general fue más positiva para que cada quien se desarrolle (crecimiento de la industria, creación de universidades, repatriación de científicos, paritarias, etc.) también es cierto que su retórica siempre destaca la importancia de lo colectivo y de la solidaridad. Sin embargo, nuestras emociones quizá también deban encontrar la expresión pública de lo singular, quizá haya muchos que necesiten que se les hable como individuos, que no sientan de modo constante el imperativo de pensar en el otro.

Por último, hay en la esencia misma del populismo la semilla de la aversión a él: invitar a la expresión del sentimiento de injusticia. Veamos un ejemplo.

Durante el gobierno kirchnerista gran parte de la sociedad manifestaba su ira por lo que dio en llamarse el “cepo”, es decir, por la restricción en la compra de divisas. Sin embargo, no expresan el mismo odio ahora que, habida cuenta de la brutal devaluación y de la tremenda pérdida del salario, resulta inaccesible la adquisición de dólares. ¿Por qué resulta más irritante la prohibición que la imposibilidad? O, quizá, ¿por qué es decible la furia por la prohibición pero no se pronuncia igual sentimiento por la imposibilidad? Una explicación es que en la prohibición se pone de manifiesto de modo palpable la determinación política de la economía, mientras que en la imposibilidad --meritocracia incluida-- aquella determinación queda oculta bajo el supuesto de la responsabilidad (y culpabilidad) individual. De este modo, la imposibilidad se vivencia como una limitación singular y, acaso, vergonzante y, por lo tanto, se silencia.

En suma, el carácter emocional del voto puede orientar las elecciones hacia el neoliberalismo, bajo consignas fundadas en los tres ítems mencionados, pese a que el mismo neoliberalismo promueve mayor inseguridad, acota las posibilidades de desarrollo singular y hace padecer múltiples injusticias a las grandes mayorías.

(1) Freud, S.; (1934) Moisés y la religión monoteísta, O.C., Vol. XXIII, Amorrortu Editores.

* Doctor en Psicología. Psicoanalista. Autor de El malestar en la cultura neoliberal (Ed. Letra Viva) y Escenas del Neoliber-abismo (Ed. Vergara, en prensa).