“Step Back in Time” fue un single de 1990: el segundo del tercer álbum de Kylie Minogue, Rhythm of Love. “Cuando no se encuentra música que haga bailar, lo único que se puede hacer es volver al pasado”, canta en su primer tema disco, una de las últimas creaciones con futuro de la productora inglesa Stock Aitken Waterman (tres señores blancos), también llamada hasta su desmembramiento poco después, “la fábrica de hits”. Tuvo que llegar un nuevo grandes éxitos, Step Back In Time: The Definitive Collection –con ediciones en vinilo y casette que están vendiendo bien en Australia y el Reino Unido– para que esa letra finalmente le quede como anillo al dedo. En cuanto a la música, según el biógrafo Sean Smith, fue allí –entre Express Yourself y Erotica de Madonna– que Kylie se posicionó como artista dance. Faltaba una década para que llegaran a ella una canción rechazada por el equipo de la nueva competencia Sophie Ellis Bextor, y aquel vestido blanco lleno de tajos que acapararon la pantalla de MTV –que acaparan, todavía, cualquier dispositivo– e hicieron su nombre global. Pero Estados Unidos nunca se dejó conquistar por completo. Adorar a Kylie como propia sería traicionar su sangre. En 2015, abogados en representación de una entidad llamada KDB Pty Ltd., se opusieron a que Kylie Jenner –con 17 años entonces– registre la marca “Kylie” porque generaría confusión con ella, “una artista performática reconocida internacionalmente, humanitaria y activista en la lucha contra el cáncer de mama”. Pero en 2017 el conflicto se resolvió: la empresa de cosméticos de Jenner ya vale dos mil millones de dólares, y hace un mes, Kylie presentó su primera línea de maquillaje.
Princesa imposible
Los '90 coincidieron con sus veinte, y fue, claro, una época intensa. No era la misma que llegó a Londres en 1987, con el manager y los jefes del sello australiano del momento, Mushroom, y fue olvidada en el hotel hasta que Stock, Aitken y Waterman se acordaron, buscaron la carpeta y leyeron de qué se trataba. Nada subestimable: en su país, Kylie era la estrella adolescente amada, novia del varón ídem, protagonista del single número 1 del año (la versión del “Locomotion” que perduró). Hija de un contador y una bailarina, Kylie fue una niña actriz esporádica y le llegó el papel consagratorio a los 18, como Charlene en Neighbours: una chica sencilla y con actitud (era mecánica), que se casa con el galán (Jason Donovan) en el episodio de telenovela más visto de la historia del país. “Actúa, canta, es hermosa, le va bien, así que pensé: 'algo malo tiene que tener, quizás no tenga suerte en el amor”, recordó años después Mike Stock sobre la inspiración para componer –en 40 minutos, mientras ella esperaba afuera – “I Should Be So Lucky”, un día incendiado porque se esperaba a Rick “Never Gonna Give You Up” Astley. Después de que el single pasó siete semanas en el top del ranking australiano, Stock, Aitken y Waterman viajaron a Australia a buscarla para empezar a preparar el debut.
Fueron dos discos y un single –Kylie, Enjoy Yourself y el dueto con Donovan “Especially For You” (1987-88)– donde solamente hizo lo que le dijeron, pero por eso se ha tenido que excusar toda la vida –como si grabar, interpretar, actuar fueran poca cosa–. Históricamente tomando al periodismo para bien –hay un compilado de veces en que le preguntan por Madonna–, ella responde: “Era el mismo proceso que en la tele: me daban la letra, la memorizaba, la decía”.
Su despertar fue Michael Hutchence, que entró en su vida durante un año sabático de INXS, post “New Sensation” y pre “Suicide Blonde” –que siempre se dijo es ella, cuando se tiñó para filmar Los Delincuentes–. “Sexo, amor, comida, drogas, música, viajes, libros, él quería experimentarlo todo. Me mostró un mundo y definitivamente despertó el deseo de conseguir más en el mío”, dice sobre la relación de poco más de un año en el documental Mystify: Michael Hutchence, que salió este año.
Lo que en el producto terminado –empezando por “Better The Devil” de Rhythm of Love– se percibió como un cambio de imagen acorde a la edad y la corrupción de Hutchence, en los hechos fue un proceso de maduración, y allí empezó su militancia por más intervención en la música. “Me acuerdo de varias peleítas sobre querer ser yo misma, y a Pete Waterman diciendo: 'Bueno, nena, ¿qué tipo de canción querés, qué estás escuchando?'”, dice en una entrevista reciente con la estadounidense Papermag. Let's Get To It (1991) fue lo último de la misma productora, ya sin uno de los socios, y hasta hoy es su disco menos vendido. En la nueva colección hay un solo recuerdo: el cover de “Give Me Just a Little More Time” de Chairmen of the Board, un grupo de soul de Michigan.
La etapa Deconstruction, su nuevo sello en Gran Bretaña, son los años de experimentación, búsqueda de profundidad y honestidad. “Björk, Garbage, Tricky, ahí quería encajar”, dice Kylie–aunque por su parte el público alternativo, gays y emos por igual, la amaba como era–. Los nuevos proyectos fueron Kylie Minogue (1994) e Impossible Princess (1997), su disco más fuera de serie, con contribuciones de los Manic Street Preachers Nicky Wire y James Dean Bradfield. A Step Back In Time llegaron los resultados principales: “Confide In Me” y “Breathe”.
Fueron también los años del noviazgo con Stephane Sednaoui, actor y fotógrafo francés, aunque el hombre más relevante en el devenir de los '90 para Kylie fue Nick Cave. A él lo eclipsó “Better The Devil You Know” de 1990: lo siniestro de que se exhiba con tanta dulzura una letra tan angustiante: “Me olvido y te perdono si prometés no irte nunca”. En 1996 –el año en que aparecen las Spice Girls–, cuando la invitó a hacer el dueto “Where The Wild Roses Grow” para su Murder Ballads, Cave le dijo que quería escucharla cantar pop. Después la convenció para que leyera la letra de “I Should Be So Lucky” en una jam de poesía en el Royal Albert Hall donde él también leyó (y Allen Ginsberg, entre otros). “Fue como enfrentarme con esa chica y decir: 'No me puedo deshacer de vos, unamos fuerzas'. Ahí aprendí a aceptar el pasado y me amigué con el pop”, dijo en The Quietus en 2012. Ese año, para celebrar sus 25 años de carrera, lanzó un greatest hits grabado con orquesta en Abbey Road, hizo la gira Anti Tour de lados B, demos y rarezas por Australia y Europa, y llevó la exhibición de sus trajes más famosos al Victoria and Albert Museum.
Sólo la reina tiene más réplicas en cera en el museo Madame Tussauds de Londres. La primera es de 1989, la segunda de 1998, la tercera de 2002. Esa actualización no le gustó: copiaron la pose de alguna coreografía y la hicieron gateando, con vestidito y bucaneras, y en la instalación original la estatua susurraba y había demostración de pole dance. Después, aunque estaba la opción del hada verde que hizo en Moulin Rouge, le pusieron un vestido blanco y alas en representación del ángel de navidad.
Su carrera se puede contar como si se hubiera controlado con botones. A fin de siglo, firmó un plan de desarrollo integral con Parlophone: quince discos. Y todo empezó a avanzar desde Light Years (2000), o desde “Spinning Around” y el famoso culotte dorado, con la asesoría estética y luego amistad de William Baker. Fever (2001), su disco cumbre, se lanzó pocos días después de la caída de las Torres Gemelas, pero “I Can't Get Yout Of My Head” se había estrenado antes en MTV. Eran los años hot de Britney y Christina, y los político-espirituales de Madonna, y ella apareció como una extraterrestre brillante, superproducida, con ese pop facetado asombroso que creció hasta convertirse en uno de los hits definitorios de la primera década de los 2000. Sus autores, Cathy Dennis y Rob Davis, también lo son de “Come Into My World”, la canción opuesta: repetitiva, sin fuegos artificiales, igual de magnética y con un video inolvidable hecho de una sola idea, filmado en una esquina de París. Para que sincronizaran las Kylie que se iban reproduciendo, Michel Gondry necesitó que se modificara un loop de la canción. Decir que sí a ese tipo de cosas es la “precisión pop” que subtitula a Step Back In Time. “Come Into My World” le dio su único Grammy y su único Premio MTV hasta ahora.
Esa temporada tan fuerte –sus 34 años– la vivió con James Gooding, un modelo británico que le fue infiel, le hizo dramas en público y ventiló su intimidad. No llegó al lanzamiento de Body Language (2003), el disco más suave con el que tuvo que seguir después de Fever: “Ya todos me conocen, no es que no hice el trabajo grueso. Me gusta trabajar duro pero si seguía a ese ritmo iba a dejar de gustarme tanto”, dijo por entonces, tal vez el momento de tomarse un descanso en serio. Pero luego salió el compilado Ultimate Kylie (2004), con el nuevo single “I Believe In You”, hermosa creación con los Scissor Sisters Jake Shears y Babydaddy que sonó en las discos de Estados Unidos, y en marzo de 2005 arrancó la gira de las plumas de vedette Showgirl. En mayo le diagnosticaron el cáncer de mama.
El documental Diamante blanco: un retrato de Kylie Minogue (2007) da una idea de lo que significa suspender un espectáculo de esa magnitud. Lo dirigió William Baker al retomarse la gira a fines de 2006, un poco contra su voluntad porque es de las estrellas que prefieren no romper el hechizo, no mostrar el esfuerzo y las contradicciones que ahí se ven: de dormir en el piso a reunirse con Dolce & Gabbana, y hablar del escenario como su segunda casa, pero bajar y que le salga del alma: “¿Ya nos podemos jubilar?”; tener un día libre y programar una sesión de fotos, pero pisar la arena y decir: “Esto es la felicidad”.
Canciones de todo el mundo
En 2007, un mes después del documental, también salió el nuevo disco, X, que no fue la obra seria después del trauma, sino el pop más fresco posible justo antes de Lady Gaga, con trabajo de Calvin Harris antes de que vaya a explotar con Taylor Swift y Rihanna, y luego la gira más grande de su carrera, por 21 países. Su historia con la enfermedad no es la de quien despierta para cambiar su vida, dice: “En mi caso fue: 'Quiero seguir haciendo esto'”. Ese año recibió el título de Oficial de la Orden del Imperio Británica, y más adelante el de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras, la mayor distinción a las artes francesa. En 2009 hizo su primera gira en Estados Unidos; los fans la esperaban desde 2002, pero en ese momento le ofrecieron salas pequeñas.
Siguieron Aphrodite (2010) y Kiss Me Once (2014) y el contrato con Parlophone cerró con el disco de navidad Kylie Christmas (2015). En el medio, dejó ir a su manager desde “Locomotion”, Terry Blamey, y aceptó trabajos de alta exposición –como jurado en The Voice UK y Australia–, y pequeños, como el papel en la película de terror lesbiana Jack and Diane (2012). Lanzó un EP con Fernado Garibay, el productor de Gaga, y cantó en cumpleaños de la reina. A los 50, firmó un nuevo contrato, con BMG. Lanzó Golden (2018), un disco electropop grabado en Nashville, con temas que pasaron “el test Dolly Parton” (funcionan sólo con guitarra acústica) y en los que figura en todos los créditos. Es el que llevó a Pride Island, la fiesta cierre de la semana del Orgullo en Nueva York, y al Mardi Gras de Sidney en marzo. Su nueva pareja, Paul Solomons, el director creativo de la revista GQ, vuela todo lo posible para acompañarla.
Ahora con este disco doble con todos sus hits, hizo su primer Glastonbury –el que tuvo que suspender en 2005–, y el domingo canta en Brighton en el festival del Orgullo más grande del Reino Unido. En diciembre tiene fecha en un estadio en Dubai. Aunque el único single nuevo es “New York City”, todavía no hay shows programados en Estados Unidos. Hoy que el pop es todo honestidad y autonomía, pero también una terrible uniformidad, es un buen momento para recordar a Kylie, que pudo ser cualquier one hit wonder: la chica que sonreía y cantaba a cámara como si su amor fuera un objeto de vidriera, que encontró su piel, vistió prendas icónicas, pero algo de ella siempre permaneció impoluto. No sabe cuántos número 1 tiene ni cuántos discos vendió. Dice que con ser la princesa del pop le alcanza, que no quiso llegar más lejos, si es que hay más allá de la memoria colectiva de una época, con esas canciones que son de todo el mundo y tan propias que no dejan dormir.