"Habere fidem/ magnam alicui". Séneca

 

 

El camino era el de siempre y como siempre encontré el banco al costado de la fluvial donde solía demorarme en la contemplación del crepúsculo o simplemente elucubraba frente al río, en la envoltura del tiempo, en lo que pensamos a partir de algún signo, porque es difícil concebirlo como concebimos a cualquier otra entidad o concepto. Yo solía recuperar uno de los tantos desvaríos de mi madre, que después de algunos tortuosos días de búsqueda, encontramos en ese lugar. Tal vez, recordar me reforzaba la idea de que con mínimas variaciones o desvíos reiteramos, sin percatarnos del todo, los designios de una constelación familiar. En la plenitud de la siesta, (serían las tres de la tarde), me quedé entredormido. Cuando desperté la vi, se había sentado a mi lado y me dirigió una mirada complaciente. Su aspecto denotaba una condición humilde en una mujer agraciada. No recuerdo por qué, acaso para desgarrar la densidad del silencio, nos pusimos a conversar. "Me llamo Gelsomina, dijo. Mi padre lo sacó de una película". Cómo es de costumbre, en un momento, le pregunté qué hacía. Titubeó y con una sonrisa triste me preguntó: "En serio ¿no te diste cuenta?"  No, no me había dado cuenta... "De algún modo tengo que ganarme la vida" agregó, con un matiz de desenfado en la voz. "Todos tenemos que ganarnos la vida", dije. "Sí, pero vos sabés", esbozó. No la dejé continuar. No, no sé, repliqué. "Sólo puedo saber lo que se dice y a veces, hasta por ahí nomás, ya que muchas veces se miente…"

Obviamente se sorprendió. Después de un intercambio de frases un tanto inconexas y sin mayor importancia, la interrumpí: "para un hombre como yo, entrado en años, me ofrecés algo que ya no espero". Noté que se sintió avergonzada y agregué: "Tal vez yo te pueda devolver algo que no esperabas. Vení". Me levanté y sin esperarla me dirigí hacia el bar que estaba al lado. Ella me siguió: "Pedí lo que quieras", dije.

Sin que yo se lo pidiese, me contó su historia, previsible como tantas, comiendo un sándwich con fruición. Era de San Nicolás y venía a trabajar a Rosario. Solía encontrar a sus clientes caminando por la zona. Era muy bonita pero no ejerció en mí el deseo necesario para su subsistencia. Pensé: "¿Por qué no, si al fin de cuentas siempre subsiste entre una mujer y un hombre algo, algo parcial o secreto, que despierta el deseo? ¿Por su apariencia?" Pero, la apariencia intensifica el juego de que hay algo más allá, digamos una realidad ficcional que tal vez sea el núcleo de algo impreciso que sostiene vacilante a la realidad misma, no una realidad ineludible ante la que estaríamos circunscriptos como algo muerto. Yo siempre había dejado que esa ficción me afecte y ahora me cuestionaba por algo que lamentaba por no poder sentir.

Tal vez para compensar nos hicimos amigos y tomamos la costumbre de encontrarnos cada tanto en la fluvial. Yo para satisfacer mi necesidad de escuchar historias y ella la necesidad de encontrar un amigo. En alguna ocasión, después de muchas de una banalidad mutuamente consentida, irrumpió con una revelación entrecortada, vacilante, quizá angustiosa, pero yo ya no percibía en su mirada la tristeza, sino un abismo obscuro, deleznable, incluso malicioso. Tenía tres hijos, el mayor era de su padre. Dijo que nadie lo sabía y que había tratado de olvidarlo, pero no podía. Después de unos instantes en silencio, le pregunté por su padre. Dijo que había muerto. En ese momento, me preguntó si le encendía el cigarrillo y en ese gesto yo percibí su insistencia hacia algo que decidía sus relaciones. Por supuesto, dudé si no había en mí, en mi mirada, algo que decidía las mías, pero lo cierto es que, al principio sin percatarme, comencé a eludirla.

Un mediodía, su voz, como distinta, independiente de ella, en el teléfono, preguntó tímidamente si no quería encontrarla. Argumenté que no, que sólo estaba atiborrado de trabajo. No soy un tonto, al menos no lo suficiente para evitar intimar con una mujer hermosa, sólo que no me interesaba estar con una mujer pública y de hecho, me había complacido ser su amigo, alguien con quien se puede pensar en voz alta, digamos y eso para mí era más que suficiente, pero curiosamente, ella me había hecho repensar, en los momentos de intimidad con una mujer en ¿Quién era yo? ¿En qué pensaba en esos momentos? ¿No sería todo eso un juego más, para rellenar un vacío, para no pensar en la muerte?

No es el caso de detallar los pormenores de mi historia, no tiene sentido, sólo quiero comentar que tal vez ella, (eso es lo que sentí), se había acostumbrado a nuestros encuentros inocentes y, a partir de mi reticencia, acentuaba su desvalor, su sensación revelada en algunas de nuestras charlas, de sentirse una nada en sí misma. Ella daba por sentado que yo sabía lo que ella sabía. No me percaté a tiempo de que para mí era fácil despedirme de una persona real, pero a ella le era más difícil despedirse de una fantasía.

Unos meses más tarde, en una siesta de otoño, se arrojó al Paraná; cuando la rescataron, ya estaba muerta. Lo supe por la mínima noticia de un diario. Tardé un tiempo en volver allí, el presente es una sucesión reticente, abstracta de nuestra conciencia y es por eso que dividimos el tiempo en pasado, presente y futuro y allí, yo siempre desdoblaba mi tiempo. Allí siempre resuena en mí lo que Platón dice: "El tiempo es la imagen móvil de la eternidad". Es un concepto hermoso y quizá difícil, pero que hace sentir la potencia de su aplicación debida a la transparente movilidad del concepto. La fugacidad, la sucesión… cómo afectan a la identidad, a la idea de la identidad que la sucesión altera. Yo no soy el que era en esos momentos, pero no hay otro que me sustituya, de muchos modos sigo siendo el mismo.

Dudé mucho de escribir acerca de esto, de lo que viví, tal vez lo hago para transformar la realidad en un relato que haga a esa circunstancia tolerable o para que la ficción se torne realidad y yo pueda tratar de despertar cada mañana siendo el mismo. No sé... Lo cierto es que no he dejado de retornar de tanto en tanto a la Fluvial, cuando no pude trasmitirle que estaba ensimismado en mi mundo viejo, rodeando el pasado con las argucias de la melancolía porque lo único que tengo delante de mí es el tiempo de lo perdido, lo que vuelve a mí evocando una melodía evanescente que levita en mis oídos hasta ausentarme del presente.

victorzenobi@yahoo.com.ar